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El Boomeran(g)

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Algo que decir

La anfitriona tras el mostrador se hace llamar Skylar Stone y se define como “sexperta en ligues”. Para más señas, lleva un sombrero vaquero y un par de pechos que amenazan con reventar su escote. Su libro, el único que se promociona en este puesto, enseña a flirtear con hombres casados. Al parecer, es una especialista en el tema.

-¿Esto es un manual? ¿Trae consejos prácticos? –pregunto.

-Podría decirse. También doy cursos y talleres, y tengo un programa de radio sobre relaciones personales y sexuales.

Sobre la mesa, descubro un par de esposas policiales.

-¿Usas eso habitualmente en tus citas con hombres casados?

-Tendrás que leer el libro para saberlo –sonríe pícaramente.

Skylar es sólo una de las decenas de personas que alquila un puesto en la feria de Miami para promocionar su libro, editado con sus propios recursos o por editoriales pequeñas. La apuesta es arriesgada, ya que cada puesto cuesta unos $5000 sólo por el fin de semana. Pero eventualmente, funciona. Kathleen McGowan hizo lo mismo hace unos años en la feria de Nueva York con su novela The expected one. No vendió muchos ejemplares, pero un editor la descubrió y compró los derechos por un millón de dólares. Esto es América. Nace un nuevo millonario cada veinte minutos, y puedes ser tú.

Una de las novelistas que aspira al éxito fulgurante es R. Moreen Clarke. Su novela Sacia mi sed tiene un subtítulo traducible más o menos como: “marque E de excitante”, y narra la historia de una pareja de gigolós afroamericanos que satisfacen los deseos de decenas de mujeres ricas de Chicago. En la portada aparece una mujer de espaldas vestida con ropa interior. Frente a ella, un hombre se arrodilla con las manos en sus nalgas mientras le hace… en fin, ustedes saben lo que le hace. La editorial se llama Aphrodisia. Marketing no le falta, al menos.

Sin embargo, no todos quieren dinero. Otro novelista, uno con pinta de Pantera Negra, presenta un libro llamado Avaricia, lujuria y envidia. Cuando me acerco a preguntarle de qué se trata, me explica impetuosamente:

-Es sobre la vida. La vida es así: crees en la gente y sales al mundo, pero el mundo te mata a golpes. El mundo es una selva. ¿Comprendes?

-Un sentido de la vida bastante alegre.

-Es la verdad. Tienes que saber la verdad. El mundo debe conocer la verdad.

Tampoco todos los libros son de ficción. En un extremo, una al lado de otra, se erigen una editorial de extrema izquierda y una de exiliados cubanos. La primera parece impertérrita ante la circunstancia de estar situada en el peor mercado potencial del mundo. En su catálogo se encuentran títulos como Cuba y la revolución americana que nos espera o El Che Guevara les habla a los jóvenes, esta última con ediciones en español y griego, sabe Dios por qué. En el puesto del costado, el libro más promocionado es Así escapé de Castro. En la portada aparece un hombre flotando en medio del mar sobre una llanta de camión.
 
La feria de Miami es, pues, un collage de excéntricos. Hay librerías religiosas dedicadas en exclusiva al libro de Urantia, “fuente de la filosofía de todo”. Hay una chica que se define como “investigadora del amor” vendiendo un libro sobre hombres. Otra ofrece un manual para prever y protestar ante los excesos de los bancos en materia de créditos e hipotecas. Hay fonolibros audibles con títulos estilo Cómo hacer el amor toda la noche. Si tienes algo que decirle al mundo, este es el lugar para hacerlo. No importa si tu obsesión es el sexo, el ser o la evasión tributaria. Por un precio accesible, la feria de Miami tiene un puesto para ti, y quién sabe, alguien que te quiera escuchar. Quizá eso sea, en estos tiempos, más valioso y difícil de conseguir que el dinero.

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24 de noviembre de 2006
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La esperanza negra

Más de 1.700 personas desbordan el Gusman Center for the Performing Arts de Miami para la que sin duda será la presentación más concurrida de la feria del libro. El hombre que esperan, sin embargo, no es un escritor. Su testimonio, The audacity of hope, se ha colocado rápidamente en las listas de ventas de este gigantesco país, pero no compite con novelas o poemas sino en todo caso con libros como My father, my president, las memorias de una hija de George Bush papá. Y es que el orador de esta noche, Barack Obama, no es un inventor de historias, sino la esperanza del Partido Demócrata en las próximas elecciones presidenciales.

Aunque hace un par de años era un ilustre desconocido a nivel nacional, Obama ha despertado rápidamente las esperanzas de todos los demócratas que detestan a Hillary Clinton, que son muchos. Obama lo tiene todo: es hijo de un inmigrante africano y una norteamericana blanca, ha barrido en los comicios por Illinois y además se opuso en 2002 a la guerra de Irak que Hillary sí apoyó y que ahora es percibida como el mayor desastre del gobierno republicano. Incluso el perfil bajo de Obama durante sus años como senador juega a su favor en comparación con una Hillary famosa por su ambición y desgastada tras quince años de imagen pública. Como si fuera poco, es joven, guapo, alto y decididamente carismático.

Esto último se  percibe desde que entra en escena. Su gigantesca sonrisa no cabe en el escenario. La ovación que lo recibe durante un minuto entero. No lleva corbata. Su simpática informalidad lo hace parecer un Will Smith presidenciable, con una diferencia: puede hablar durante media hora con párrafos perfectamente articulados enlazando todos los temas de interés sin perder la atención del público. Sabe hacer mención a su propia historia personal, sabe dónde poner las anécdotas y dónde los chistes, pero también sabe introducir en el discurso su visión del país. De hecho, este evento luce una calculada ambigüedad entre presentación de libro y mitin político.

Lo más impactante de Obama es su capacidad de articular proyectos satisfaciendo a todos los públicos: por ejemplo, propone una nueva política energética, que ofrezca a los granjeros norteamericanos trabajo en la producción de nuevos combustibles ecológicos para que el petróleo pierda importancia. Si baja el precio del petróleo, los enemigos de EE. UU. como Irán no podrán financiar sus programas nucleares. Tampoco será necesario financiar experimentos bélicos en Extremo Oriente. El dinero así ahorrado se podrá usar para mejorar los sistemas de seguridad social, y todo con los correspondientes beneficios ecológicos. En ese plan, Obama apunta a la vez al voto rural y al urbano, al pacifista y al paranoico belicista, a los más pobres y a los más ricos.

En efecto, a pesar de expresarse con excepcional claridad, Obama es un maestro de la ambigüedad. Aunque se opuso desde el principio a la guerra de Irak, su discurso es conciliador. Sus críticas a Bush son matizadas y a menudo sobreentendidas por la complicidad del público. Sobre el matrimonio gay, su respuesta es quizá. Constantemente repite que sus propuestas benefician a los norteamericanos sin importar su partido. De hecho, constantemente se refiere a los políticos como gente que no va a cambiar las cosas por sí misma. Su mensaje parece ser: “si no te gustan los republicanos, soy tu candidato. Si no te gustan los demócratas, también. Incluso si no te gustan los políticos. El hecho de que yo sea un político y un demócrata no debe confundirte”.

Así, aunque aún no expresa su decisión de postularse, Obama parece reunir el rompecabezas perfecto para convencer a todos. Al final, en la ronda de preguntas, el público lo llama “presidente”. Se los ha metido en el bolsillo. Pero mientras abandona el escenario en medio de una ovación de pie, es claro también que a su campaña le falta un detalle: el dinero. Y en ese punto, nada despreciable, Hillary es imbatible.

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22 de noviembre de 2006
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Amor sin sexo

Historia de amor prototipo de comedia romántica: chico conoce chica. Al principio parecen totalmente opuestos pero sabemos que se van a enamorar. Quizá él es pobre y ella rica, o él es tonto y ella intelectual, o compiten por el puesto de trabajo. Pero luego, en efecto, se enamoran. Durante un rato se resisten a admitirlo, hasta que el amor puede más que ellos y se rinden a sus sentimientos. En una escena con violines, se entregan a un sexo pleno, incommensurable y pletórico, tan maravilloso que confirma lo que sienten (los violines son opcionales). Luego ocurre algo que los separa momentáneamente, pero al final, comprenden que no pueden vivir el uno sin el otro y se vuelven a reunir, esta vez para siempre. Créditos finales.

Pues bien, tengo malas noticias: la vida no es así.

En la vida real, de hecho, nunca hay violines. Si nos gustan las comedias románticas estúpidas es precisamente porque no nos muestran las cosas como son sino como nos gustaría que fuesen. Pero hay películas que sí lidian con sentimientos reales, como la última de Cesc Gay, Ficción, o la de Rodrigo García, Nueve Vidas.   

Cesc Gay se está convirtiendo discretamente y sin aspavientos en el gran cronista de las relaciones personales del cine español. Ficción quizá sea el retrato de la mitad de la población alrededor de los cuarenta años. Chico conoce chica. Chico está casado y chica también. No empatizan especialmente, ni suenan campanas cuando se conocen, tampoco se odian. Coinciden con frecuencia. Hablan de todo y de nada. Ambos están descontentos con su vida, aunque no ofrecen grandes discursos al respecto. Cada diez minutos aparece Javier Cámara y, diga lo que diga, el público se troncha de risa. Aparentemente, no ocurre nada. Pero sabemos que se están enamorando.

A partir de los treinta años, cuando la vida de la gente se estabiliza, las historias de amor se convierten en eso. Dos personas saben que se comunican de un modo especial. Saben que quizá, en otras circunstancias, todo sería diferente. Pero las circunstancias son las que son. Y ambos han tenido sexo suficiente como para entender que no es eso lo que buscan. Hace cincuenta años, en una sociedad represiva, se habrían ido a la cama. Pero ahora vivimos en una sociedad solitaria. Es más difícil encontrar alguien con quién hablar que con quién follar. Gay –y el notable elenco de su película- son un prodigio de contención. Las cosas están ocurriendo en el interior de ellos, que es donde suelen ocurrir. Lo difícil es conseguir que eso se note en la pantalla. Y se nota.

Lo mismo ocurre con Nueve vidas. El amor aquí no es tratado como ese lugar en que se encuentran dos almas, sino como el ring de box en que se enfrentan. A muerte. Las mujeres que retrata la película no pueden vivir con su amor, pero tampoco sin él. Y no solo hablo del amor romántico. Pero sobre todo de él. Muchas veces, frente a la pantalla, nos preguntamos por qué esa mujer no simplemente se aparta de esa otra persona. El problema es que tampoco ella lo sabe. Sólo sabe que no puede resistirse.

El amor en ambas películas es como un instinto animal. No necesariamente hace felices a sus poseedores, pero es imposible que prescindan de él. Tratan de vivir con él como puedan, y de hacerse el menor daño posible. El amor nos convierte en monos con metralletas. Quizá por eso es nuestro juguete rabioso favorito.

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20 de noviembre de 2006
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Instrucciones para entrar en EE. UU.

Pida una visa. Esto tomará un tiempo. Si reside fuera de su país, por ejemplo en España, tendrá que pedir una cita por teléfono. No es un diálogo difícil pero es largo, porque le contesta una grabadora. Le cobrarán por cada segundo que permanezca a la escucha, y por supuesto, la opción que necesite escuchar siempre será la última. Al final, conseguirá una cita para un mes o dos después. Ese día, llegue muy temprano, porque va a salir muy tarde. Desayune bien. Si va a pedir la visa con su pareja, y su relación no es buena, mejor no asista. Si lo hace, lleve pruebas de que tiene dinero, propiedades, hijos o todas esas cosas juntas. Demuestre que tiene mucho que perder si opta por quedarse en EE. UU. Si tiene algún pariente que ya vive ahí, ocúltelo. Aun así, es posible que le nieguen el visado por criterios misteriosos. Quizá se lo nieguen en la ventanilla, pero quizá le dejen soñar una semana antes de rechazarlo por correo. Por cierto, en ese caso, no le devolverán los cien dólares que le han cobrado por hacerle el favor de tramitar su rechazo. Pero si consigue la visa, no piense que ya está. Es hora del segundo paso.

Al comprar los billetes aéreos, le pedirán todo tipo de información. Lo más recomendable será que les fotocopie su pasaporte con todas esas barras y números que usted no sabe para qué sirven. No se preocupe, ellos sí saben. Si es español no necesitará visa, pero tendrá que tramitar un pasaporte nuevo sólo para EE. UU. con más barras y números. Da igual. Ahora sí, está listo para conocer al tío Sam.

El día de su viaje, llegue antes de la hora. En el mostrador, por orden de las autoridades norteamericanas, la línea aérea le pedirá los datos de una persona “a quien llamar en caso de emergencia”. No le explicarán qué emergencia puede ser esa, y usted tampoco querrá preguntarlo. A continuación, tendrá que pasar los detectores de metales y de líquidos. Perderá sus perfumes, dentífricos y espumas de afeitar, pero de todos modos, no se preocupará por eso, sino porque se ha tenido que quitar el cinturón y el pantalón se le cae mientras el policía le pasa un detector entre las piernas. Recoja sus cosas, vístase y continúe. A la mitad, descubrirá que se deja el reloj y el teléfono. Regrese, recójalos y siga adelante.

Reconocerá su sala de espera porque está acordonada y porque la policía le vuelve a pedir el pasaporte al entrar. A estas alturas, si lleva algún artefacto peligroso, ya debe haber tenido un colapso nervioso, incluso si no, sufre palpitaciones, mareos y sudores. No haga caso y continúe. Podrá descansar en el avión.

Aunque tampoco tanto, porque ahí deberá rellenar los formularios obligatorios que exigen las autoridades norteamericanas. En el primero, asegure que no lleva plantas, animales, sustancias tóxicas ni caracoles. Sí, caracoles. No trate de entender. En el segundo formulario, le preguntarán si es usted drogadicto, si ha participado en algún genocidio, si fue nazi, si ha sido terrorista alguna vez aunque fuese sólo como pasatiempo, y si planea asesinar al presidente de los Estados Unidos. Sean cuales sean sus opiniones en estos temas, responda que no a todas las preguntas. La letra pequeña dice que en caso de responder afirmativamente no necesariamente se le negará la entrada al país. No les crea.

Si ya ha asegurado que es una persona decente, sólo le queda el último paso. Mientras el avión sobrevuela territorio norteamericano, atrévase a soñar. Está a punto de lograrlo. El primer funcionario lo sorprenderá pidiéndole su dirección exacta en el país. Si usted no la sabe, tranquilo. Busque a un empleado de la línea aérea y explíquele su problema. El tendrá en un papel las direcciones de todos los hoteles de la ciudad, y le llenará el casillero vacío del formulario con la del que le guste más. Escoja uno caro, el Marriott o el Hilton. Siéntase como un triunfador. Regrese a la cola con su nuevo alojamiento y búrlese de los demás de la cola, esos muertos de hambre. Coloque en una maquinita su índice izquierdo, y luego el derecho. Déjese tomar una foto. Cuéntele al funcionario qué viene a hacer. Sonríale. Una vez que termine con él, habrá ingresado en territorio norteamericano. Bienvenido a la tierra de la libertad.

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17 de noviembre de 2006
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Dios/a es bueno/a

Seamos honestos: Dios es un poquito nazi. Basta con leer la Biblia. Hay pocos textos en el mundo más abiertamente antisemitas. Los judíos siempre son malos, crueles, ambiciosos, usureros, y quedarían perfectos en una película del Ministerio de información de Goebbels.

Y por cierto, hay pocos libros en que las mujeres estén reducidas tan claramente a las tareas domésticas y reproductivas. Las mujeres de la vida de Cristo, sin ir más lejos, refuerzan los mitos machistas más rancios: María, la Virgen, y Magdalena, la Puta. Durante siglos, la educación cristiana ha inculcado a sus varoncitos esos dos modelos de mujer, de los cuales ellos deducen que están autorizados a acostarse con todas las que puedan pero tener hijos sólo con una, y en cambio, ellas deben escoger entre divertirse y quemarse en el infierno o tener hijos. No disponen de un casillero 3.

Concientes de que la Biblia se pasa un poco de la raya, un grupo de 42 teólogas y 10 teólogos alemanes mayoritariamente protestantes han elaborado una nueva versión de la Biblia que la despoja del sesgo macho-chauvinista discriminatorio que ellos atribuyen a sus anteriores traductores, atenuando y suavizando algunas afirmaciones demasiado contundentes y que puedan herir susceptibilidades. Una Biblia políticamente correcta, digamos, según los criterios del siglo XXI.

Ahora bien, la nueva traducción no parece mucho más sensata que la tradicional.

En el nuevo texto, en vez de llamar a Dios “Él” se le llama indistintamente “Él” o “Ella”, “El Eterno” o “La Eterna”, “El Santo” o “La Santa”, con el probable resultado de que nadie se entere de quién cuernos están hablando. Es cierto que la palabra hebrea para Dios es neutral, pero las particularidades lingüísticas del alemán obligan a determinar el género gramatical, convirtiendo al pobre Dios, en el mejor de los casos, en una especie de hermafrodita. 

Lo mismo ocurre con los apóstoles, que figuran acompañados de “apostolinas” para reducir la carga discriminatoria implícita en que Jesús haya querido a su lado sólo a chicos. Yo voto por establecer una ley de cuotas y nombrar chicas al menos a un tercio de ellos: así, la cosa quedará compensada con sólo introducir a Juana, Petra, Tomasa y Santiaga (por cierto, hay que hacer algo con este nombre horrible, quizá cambiarlo por Guillermina).

Todas esas modificaciones y reinterpretaciones han sido decididas por sectores progresistas de la Cristiandad, tratando de acercar el texto a las preocupaciones de hoy en día, y por lo tanto, de acercar a la Iglesia a un montón de gente que no quiere saber nada de ella. Ahora bien ¿Es eso lo que salvará el mensaje bíblico, sea el que sea? ¿Quedaría mejor aún si cambiásemos algún mandamiento por una ley de igualdad gay? ¿O con un capítulo sobre la inmigración latinoamericana?

Recuerdo que el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez –el único cuyos sermones he escuchado por voluntad propia y no por obligación familiar- proponía leer la Biblia como si fuese literatura. Cuando leemos una novela, no esperamos que sea verdad todo lo que nos cuenta o que esté expresado desde un punto de vista autorizado. Solo leemos historias que nos hablan de los hombres y su relación con lo trascendente. Y al hablarnos de eso, nos hace pensar al respecto. Creo que ese tipo de lectura puede interesarle incluso a un ateo. Quizá la gente se acercará más a las iglesias católica o protestante cuando sienta que dice algo sobre su vida, algo que por lo visto sí sienten miles de personas en otras confesiones, desde los evangélicos hasta la estrambótica “Pare de sufrir”. Hasta que eso ocurra, da lo mismo que Dios hable como el director de una ONG o como un homófobo empedernido, porque nadie estará escuchando.

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15 de noviembre de 2006
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Tony y su reina

La nueva película de Stephen Frears se llama La reina pero bien podría haberse llamado El primer ministro. Porque aunque Isabel II es la que más tiempo aparece en pantalla, su objetivo es precisamente tratar de que no pase nada y fingir que así es. En cambio, el que mueve realmente la acción, el motor de la historia, es nada más y nada menos que Tony Blair.

Ya sabemos cómo es Tony, o al menos como era antes de la guerra de Irak: sonriente como un gato de Cheshire, carismático, informal, el buen chico rico que quiere que lo llames así, simplemente Tony. Estoy dispuesto a creer que el Blair de la vida real se parece a su retrato fílmico en esos aspectos. Pero no en todos los demás.

Para empezar, me cuesta creer que Blair llega a su primera cita con la reina y sus primeras palabras antes de entrar son “estoy nervioso” ¿Nervioso? ¿Tony “vamos-a construir-la-tercera-vía-y-dar-un-ejemplo-al-mundo” Blair? ¿Tony “créanme-hay-armas-de-destrucción-masiva” Blair? ¿Tony “Gordon-Brown-siempre-ha-sido-como-un-hermano-para-mí” Blair? ¡Por Dios, ese hombre es capaz de mirar a la cámara, jurar que la luna está llena de terroristas y promulgar un impuesto para invadirla, todo con una sonrisa! ¿Y Frears trata de convencernos de que se puso nervioso por ir a ver a la viejita?

Pero concedamos que ese Tony bisoño y juvenil aún estaba impactado por la Reina de Inglaterra. Digamos que es verosímil. Lo que resulta más difícil de tragar es este Tony que mira la tele con la familia y cena con los chicos, revolviéndoles el cabello y quejándose de que se ha quemado el pescado. Este amo de casa que friega los platos y hace huevos fritos. Este primer ministro que tiene en casa una guitarra eléctrica y peluchitos de dragón. Este chico bonachón al que sólo le falta llevar a los niños al colegio en bicicleta. Tras verlo, uno piensa que lo de ser primer ministro inglés te agobia menos que un medio tiempo como cajero del supermercado.

Y en realidad, así debe ser. Porque cada vez que aparece en la oficina, el Blair de esta película está viendo la tele. O preparando un discurso para la tele. O hablando sobre cosas que se han dicho en la tele. Y cada vez que aparece en su casa, está pensando en la corbata que debe usar o ajustándose los gemelos. El gobierno según Frears no es muy distinto que animar un programa de concurso, aunque supongo que esa es la parte más realista de la película.

Por eso mismo, y porque el Blair real y el de ficción conocen al dedillo lo irreal que es la realidad, lo más inverosímil de este Tony es que, mientras sus asesores se felicitan por el crecimiento de su popularidad, él está tratando de salvar a la reina. Si al menos fuese un verdadero manipulador, tendría sentido. Pero Tony está realmente embobado con su soberana. Hace todo lo posible por mejorar su mala imagen, y cuando le preguntan por qué, responde con aplomo: “no me gusta cómo la están tratando”.

La verdad, la reina se merece que la sacudan. Es indiferente al dolor de todo un país y frívola en el manejo del Estado. Les impide a sus nietos ir a buscar el cadáver de su propia madre y les oculta información sobre su muerte, que no es poca cosa. Cuando los chicos deberían estar de duelo, los manda de caza. Pero si no creemos que esta mujer es una miserable sin sentimientos, se debe por un lado a la portentosa actuación de Helen Mirren, y por otro, a que Tony Blair se despacha ante sus asesores con un discurso sobre lo difícil que es la situación de la reina y lo digna y grande que ha sido ella durante 50 años desempeñando su compleja misión (que consiste la mitad del tiempo en tomar el té). Nadie entiende por qué él la quiere tanto, pero nosotros sí: es que además de guapo, simpático, listo y confiable, Tony es bueno, generoso, comprensivo, y echa de menos una imagen materna.

Supongo que la película hace un fiel retrato no de Tony Blair, sino de la imagen que él tiene de sí mismo. En todo caso, la reina lo cala mejor que su propia esposa. Y uno de los mejores momentos de la película ocurre cerca del final, cuando ya medio mundo la odia a ella y lo ama a él, y ella le dice:

-Algún día, a usted le ocurrirá lo mismo.

Sabias palabras, mi reina.

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13 de noviembre de 2006
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El fantasma de los bárbaros

El fantasma de los bárbaros

He pasado mis primeras elecciones en Cataluña, y desde el punto de vista de un inmigrante, ha sido una experiencia de lo más curiosa. El candidato de CiU Artur Mas nos ofreció un carné de la seguridad social por puntos según nuestro grado de “catalanidad”. Yo ya chapurreo algunas frasecillas de catalán (como pastenagues sisplau y ¿com es diu? poco más) de modo que en un gobierno de Mas me atenderían un resfriado o un dolor de cabeza, pero para curarme una hepatitis necesitaría el nivel avanzado. Me pregunto qué haría alguien como el nuevo president Montilla, que tampoco es que vaya a triunfar en la Academia de la Lengua Catalana. Quizá su nivel dé para ser presidente de la Generalitat, pero como se rompa una pierna, se tendrá que buscar un traumatólogo en Murcia.

La verdad, no me sorprendió esta propuesta viniendo de CiU, algunos de cuyos miembros más conspicuos ya habían instado a los catalanes a tener más hijos, no fuese a ser que acabemos con la catalanidad a punta de reproducirnos. En el fondo, la actitud no es muy distinta que la del PP, cuyo portavoz Ángel Acebes criticó hace unos meses que hubiesen soltado por las calles de Cataluña a un contingente de africanos sin hacerles exámenes médicos. Supongo que temía que fuesen a morder a alguien. 

Lo que me sorprendió más fue escuchar comentarios -más educados pero orientados en el mismo sentido- provenientes de la izquierda, que siempre había hecho bandera de lo contrario. Tanto socialistas como líderes de Esquerra Republicana expresaron durante la campaña que Cataluña no podía estar atendiendo a todos los inmigrantes descontroladamente. Como si esos inmigrantes no estuviesen pagando por la Seguridad Social, como si fuese un favor o una caridad. Y como si, además, fuese descontrolada. Me gustaría que alguno de los políticos europeos tuviese que pasar por la cantidad de trámites, colas y demoras que supone para un inmigrante reclamar derechos esenciales, para que luego vaya por la vida diciendo “qué horror, qué descontrol”. 

Anthony Giddens decía en una entrevista reciente que los europeos perciben que su principal problema es la inmigración, que asocian a la delincuencia y ahora al terrorismo. Ante esa percepción, la derecha propone cerrar las fronteras, aumentar la cantidad de policías en las calles y reducir los beneficios laborales de los extranjeros. La izquierda, por su parte, no propone nada. Y pierde votos. En realidad, no existe una disyuntiva ideológica: la cuestión es que nadie va a ganar unas elecciones si no tiene una propuesta para contener a los bárbaros.

Por eso, nadie discute tampoco si hay un verdadero problema con esos bárbaros. Paradójicamente, la extrema derecha europea ha crecido precisamente en las provincias con menos población inmigrante, como el Este alemán o el ámbito rural francés. España no es la excepción. Hace un año comenté en este blog una encuesta, según la cual, los españoles opinan que los inmigrantes son demasiados porque creen que alcanzan el 20% de la población, pero el porcentaje real de inmigrantes no llega ni a la mitad de esa cifra. Los ciudadanos europeos tienen miedo y esperan que sus políticos respondan a ese miedo. El propio PSOE, tras la crisis de las pateras del último verano, endureció su discurso para no perder puntos ante la opinión pública.

El peligro de esto es que las políticas se decidan basadas en esos miedos y no en los hechos. La mano de obra inmigrante ha empujado a pulso el crecimiento económico español, y se ocupa de sectores como la atención a los ancianos y la agricultura, que quedarían descubiertos sin ella. No se trata de abrir las fronteras indiscriminadamente, pero sí de que los ciudadanos sepan que votan contra sus propios intereses y, por cierto, crean una profecía autocumplida. Mayoritariamente, los inmigrantes no representan un problema social. El índice de delincuencia entre los inmigrantes con trabajo es incluso menor que el de los españoles con trabajo. Pero si se les estigmatiza, se les acosa y se les convierte en un ghetto, que no quepa duda de que ese fantasma se hará realidad.      

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10 de noviembre de 2006
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Porno espiritual

El día que conocí a David Barba, él tenía unas ojeras como dos costales de arroz y estaba afónico. Llevaba diez meses trabajando en la biografía de Nacho Vidal, el actor porno español famoso porque su pene no cabe en un vaso largo de cerveza, y se le notaba agotado. Había tenido que seguir a esa celebridad en pelotas a lo largo de una frenética vida que incluía bares, fiestas, orgías y el resto de la rutina habitual de una estrella del género.

Alguna vez, Vidal había obligado a David a subir a un escenario y hacer gala de sus dotes. Ese era su concepto de “periodismo de investigación”. Una de esas veces, la prueba había sido someterse a una felación pública rodeado de doce hombres más en la misma situación, algunos de ellos profesionales. Al parecer, lo consiguió sin incidentes que lamentar (o que David se atreva a contar). El caso es que, el día en que lo conocí, David Barba estaba claramente extenuado, pero un brillo de orgullo y satisfacción refulgía en sus ojos. 
 
No nos vimos mucho en los años siguientes, hasta que me mudé a Barcelona. Por entonces, el libro sobre Vidal había aparecido con éxito y David entrevistaba a decenas de españoles hablando de sexo para un nuevo libro. De hecho, sigue embarcado en ese proyecto. Pero ahora, atraviesa una etapa espiritual. Asiste a los espectáculos de psicomagia de Alejandro Jodorowsky y conoce a chamanes y brujas. Lee sobre adivinación y ritos paganos, y dedica horas de la conversación a disertar sobre el tema. Desde mi llegada a esta ciudad, muchos amigos comunes me advirtieron:

-David se ha vuelto loco. Y nos quiere volver locos a todos los demás. O eso, o nos quiere estafar leyéndonos la suerte.

A pesar de las advertencias, he visto mucho a David desde entonces. De hecho, periódicamente hacemos tours para conocer la Cataluña profunda. Hemos visitado abadías, baños termales y volcanes. Y ahora puedo dar fe de que, en efecto, está mal de la cabeza.

Una vez fui a su casa. Su mensaje en el teléfono me invitaba a un “aquelarre contra los malos espíritus”. Yo pensé que era una broma y que íbamos a beber como hace todo el mundo. Pero era cierto palabra por palabra. Éramos tres invitados, y David nos hizo ponernos ropa enteramente blanca –ropa suya que, por cierto, me queda como si fuera de mi hermanita menor-. Después encendió las velas del altar que tiene en el salón y me dio una olla con agua, en la que remojó unas ramas de algún árbol. Acto seguido, todos recorrimos la casa sacudiendo las ramas contra las paredes mientras él recitaba una letanía. En uno de los cuartos había alguien durmiendo. O quizá era algún espíritu. Al final, bailamos y nos tomamos fotos.

Me quedé con la sensación de que era un plan divertido para el fin de semana pero que, si alguna vez quiero hacer una carrera política, esas fotos acabarán conmigo.

No me pregunten si se toma en serio su carrera chamánica. De hecho, ni siquiera sé si todo lo que dice es verdad. De repente, David cuenta anécdotas de cuando asistió a un congreso de las juventudes comunistas en Moscú, o cuando se enroló como escudo humano en Bagdad, o cuando visitó Venezuela para un tour de brujería. Y siempre hay alguna anécdota sexual involucrada. De hecho, cada vez que hay una conversación grupal que involucra a David y a mujeres, la temperatura empieza a subir. No sé cómo lo hace, pero siempre tengo la sensación de que todos vamos a quitarnos la ropa y montar una orgía ahí mismo, en la calle, en el metro.

Me temo que David no es una persona normal. Antes me bastaba con esa distante constatación, pero últimamente sospecho que somos amigos, y me pregunto entonces si yo soy una persona normal. En todo caso, no se lo preguntaré a él.

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8 de noviembre de 2006
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Malas bestias

Cuando sea grande, quiero ser un mafioso de Scorsese. Tengo esa fantasía desde que vi Buenos muchachos. Recuerdo a Ray Liotta consiguiendo las mejores mesas en los restaurantes, ganando todo el dinero que puede gastar y también el que no, partiéndole la cara a culatazos al niño rico que se ha propasado con su novia, en suma, jugando al dueño del mundo. Recuerdo el final de su personaje: después de acogerse al programa de protección de testigos, vive en una casa prefabricada, lleva una bata de felpa barata y piensa que se ha convertido en un triste pendejo.

Después de esa película, salí del cine preguntándome si en algún lugar de Lima habría un grupo de italianos armados para pedirles un trabajo cuidando sus limosinas. Y ya que no lo había, me limité a ver más películas de Scorsese. Mi reacción siempre fue similar. Lo fue en Calles peligrosas: Harvey Keitel y Robert de Niro van por la vida pegándole a la gente y divirtiéndose. Genial. Y en Casino: Robert de Niro le pega a Sharon Stone y se forra de dinero ¿Puede un hombre pedir más?
Creo que sí, sí puede pedir más.

Puede pedir ser un mafioso, y además, ser Jack Nicholson.

Porque lo mejor de Infiltrados, la última película de Scorsese, es ver al viejo Nicholson con su risa de psicópata después de pegarle un tiro en la nuca a alguien. O con la camisa manchada de sangre tras la barra de un bar. O las frases, algunas de ellas realmente notables como: “en este trabajo, alguien siempre sale muerto. En mi caso, siempre es el otro”. O: “puedes ser mafioso o puedes ser policía, pero cuando estás frente al cañón de una pistola ¿cuál es la diferencia?”. Es un delirio de violencia y sangre verdaderamente delicioso.

Y es que, después de El aviador -su máximo esfuerzo por juntar a un protagónico que se luzca, una historia profundamente americana y un presupuesto elefantiásico-, parece que Scorsese ha terminado por admitir una verdad difícil pero aparentemente indestructible: NO le van a dar el Oscar. Nunca. Seguro que es injusto, quizá sea estúpido, probablemente haya razones personales de la Academia, yo que sé. El caso es que El aviador era horrenda y Scorsese ya no tiene ninguna necesidad de montar otro bodrio como ese para ganarse el favor de nadie. Ya que de todos modos no lo va a ganar, puede dedicarse a ser él mismo.

Y eso es precisamente lo que hace en Infiltrados. Seguramente no pasará a la historia por esta película, y quizá ni siquiera destaque en su filmografía, pero Scorsese se reencuentra aquí con el cine vigoroso, masculino y de nervio que lo deja a uno atornillado a la silla durante más de dos horas, como en Al límite o Gangs of New York: sus personajes son asesinos a sangre fría, pero también víctimas de un mundo que se mueve demasiado rápido para ellos, y del que podrán desaparecer en cualquier momento por la vía rápida. Son a la vez agentes de la violencia y prisioneros de ella.

En todo este mundo, claro, había que poner una mujer por alguna parte. Es como obligatorio en Hollywood. De modo que hay una historia de amor medio descolgada por ahí, un pequeño escupitajo de femineidad en una historia dominada por la testosterona (hasta el gatito Leonardo di Caprio parece un macho bruto, por una vez). Quizá esa historia sea la más floja de la película, pero no alcanza a eclipsar lo mejor de todo, lo inolvidable: Jack Nicholson regodeándose como dueño de cine porno, follador veterano y mala bestia en estado puro, el viejo Jack regalándonos el gusto de soñar con ese día, que nunca llegará, en el que podremos ser como él.

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6 de noviembre de 2006
Blogs de autor

Compre una bomba atómica

¿Está usted cansado de presidir un país pobre sin voz en ninguna instancia internacional? ¿Harto de ser vapuleado e ignorado por los líderes más poderosos? ¿O quizá simplemente ansioso de mostrarles a esos líderes y a sus compatriotas lo macho que es y lo fuerte que grita? Tenemos la solución para presidentes como usted: una bomba atómica.

¿Lo duda? Remitámonos a las pruebas. Al final de la guerra fría, resultó que los soviéticos no tenían sistemas de radar ni para detectar una avioneta alemana. Pero nadie los atacó, porque vaya a saber luego cómo responden. Hasta hace unos años, Irán no tenía ni embajada de EE. UU., y ahora es el eje de la política internacional del imperio. Y Corea del Norte… por favor, en Corea del Norte no hay ni siquiera luz eléctrica. Y ahí está Kim Jong Il, con su peinado afro eléctrico y sus lentes a lo Elton John, tiene a Bush suplicándole que se siente en una mesa a su lado y el de China. Ya quisieran eso países como Brasil o Argentina, aunque ahora que recuerdo, ellos ya negociaron sus programas nucleares. Más o menos, la cosa es así: si no tienes un programa nuclear, eres una piltrafa geoestratégica.

Construir la bomba es caro y complicado, además de lento. Pero no se preocupe: tampoco hace falta que tenga usted un arsenal listo para empezar a negociar. Hay alternativas interesantes que le permitirán ganar tiempo para ir ahorrando para terminar de pagar las letras de su cabeza nuclear o su lanzadera. A continuación le presentamos algunas de ellas para que escoja la que mejor se adapte a su bolsillo:

1. ¿La tengo o no la tengo? Esta opción es llamada también “la israelita”. Consiste en que usted nunca admite que tiene armamento nuclear pero todo el mundo lo sabe. Los periódicos hablan de la proliferación nuclear en la región y dicen: “Israel también cuenta con estas armas, aunque lo niega”. El encanto de esta idea es que nadie sabe cuántas tiene, ni en qué estado están, pero nadie quiere ser el primero en saberlo.

2. A que no me atacas. Este es un programa pujante y viril cuyos mejores representantes son los iraníes. Dicen que no quieren la bomba, y carecen de infraestructura para construirla –de momento-, pero cada día están más cerca. EE. UU. los odia profundamente, pero tras el desastre de Irak no puede invadirlos. Así que el presidente Ahmadineyad se pasa la vida gritando: “a ver, invádeme ¿no eras muy hombre? ¡Quiero verlo!”. Es como tocarle las narices a un ogro amarrado a un árbol.   
   
3. Por favor, atácame. Esta es la alternativa coreana, y en España se le conoce como “plan pulga cojonera”. Consiste en que, mientras EE. UU. invade un país por tener armas de destrucción masiva, uno le dice “yo también tengo armas de destrucción masiva ¡atácame!”. Luego resulta que el primero no las tenía, y entonces hay que repetir “¡Yo sí tengo armas de destrucción masiva!”. Al final, cuando parece que EE. UU. se olvida de uno, hay que usar las armas, aunque sea bajo tierra. Dos semanas después, están listos para negociar.

Así que ya lo sabe. No es obligatorio tener el arma para hacer rentable la inversión. Sólo necesita una planta nuclear que, a este paso, le saldrá más barata que comprar gasolina. Piénselo bien. Piense en su futuro, y en el futuro de los suyos. En Asia ya todos los hogares tienen bombas ¿Va usted a quedarse atrás?

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3 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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