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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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Brevedad de la vida

Hoy traigo estrella invitada. Mi versión de las primeras líneas de Sobre la brevedad de la vida, de Séneca:

 

I. La mayor parte de los mortales, Paulino, se queja de la ruindad de la naturaleza, porque nacemos para un tiempo escaso, y ese lapso se nos pasa tan rápido y veloz que, quitando a muy pocos, a los demás les abandona la vida durante la propia preparación de la vida. De esa desgracia común no sólo se lamenta la masa y el vulgo ignorante; también su sentimiento ha suscitado las quejas de los hombres ilustres. De ahí aquella exclamación del máximo de los médicos: “la vida es breve y el arte larga”. Y de ahí la querella, indecorosa para un hombre sabio, que entabló Aristóteles contra la naturaleza: “porque es tan concesiva en la edad de los animales, que les asigna hasta cinco o diez generaciones, y al hombre, nacido para tantas y tan grandes cosas, le señala un término mucho más corto.” 

No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga y amplia para  la consecución de la mayor parte de las cosas, si uno la invierte bien y por entero. Pero si se va entre lujo y negligencia, y no se emplea en nada provechoso, cuando nos oprime la necesidad última, sentimos que se va lo que no entendimos que pasaba. O sea, no recibimos una vida breve, sino que la hacemos breve; y no nos falta, sino que la prodigamos. Así como riquezas abundantes y regias, si caen en mal dueño, al momento se disipan, y una fortuna módica, si la lleva un buen gestor, crece al usarla, así nuestro tiempo de vida rinde mucho a quien lo administra bien.

 

II. ¿Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella se ha portado con generosidad. La vida, si sabes usarla, es larga. Pero a uno lo domina la insaciable avaricia, a otro, el afán de ocuparse en quehaceres superfluos; uno se impregna de vino, otro se adormece en la inacción; uno se fatiga con la ambición siempre pendiente de los juicios ajenos, otro, metido de cabeza en la pasión de comerciar, recorre todas las tierras y mares a la redonda con la esperanza del lucro; a algunos los atormenta la pasión de la milicia, siempre pendientes de los peligros ajenos o ansiosos por los suyos; hay a quienes consume, en servidumbre voluntaria, el culto ingrato a los superiores; a muchos les absorbe el sentimiento de la fortuna ajena, o la queja por la propia; a la mayoría, que no persigue nada determinado, la ligereza vaga, inconstante e insatisfecha de sí misma la precipita a nuevos planes; a algunos nada les gusta como meta, pero abrazan el destino del embotado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: “es exigua la parte de vida que vivimos.” En verdad, todo el espacio restante no es vida, sino tiempo.

Les urgen y acosan los vicios por todas partes, y no les dejan levantarse, ni elevar los ojos para el discernimiento de la verdad, sino que los aplastan inmersos y hundidos en la pasión. Nunca pueden volver en sí. Cuando, por ventura, les sobreviene cierta quietud, ellos, como el mar profundo donde perdura el oleaje después del viento, se agitan sin descansar jamás de sus pasiones. ¿Piensas que hablo de esos cuyas desgracias son patentes? Fíjate en aquellos cuya felicidad se acumula: les agobian sus bienes. ¡A cuántos les pesan las riquezas! ¡A cuántos les cuesta sangre su elocuencia y la instigación cotidiana por ostentar su ingenio! ¡Cuántos palidecen en sus incesantes pasiones! ¡A cuántos  no les queda libertad, rodeados por la multitud de su clientela! En fin, recorre todos éstos, del más bajo al más elevado: éste apela, aquél comparece, ése prueba, aquél defiende, el de más allá juzga, y nadie está por sí, cada cual se consume por otro. Pregúntate por esos cuyos nombres se aprenden de memoria, verás que se disitinguen por estas señales: todos son servidores de alguno, ninguno lo es de sí mismo.

 

 

 

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11 de diciembre de 2010
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Olvido y muerte

 

A lo largo de mis investigaciones con pacientes afectados, he comprobado que el olvidado sufre como si le hicieran morir, y siente deseos de matar en defensa propia. Por ejemplo, cuando Zacarías se fue a por chatarra sin avisarle, el Churri repetía furioso: ojalá se muera (pues me ha dejado morir). Y Max Aub, regresado del exilio, no salía de su asombro ante la monstruosidad: “¿Cómo es posible que nadie, nadie, me haya dicho una sola palabra de mis novelas?” Un día que íbamos a merendar después de haber tratado una porción de cuestiones elevadas, Bello Portu se detuvo y me preguntó angustiado: “¿Cómo se explica usted que no me llamen?”

Es un sentimiento de disgregación, o sea de raíz gregaria, que abate al hombre. Pero morirse, no se muere, solo resuella para ver si reflota en el olvido.

 

 

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11 de diciembre de 2010
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Iconos

 

Las estatuas de la antigua civilizacion mesopotámica se leían, eran  crónicas dramáticas que invocaban a los dioses y los hombres. Aquella personalidad inquietante del icono, omnipresente y lleno de irreductible fuerza virtual, intranquilizaba a los sacerdotes judíos que temían, con razón, una usurpación de su papel mediador y guardián de la realidad. Además, los judíos de entonces ya no tenían templo para el culto sacrificial por estar en el exilio, y no disponían más que del Libro como centro de gravedad para el culto. En consecuencia, pusieron su temor en boca de Yahvé, y ese anatema del miedo celoso fue lo que provocó el aniconismo de la Torá, revitalizado luego por la escuela coránica y la disputa iconoclasta bizantina. 

En el ámbito cristiano, no se confeccionaron imágenes hasta el siglo III, siguiendo la prohibición bíblica. Todavía el concilio de Málaga, de principios del siglo IV, prohibía las pinturas en las iglesias. Pero, entretanto, el cristianismo ya había producido muchos santos y, a la vez que eclosionó el culto de sus reliquias, apareció toda una iconografía religiosa con sus inscripciones y propiedades virtuales, enlazando con la clásica fabricación de realidad que, desde tiempo inmemorial, tenía el amuleto. En Edesa, había un Cristo que tenía la muy estimada capacidad de rechazar el ataque de un ejército persa; pero no pudo resistir el ataque de los iconoclastas que lo destruyeron en nombre de otra cristología todavía más pura.

La mano estilizada de Cristo que se ve en los iconos antiguos procede del gesto de adnuntiatio locutionis que puede apreciarse en las estatuas imperiales de Augusto y otros romanos, que a su vez remiten a los modelos clásicos de Polícleto con su especial disposición del peso sobre una sola pierna y la mano alzada en la posición de quien está en posesión de la palabra y anuncia la perorata. El modelo más antiguo de la pose es la estatua de un aedo con la mano derecha en posición declamatoria, y la izquierda sobre un cetro, lo que en los poemas homéricos significaba la posesión de la palabra. Se trata de una pieza de mármol que se cinceló en Creta, en el último cuarto del siglo VII a. C., se descubrió hace algo más de un siglo, está depositada en el museo de Heraclion, y aún no ha sido leída por los especialistas. Porque, a semejanza de las mesopotámicas, es una estatua que se lee.

Ese gesto de adnuntiatio locutionis es el mismo que se apreciaba en las efigies de Lenin, Mao, Sadam y demás amados líderes broncíneos que alegraban el paisaje de sus respectivos paraísos. 

En el ámbito cristiano, al mismo tiempo que la producción artística de iconos con la mano estilizada al modo de Augusto alcanzaba su máximo de difusión, Isidoro de Sevilla inventó (o, si se quiere, impuso la teoría hasta entonces vacilante de) la presencia real —es decir que Cristo estaba realmente, físicamente, y no simbólicamente, en la hostia—. Como consecuencia se instituyó la costumbre de que el sacerdote juntara el pulgar y el índice, que se purificaban tan sumamente por el contacto real con la divinidad que no sabían qué hacer con ellos, y se redactaron reglas concretas sobre qué dedos debían ser preservados, la ablución de la boca, los propios dedos y la limpieza de los vasos sagrados. Había reglas explícitas sobre la obligación de cerrar y proteger la punta de los dedos después de la consagración. Tampoco podían tocar las páginas de los libros, a causa de la impureza que eso generaría, y por eso se las pasaba un ayudante. En todo caso, se traba de un precepto coreográfico relacionado con tocar o haber tocado con esos mismos dátiles a la divinidad.

También se creó por entonces la fiesta de la Anunciación, basada en el pasaje del evangelista Lucas, que era médico y quiso solventar lo de concebir a un dios en una virgen, así que echó mano del ángel Gabriel  para que anunciara el evento con su manita alzada al estilo clásico y diera las sucintas explicaciones necesarias. Inspirado en ese pasaje evangélico, el ángel Gabriel pasó a ser un personaje importante en el Corán.

En el siglo VIII, las representaciones icónicas bizantinas provocaban inquietud y tensión en los colegas judíos y mahometanos, que eran anicónicos por inveterado decreto originado por la desconfianza y el complejo clerical ante toda competencia plástica. Y con tan fausto motivo, se armó el cirio iconoclasta. El emperador bizantino León III declaró idolátrica toda representación figurativa de carácter sagrado, y la superioridad islámica declaró perniciosa toda representación figurativa en general. Se abrió un período de violencia iconófoba que duró un siglo. El papa convocó un sínodo donde se condenó la manía iconoclasta. El emperador bizantino montó un ataque naval contra Italia y hasta el año 843 los iconófilos fueron perseguidos y exterminados en aquella comarca.

Los judíos e islámicos prohibían los iconos, porque su icono por antonomasia era el Libro. Es el mismo recelo inspirador de la iconofobia protestante y de la talibánica. Pero es preciso ver que esa virtualidad del Libro que no soporta competencia icónica no tiene que ver necesariamente con su contenido. Podríamos ficcionar otras circunstancias en que, por ejemplo, la obra histórica de Tito Livio fuese elevada a la categoría de “El Libro”. Habría materia de sobra para hallarle formas de conducta y lecciones de toda índole. ¿Sería todo distinto? ¿Habría otras conductas, otros valores, como suele decirse? Sería todo igual. Habría quizá alguna otra ceremonia, pero no gran cosa; apenas otra moda buena para arrear los rebaños y matarse con mejor razón.

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9 de diciembre de 2010
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Un comisario de policía

 

Me gustan los diarios y memorias de la gente sin pretensiones literarias. Los que manufacturan los del oficio suelen estar casi siempre limpios de interés y chispa; porque con una rutina lamentablemente profesional, no pasan por alto ninguna ocasión de falsear lo humano y devaluar lo literario. Cualquiera que escribe ya nos cuenta su vida, y es mejor que no insista en hacerlo “de verdad”. Ahora mismo, sólo se me ocurren dos autores que salgan con gracia del barro autobiográfico, De Quincey y Hume. 

Se ve que hace tiempo me debí dedicar a comprar diarios y memorias de gente sin relevancia, porque veo en la zona de deslomados y levemente desguazados, unos cuantos volúmenes del género. El material da para comparar el engrudo de las memorias de un personaje significado, como el cardenal de Retz, con la gracia impremeditada y el valor humano que surge a veces en el diario de una criada.

Madame du Hausset, por ejemplo, que era “femme de chambre” de la Pompadour, dejó un diario que rodó de mano en mano hasta su publicación en el típico surtido decimonónico de “Mélanges”. Con una fidelidad de tono mate, y un desconocimiento incontestable del arte literario, los apuntes muestran a ratos la sencillez y la emoción que falta con rara unanimidad en los “chroniqueurs” de su tiempo. Está redactado en 1770-80, quizá por emulación de Madame de Caylus, que publicó entonces sus memorias exitosas. Otra obra del mismo género es el diario del comisario Narbonne, recopilado y editado en 1866, sus entradas van de 1701 a 1746 y trazan una visión curiosa de la peculiar población que se creó en torno al castillo que Luis XIV hizo edificar en Versailles. La ciudad quedó abandonada cuando el Regente se llevó a Luis XV a Vincennes, y los apartamentos vacíos atrajeron a una tropa de malhechores y mendigos. Entonces fue cuando el gobernador nombró comisario de policía a Narbonne, hasta ese momento ujier y escribiente anodino que llevaba un diario personal desde 1701. El texto contiene toda suerte de notas, cabos de conversación, biografías, rumores y reflexiones propias y ajenas. 

Narbonne no tiene a los jueces en gran consideración: “En otro tiempo eran espadas desnudas que se hacían temer por los malvados; ahora se han convertido en vainas vacías que no buscan más que llenarse con el dinero de las partes. Los gastos de justicia son enormes y además no se puede hacer terminar un proceso sino a fuerza de dinero.” Tampoco le gustan los grandes señores, ni los cortesanos que habitan el castillo versallesco. Tiene un pique personal con la nobleza y se venga burlándose de su conducta. Ni siquiera el rey Luis XIV está a salvo de sus críticas: “Ese mismo día [de su muerte] se anunció una disminución del valor del luis de oro que se vio reducido a catorce libras (en vez de veinte). Él quiso que se dijera que con su muerte se perdía. Pero muchas personas se alegraron de la muerte de ese príncipe y por todos lados se oía música de violines.”

Después de los grandes señores, son los médicos y curas quienes atraen los sarcasmos de Narbonne. Su descripción de la muerte del emperador  Carlos IV de Alemania documenta uno de tantos casos en que una indigestión fue tratada con el sistema terapéutico Diafoirus, consistente en sangrar y purgar, y luego purgar y sangrar, hasta la extinción total del paciente. 

El médico de los hijos del rey, un gascón llamado Bouilhac, obtuvo su puesto gracias a un poderoso de quien “visitaba el orinal todas las mañanas”. Según Narbonne, era un aventurero ignorante que, cuando la tercera hija de Luis XV enfermó, la trató a base de sangrías, heméticos y cochinillas rojas (que se administraban como astringente), para rematarla con ventosas. La niña tenía cinco años.

Su idea de los curas y derivados queda ilustrada en esta frase: “Llamaban a su padre el evangelista, porque jamás decía la verdad.”

A Narbonne se deben los primeros censos fiables de la población versallesca. Cuando Luis XV volvió en 1722, el comisarió calculó que había cuatro mil príncipes, señores y privilegiados, que vivían en el recinto del castillo. Parece increíble que semejante turbamulta pudiera alojarse allá, pero las cifras estadísticas de población por barrios que ofrece Narbonne se han contrastado como exactas, de modo que también las relativas a la zona noble debían serlo con toda probabilidad. También sabemos por su diario que Luis XV pasaba más de la mitad de sus noches fuera de Versailles.

Cuando nacía un vástago regio, Narbonne estaba encargado de advertir a los buenos burgueses de la ciudad y de invitarlos a celebrar el evento y empavesar sus mansiones. El día que nació el primer varón, 4 de septiembre de 1729 a las tres horas y cuarenta minutos de la noche, la alegría fue inmensa: “una vez que la reina fue refajada y repuesta en su cama, se le anunció el sexo del niño. El rey la besó, le dio las gracias por el precioso regalo que acababa de hacerle, y se fue a dormir.” Narbonne, por su parte firmó una orden que se proclamó y tamborreó por toda la ciudad. Todas las personas de cualquier calidad y condición debían hacer fuego ante las puertas de sus casas e iluminar sus ventanas a la ocho de la noche. Tales fiestas y luminarias debían continuar durante tres días. Los obreros le cogieron gusto al jolgorio y se tomaron una semana, y luego otra. Llegaban en bandadas a las ventanas del rey y berreaban ¡Viva el rey y el señor Delfín! Luis XV se dejaba ver y hacía repartir algunos luises y ducados. Por fin, el primer ministro se cansó y alarmó, de modo que Narbonne tuvo que dar otro bando ordenando el fin de los festejos y el reinicio del trabajo, y el que más trabajó fue el señor comisario haciendo cumplir el nuevo bando.

También se encargó del misterioso caso de los desagües que los astutos burgueses hacían comunicar clandestinamente con los de palacio, de modo que pronto hubo un atasco general y la creación espontánea del estanque de Clagny que exhalaba un pestazo insoportable para la propia población que lo sustentaba con lo más escogido de sus detritus.

El invierno de 1739 fue muy duro. Heló durante 62 días y las calles estaban intransitables por el hielo. Como los pobres se morían a montones, el rey y el primer ministro Fleury decidieron emplearlos como rompehielos urbanos para que tuvieran algún recurso. Narbonne estaba encargado de dirigir la operación y compró el utillaje necesario. Así trabajaron más de quinientos pobres a 0,75 francos al día. Pero ocurrió que el ministro olvidó financiar el gasto. Con una imprudencia que le honra, Narbonne adelantó los primeros fondos. Al quinto día, el ministro de Finanzas rechazó los pagos porque no estaban en el presupuesto. Narbonne tuvo luego todas las dificultades del mundo para recuperar su anticipo. Siempre ha habido buenos funcionarios.


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6 de diciembre de 2010
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Rocían más alto los surtidores

 

 

En el Almanaque de Versailles de 1773 hay una descripción entusiasta de las fuentes del parque: “Los jardines son particularmente famosos por la belleza de sus fuentes. Es un espectáculo que sorprende siempre. La cantidad de surtidores que funcionan a la vez hacen efectos comparables a los fuegos artificiales.” Más de un par de siglos después, los domingos veraniegos se sigue reuniendo una multitud que admira los juegos irisados de las “Grandes Eaux”. 

Un particular documento del gusto de la época por las aguas y fuentes artísticas es la correspondencia de Charles de Brosses informando a sus amigos de Francia sobre las fuentes italianas hacia 1740. En una carta a su amigo Neuilly, le habla así de su visita a las casas de campo de los alrededores de Roma:

"Me ocupé más de pasearme y divertirme con los surtidores de agua que de anotar en mis cuadernos. Además, las pocas notas que escribí han quedado miserablemente mojadas y borradas, con las travesuras de escolares que nos dio por hacer en las fuentes secretas. […] Las casas de campo de Tívoli y Frascati estaban sin duda mejor mantenidas antes, y también mejor amuebladas que hoy. Exceptúo dos o tres de las que vale la pena hablaros más. Pero la mayor parte están muy descuidadas, así como sus jardines, que no están mantenidos con pulcritud; cosa muy corriente en Italia. Sin embargo, […] abundan las aguas, claras, limpias, magníficas en algunos lugares, y encantadoras en casi todos. […] La villa Belvedere-Aldobrandini, de los Pamphili, la villa Mondragone, de los Borghese, y la villa Ludovisia, son los tres más bellos jardines de Frascati. Hay otras cinco o seis bastante bonitas, si estuvieran bien mantenidas, pero son muy inferiores a esas tres, cuyas casas son bellas, los jardines vastos, al aire libre, y bien plantados, y las aguas, sobre todo, maravillosas.

La Belvedere y la Ludovisia son dos montañas aterrazadas, cubiertas de plantas, grutas, y soberbias cascadas. El gran surtidor de la Belvedere, más o menos igual al de Saint-Cloud, por lo que me ha parecido, es una de las más bellas cosas de ese género que se pueden ver en el mundo. Se lanza con un ruido tremendo de agua y aire entremezclados mediante tubos practicados para ello que hacen una pedorrera continua. Hay cantidad de otros surtidores menores, la mayor parte muy bonitos. La colina de la villa Belvedere está cortada en tres alturas, adornadas de grutas y de fachadas con arquitectura rústica, guarnecidas de cascadas y agua en surtidores. La gran cascada está coronada por columnas con acanalado en espiral por donde circula el agua. La casa de la villa Ludovisia, sobrevolada por una plataforma con un vasto estanque en forma de gavilla es todavía más bella, al menos según me acuerdo; pero ni la casa ni el jardín valen como los de Aldobrandini. Las largas fachadas, las grutas porticadas, los nichos, surtidores y estatuas son muy bellos en las dos casas. En este última, al pie de la colina, hay un bellísimo edificio de arquitectura de Giacomo della Porta. Las avenidas de abajo están guarnecidas de naranjos, con empalizadas de laureles, las terrazas en graderío, y las balaustradas cargadas de vasos llenos de mirtos y granados. La fachada tiene dos alas en ángulo y en forma de gruta. En una, hay un centauro tocando un cuerno de macho cabrío, en la otra, un fauno tocando la flauta, por medio de ciertos conductos que suministran el aire a esos instrumentos, pero es una música deplorable. Esos dos señores tendrían necesidad de volver por cierto tiempo a la escuela, así como las nueve Musas que se ven con su maestro Apolo en una sala vecina ejecutando sobre un monte Parnaso un ruin concierto por el mismo artificio. Esa invención me pareció pueril y sin encanto. Nada más frío que ver nueve criaturas de piedra pintarrajeada de colores hacer una triste música sin ton ni son. Prefiero ver su caballo Pegaso que, cerca de allí, hace brotar de una coz la fuente Hipocrena; siempre que esas princesas y los pájaros que las acompañan no se tomen el trabajo de romper la cabeza a los asistentes, ese salón debe ser muy agradable en verano; unos conductos practicados bajo el suelo aportan el aire que entre con la suficiente fuerza como para mantener en el aire una bola de una madera liviana. 

Esa vez no necesitamos refresco, al ducharnos suficientemente de la cabeza a los pies. La ceremonia comenzó en Mondragone alrededor de un estanque polipríapo, es decir, cuyo borde está provisto todo en derredor de surtidores de agua en tubos de cuero más gruesos que la pierna, armados en la punta de boquillas de bronce. Estaban decaídos negligentemente en un estado de reposo, pero cuando se abrió el grifo y el aire empujado por el agua comenzó a inflar sus cuerpos cavernosos, esos buenos señores empezaron poco a poco a levantarse de una manera bastante curiosa y hacer pis incesantemente con agua fresca. Migieu, que vos no podríais creer como el más travieso del grupo, se armó de uno de esos cipotes que dirigió contra la cara del bueno de Lacurne; éste no tardó en hacer el resto, la broma se hizo enseguida general, y no terminó más que después de calarnos hasta los huesos durante una media hora. La estación de invierno no nos pareció felizmente escogida para ese pequeño juego; pero en verdad ese día hacía tan bueno y tan suave que uno no podía resistirse a la tentación de tomar un baño. Fuimos a cambiarnos de ropa interior y trajes a nuestro albergue, y he aquí lo que ganamos: estábamos sentados en un atrio de Belvedere para oír tocar al centauro su cuerno, sin darnos cuenta de un centenar de pequeños traidores de tubos distribuidos entre las juntas de las piedras que funcionaron de repente y se pusieron a chorrear en arcadas sobre nosotros. De ahí, como no teníamos nada que perder ya que habíamos vaciado el fondo de nuestra maleta tras la escena de Mondragone, nos sumergimos con intrepidez en los lugares más acuáticos del palacio, donde pasamos el resto de la velada haciendo parecidas bromas. Hay sobre todo una excelente pequeña escalera donde, una vez que uno se ha subido, los surtidores de agua parten y se cruzan en todos los sentidos, de arriba, de abajo, y de los costados. Uno queda atrapado ahí sin poder remediarlo. Encima de esa escalera nos vengamos de Legouz que nos había ocasionado la mojadura del atrio. Quiso abrir un grifo para lanzarnos agua; ese grifo está hecho expresamente para engañar a los tramposos y lanzó a Legouz, con una fuerza espantosa, un torrente grueso como el brazo contra el vientre. Legouz huyó como el diablo con sus calzas llenas de agua que le salía por los zapatos. Nos caíamos de risa; fue el final de la escena. […] Llegué muy a propósito a Tívoli, cuando trabajaban en deshacer los surtidores del jardín de Este, para limpiar los conductos. No queriendo haber hecho un viaje inútil ni volver otra vez, distribuí cuatro cequíes entre cantidad de obreros que, en dos o tres horas, repusieron todas las cosas en su estado. Durante el intervalo, fui a pasear sobre el puente y a ver la cascada del Teverone, en otro tiempo Anio, cuya agua rápida se precipita de una altura mediocre sobre un montón de rocas puntiagudas donde se pulveriza y rebrota en un millón de perlas brillantes. Una parte del río va de ahí a quebrarse de nuevo en un fondo rocoso, y la otra se abisma en las grietas de las piedras bajo las casas de donde se le ve resurgir, salir de la ciudad y recaer en la llanura en varias cascadas. Aunque la caída de agua no sea elevada, la disposición de las rocas y la facilidad para contemplar la cascada desde todos los lados, hacen el efecto más agradable y recreativo que ninguna otra que yo haya jamás visto.[…] Volvamos al jardín de Este. No hay otros que ver aquí, pero si éste no estuviera tan mal mantenido, sobrepasaría a todos los de Frascati en grandeza, magnificencia y abundancia de aguas. La situación no podía ser más feliz para entusiasmarse; los jardines están al pie de una montaña y el río que fluye de ella. De modo que no hubo otro trabajo que hacer una sangría en el lecho del Teverone para obtener agua por tubos de arriba abajo. Este lugar pertenece al duque de Módena, que lo descuida por completo; los jardines, los pórticos de plantas, los bosquetes, los parterres en pendientes y terrazas, están todos sin cultivo y desangelados. La casa no estaría mal, de no estar en ruina y sin ningún mueble, de manera que aquí no quedan por ver más que las fuentes. Y las hay en tan gran número que no apostaría por menos de mil. Me las han dado por mis cuatro cequíes y no debe hacerme duelo el dinero. Solo sería de desear que de esas mil fuentes suprimieran más de novecientas que no son más que hilillos de agua, auténticas chucherías, jueguecitos de niños, y reunirlas a las grandes piezas que son de una admirable belleza. Entre ellas está el gran canal sobre una terraza bordeada por dos líneas de surtidores dispuestos en fila, como veis en otras partes los árboles plantados a lo largo de los canales. Al cabo de esa terraza, hacia el lado de la ciudad, está la hermosa fuente del Pegaso y el pórtico adornado con colosos por donde entran las aguas en el jardín que forma una lámina de agua de una altura y anchura sorprendentes. Esa pieza de agua, la más bella del jardín, es también, sin réplica, una de las más bellas que sea posible encontrar en parte alguna. […] Debajo de ese teatro hay otro bosquete de instrumentos de viento, pájaros que mueven las alas y cantan desde una enramada enronquecidos por medio de tubos de aire y agua, y otros cuadros movientes. Es más o menos como los cuentos de hadas que sabéis que se cuentan a los niños de la manzana que canta, el agua que baila y el pajarito que lo dice todo. No hay que reteneros aquí más tiempo. Prefiero llevaros a ver algunas otras buenas piezas como la Girándula, la Gavilla, el Estanque de los Dragones, la Fuente de Baco, la del Tritón, la de Aretusa, la Gruta de Venus, la de la Siblia, etc. Ved también algunas estatuas, un Baco, Melicertes, los ríos Anio y Albula, la Sibila, etc.

Me preguntáis, amigo mío, si todas las aguas tan alabadas de los jardines de Italia son mejores que las de Versailles. No; seguramente estáis viendo que aquí hay cantidad de fuentes que no son más que pequeñas minucias. En Versailles todo es a lo grande, todo lleva el carácter ese magnificencia que era la particular de Luis XIV."

Leyendo a Brosses, uno se pregunta si esa afición a la jardinería fontanera llegó a Italia desde Francia, o si fue al revés. Y una somera indagación sobre la historia de las fuentes versallescas revela que la última posibilidad es la cierta.

En 1600, Tomaso Francini, ingenierio florentino, obtuvo de Enrique IV el pertinente permiso para afrancesar su nombre como Francine. En la documentación aparece como ingeniero e intendente de las fuentes de su majestad. Su primera muestra de talento se pudo ver en en el castillo de Saint-Germain donde hizo excavar curiosas grutas en las terrazas de los jardines que bajaban hasta el Sena. Eran grutas habitadas por personajes que rociaban a los paseantes. Estaba la gruta de la Doncella que tocaba el órgano, la del Dragón, y la de Neptuno, favorita del público porque el dios lanzaba el agua con tales borbotones que calaba hasta los huesos a quienes se quedaban mirándole. Había estatuas que inundaban a los visitanes cuando menos lo esperaban. Se ve que a Enrique IV, el famoso Vert-Galant, le gustaban las bromas un tanto toscas. También en Fontainebleau construyó Francine grutas y fuentes que ya no existen, y una curiosa fuente infantil para el Delfín, que luego fue Luis XIII, y recordaba siempre su época de niñez jugando con los grifos.

Dos hijos del Francine florentino, François y Pierre, recibieron el encargo de Luis XIV de ayudar al ingeniero Le Nôtre en la creación del parque de Versailles, en particular lo relativo a las “diversiones acuáticas”. Los Francine demostraron su maestría y dotaron al parque de uno de sus atractivos más característicos. Cosa que no era fácil, por algo describía Saint-Simon el lugar como “el más ingrato del mundo, sin vistas, sin bosques, sin aguas”. Aunque agua sí que había, en forma de  pantanos y aguazales intransitables, lo que los aficionados llaman humedal, que ofreció la oportunidad de que el talento de los Francine la domesticara con un sistema de bombas y el viejo truco de los molinillos elevadores. De modo que separaron las aguas, como cuando Yahvé hizo el mundo, y las reunieron en altos depósitos cargados de la fuerza que dan la gravedad y las buenas maneras.

La primera gruta que hicieron fue la de Tetis, que ya no existe, y que La Fontaine describió en versos entusiastas. Debía ser la favorita de Luis XIV y el lugar donde le gustaba hacer los honores a las damas de la corte. Félibien la describió como una porción de nichos al fondo de los cuales un río, bajo la apariencia de un viejo dios desnudo, se apoya en una urna de donde brota un torrente presidido por la estatua de Apolo, obra de Girardon, rodeada de ninfas de Tetis que le lavan las piernas y perfuman los cabellos. Millares de  pequeños surtidores brotan de orificios invisibles y recaen formando una lámina, mientrás los órganos hidráulicos imitan el canto de los pájaros, de modo que, según Félibien, los oídos de los visitantes no quedan menos encantados que los ojos. En la gran fiesta de 1688 se ofreció en esa gruta la colación a los embajadores del mundo entero.

Los hermanos Francine crearon la Montaña de agua, el Teatro de agua, los estanques de las Sirenas, el Laberinto de agua y sus animales fabulosos. De todas aquellas creaciones quedan al menos los versos que hicieron los esforzados poetas gubernamentales. Era notable que el agua era continuamente reciclada. En 1687, un año antes de la muerte de François Francine, ya se habían creado mil cuatrocientos conjuntos de surtidores. Hoy se conservan bastante menos de la mitad.

El hijo pequeño de Pierre Francine pasó del agua a la música, un tránsito muy natural, y fue director de la Ópera. Se hizo aún más famoso que sus antepasados cuando se casó en 1684 con la hija de Lully. En el contrato matrimonial firmaron el rey, el Delfín y varios ministros. Cinco años más tarde, Jean-Nicolas Francine era director de la Real Academia de Música, como sucesor de Lully, cuando todo el mundo esperaba que el puesto fuera para La Lande, sin duda mejor cualificado. La Academia entró en quiebra por la mala gestión. Aunque, en compensación, la poesía francesa alcanzó a una de sus cumbres: Jean-Baptiste Rousseau —el poeta, no confundir con el bondadoso— a quien Francine había rechazado una pieza, se vengó de la afrenta rimando portentosamente la Francinade, poema burlesco de unos pocos cientos de versos donde pateaba, denigraba e incluso hablaba mal del señor director de la Ópera.

Se hace preciso concluir que Jean-Nicolas Francine debía tener gusto literario. Porque cuando La Serre, autor de Pyrame et Thisbé, le pidió que sustituyera a la cantante que interpretaba a Thisbé porque no se le entendían las palabras, le replicó: “Ni se os ocurra pensarlo, sería el peor favor que podría haceros.”

Su primo Pierre-François Francine conservó el oficio de ingeniero hidráulico de sus antepasados y dirigió hasta bien entrado el siglo XVIII la artística fontanería versallesca. Sus hijos y nietos, heredaron el cargo, pero fueron tan negligentes que finalmente hubo que echarlos. Pero su destino vulgar no debe hacer olvidar el talento de sus antepasados, aquellos magos de las aguas que dieron a Versailles su impronta de originalidad y encanto.


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2 de diciembre de 2010
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Libertadores

Rousseau recomendaba la esclavitud. Ese descubrimiento de Bouvard y Pécuchet es uno de los momentos más graciosos de la novela de Flaubert. Viene a cuento recordar que Flaubert, igual de Baudelaire, sufrió un proceso bajo la acusación de “realismo”, que en la época era sinónimo de “pornografía”. Y el descubrimiento sobre Rousseau lo hacía el propio Flaubert en la revisión de las ideas modernas que se propuso en su novela más ambiciosa. Rousseau, padre de la revolución ilustrada y mentor de los arreglamundos bondadosos que decapitan con todas las de ley, resultaba ser el totalitario con la mayor claque de la historia. ¿Cómo era posible?

Otro ejemplo de totalitario platónico es Huarte. En su dedicatoria del Examen de ingenios a Felipe II se muestra como un arbitrista feroz: para que las obras de los “artífices” tengan la perfección que conviene al uso de la república, propone a la Católica Real Majestad el establecimiento de una ley, de modo que cada cual ejercite sólo aquella arte para el que la propia república lo hubiera designado y tuviese prohibidas las demás, porque, según dijo Platón, ninguno puede saber dos artes. Y, para eso, habría en la república hombres de gran prudencia y saber, que en la tierna edad descubrirían a cada uno su ingenio, y le harían estudiar por fuerza la ciencia que le convenía, y no dejarían ese punto a su elección. De lo cual resultarían los mayores “artífices” del mundo, y las obras de mayor perfección, solo por juntar el arte con la naturaleza. 

La propuesta de la dedicatoria, que insiste en la palabra “república” y en las citas de Platón, daría para ficcionar un régimen universal compuesto por convictos condenados cada uno al arte que le asignara la superioridad de por vida y sin remisión, así se obtendría un mundo mucho más feliz y realista que el recatado artefacto de Huxley. 

Hago memoria de estos totalitarios platónicos, después de leer la poesía de Sponde. Este propagandista “du vrai bonheur”, también archiplatónico para variar, escribió un comentario sobre la traducción latina de Homero, y tradujo a Hesíodo al latín. Lo más llamativo como poeta es su predilección absoluta por la abstracción, en sus poemas sobre el amor y la muerte no hay personas ni objetos, no hay amada ausente, sino ausencia platónica, no se muere nadie, sólo se tamborilea una defunción abstracta en largos jipíos soneteados. El teólogo Bèze le hizo una reseña laudatoria y Sponde entró en la jovial jerarquía calvinista. Cuando Enrique el Bearnés —el del famoso peritaje “Paris vaut bien una messe”— decidió dejar el calvinismo y convertirse al catolicismo, Sponde le dedicó un memorial de tropecientas páginas para que no lo hiciera, y luego, en vista del éxito, fue el propio Sponde quien se pasó al catolicismo, el partido de los que asesinaron a su padre por calvinista, y para explicarlo redactó otro informe más copioso aún, que quedó inconcluso pese a sus más de ochocientas páginas. Según d’Aubigné —otro alegre poeta calvinista que tenía a Sponde por el mayor traidor jamás habido—, Florimond de Raemond, el historiador partidario de prohibir el canto a las mujeres, envenenó a Sponde y, como compensación, escribió un bello relato sobre sus últimos momentos. Admirables libertadores platónicos.


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29 de noviembre de 2010
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Historia de una biblioteca

 

Había una vez un pretendiente al trono de Inglaterra que se llamaba Jacobo III y vivía refugiado en Roma. Cuando Bartolomeo Gateschi entró a su servicio, Jacobo III ya tenía 70 años y era conocido como el pretendiente viejo, para distinguirlo de su hijo mayor, el pretendiente joven. Ellos, por su parte, se hacían llamar el rey de Inglaterra y el principe de Gales. Vivían en un palacio de la plaza de Santi Apostoli, y su causa estaba apoyada por Luis XIV, que les señaló una renta de doscientas mil libras sobre el ayuntamiento de París.

Por su parte, Gateschi tenía 20 años, grandes rizos negros, y planta de figurín. Era maestro voltegiatore y su cometido era enseñar gimnasia, salto a la comba, y equitación a los jóvenes príncipes que nunca faltan en cualquier casa regia que se precie. Como la pretensión de los Jacobos estaba sostenida por Francia, el palacio era visitado por todos los nobles franceses de paso en Roma, y Gateschi aprendió francés, inglés, y rudimentos de español. 

Adquirió entonces sus primeros libros, que fueron las cartas de Enrique VIII, y cuatro óperas de Metastasio, encuadernadas en tela verde. El texto cantabile estaba glosado en francés e inglés, y contenía un recibo por mil libras que Maria Gaetana Sacripanti, viuda, de profesión cocinera, prestó a Gateschi, para devolver en plazos trimestrales de 40 libras. Gateschi estaba entonces tan persuadido de sus atractivos que redactó un testamento, depositado entre las páginas de las Cartas de Enrique VIII a Ana Bolena, edicion de 1742, donde exponía que, tras haber dado cantidad de exhibiciones, a pie y a caballo, a sus compatriotas y visitantes extranjeros durante su vida, quería darles aún más después de su muerte, y ordenaba en su testamento que se hiciera una anatomía de su cuerpo y que el esqueleto fuera expuesto en la galería de la Biblioteca Ambrosiana, para ser un estudio de osteología. Gateschi no estuvo jamás en la Ambrosiana, pero había oído hablar muy bien de ella, y se prendó de oídas de aquel santuario de la sabiduría.

Cuando murió Jacobo III y los pretendientes jóvenes se hicieron viejos, Gateschi emigró a Versailles con una carta de recomendación de mylord Dunbar. A él le hubiera gustado ser  maestro de volatines, salto a la comba, y equitación —lo que en vernáculo llamaban maître à voltiger—, en el famoso palacio de Luis XV, pero el puesto estaba ocupado. Comenzó a trabajar como traductor. Versailles era la sede del ministerio de asuntos exteriores y  Gateschi se acomodó en los despachos ministeriales, se aficionó a los helados y la pastelería, y completaba sus honorarios traduciendo informes y peticiones para la multitud de señores extranjeros que acudían a gestionar algún asunto ante la corte francesa. Además, estaba de moda que los nobles hicieran aprender lenguas extranjeras a sus hijos, a semejanza del rey de Francia. Porque, aunque el francés se hablaba en toda Europa, los reyes franceses estaban obligados a aprender varias lenguas extranjeras, y disponían de profesores para su instrucción. Así fue como Luis XIV aprendió el español y el italiano, y Luis XV leía en varios idiomas, y Luis XVI no sólo era capaz de hablar en italiano, sino que traducía del inglés e incluso del alemán, cosa rara en una época donde todos los príncipes y señorones germánicos hablaban de corrido el francés.

Gateschi tomó algunos alumnos de alta cuna porque, siguiendo el ejemplo del rey, los nobles de la región querían enseñar lenguas extranjeras a sus vástagos. Él, por su parte, descubrió que, después de todo, odiaba saltar a la comba y la equitación le sentaba mal. Adquirió las óperas de Quinault traducidas al inglés, y su biblioteca llegó a medir una vara y media de largo.

El conde de Cardi le encargó la traducción certificada de varios documentos redactados en italiano y que respaldaban sus pretensiones genealógicas. La traducción fue tan exitosa que otros personajes siguieron su ejemplo, y Gateschi se mudó de su apartamento con cocina, alcoba y leñera, 35 libras mensuales, a un hotelito de la rue de l’Orangerie, con cuatro habitaciones, y dos alcobas, por 450 libras anuales, y derecho a una buhardilla en el cuarto piso, donde se alojaba su criada, Magdaleine Lagant, viuda de Armand-Augustin Lagant.

Al tiempo que se mudaba, Gateschi adquirió la Enciclopedia metódica de Panckoucke, bello y amplio objeto que le costó 672 libras, y al que confió la custodia del recibo de tres mil libras que le prestó la viuda Lagant, para devolver en forma de renta vitalicia de 40 libras mensuales. En la colección de los poetas líricos en inglés, ciento nueve tomos, guardaba los recibos de lencería y comestibles. En el de octubre de 1782 hay una anotación de “medias de seda superfinas” por valor de 9 libras, con la indicación de que no se regalan, sino que se descuentan del pago a la viuda Lagant.

En 1788 se convirtió en profesor de lenguas de los hijos de Luis XVI, que eran tres, a los que solían añadirse la reina María Antonieta y su cuñada. Gateschi miraba ahora por encima del hombre a Ciolli, viejo colega de su epoca en Roma, que regentaba el puesto de maestro de volatines, salto a la comba y equitación en el palacio de Versailles.

Su biblioteca ocupaba una habitación entera. Tenía una edición lujosa del Paraíso perdido de Milton, con las facturas del sastre, y la Odisea en traducción de Chapman, con las notas de su perfumero, bellos textos que hablaban de pomadas de bergamota y esencia de jabón de Nápoles. También las facturas y cartas insolentes de los libreros tenían su propia residencia en la Vida de Cicerón por Middleton, en tres volúmenes, mientras las obras de Shentones, igualmente en tres volúmenes, cobijaban las facturas de pociones digestivas, polvos atemperantes y bolas purgantes que le preparaba el boticario Veré. Las notas del pastelero, en cambio, se alojaban en las cartas de Sterne.

Un año después de su toma de posesión como maestro de lenguas extranjeras, lo parisinos decidieron llevarse de Versailles al rey y su familia. Ante el brusco descenso de los ingresos, Gateschi dejó el apartamento en la rue de l’Orangerie y se mudó a uno más pequeño. Las facturas del carpintero que hizo los nuevos estantes para la bella biblioteca se acomodaron en el Sentimental journey de Clever. A semejanza de los grandes señores, Gateschi empezó a dejar de pagar a sus proveedores, que comenzaron a mostrarse un tanto faltones. En una primera maniobra, alquiló un apartamento minúsculo en París, rue du Bac, donde esperaba dar clases. Sus rizos negros se habían ido adonde las nieves de antaño, pero en compensación había doblado su peso de cuando era maestro voltegiatore y usaba unas lentes turbias porque había perdido la vista. Con todo, seguía persuadido de que la posteridad veneraría sus huesos expuestos en la Biblioteca Ambrosiana. Lo malo era que su viejo título de profesor de lenguas de  la casa del rey se había vuelto comprometedor y la nobleza había emigrado. No por eso dejó de encargar vino de Borgoña y hacer anotar copiosos encargos al pastelero.

Lo más cruel fue la decisión de deshacerse de su biblioteca, pero aún peor resultó no encontrar ningún comprador. Seis cartas de rechazo entraron en el Paraíso de Milton. Dejó impagado el apartamento de la rue du Bac y se mudó a la buhardilla que ocupó la difunta viuda Lagant. Puso en el correo nuevas proposiciones de venta de su bilioteca, y murió solo, al anochecer del 3 de noviembre de 1793. Al día siguiente, sus vecinos, un aguador y un carbonero, declararon en el registro el fallecimiento de Bartolomeo Gateschi, soltero, de cincuenta y cinco años, natural de Toscana, que les debía trescientas libras. También el pastelero y el boticario hicieron saber a la autoridad su calidad de acreedores. Los papeles y muebles del difunto fueron embargados y vendidos, igual que la biblioteca, que arrojó sus buenas quinientas libras de peso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de noviembre de 2010
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La degeneración de los tiempos

 

Goethe tenía la superstición de los momentos históricos. La contrajo yendo de excursión con las tropas tudescas que iban a restablecer el orden monárquico en Francia. La noche del 19 de septiembre de 1792, entre Châlons y Verdun, junto al arroyo de la Tourbe, silbaba un viento asolador y ni la luna ni las estrellas lucían en el cielo. En tan señaladas condiciones, era nuestro héroe el centro de la soldadesca reunión en torno a la hoguera y discurseaba con gran satisfacción de todos sobre el apasionante tema “Venecia y yo”. Fue entonces cuando el marqués de Bombelles, antiguo embajador en Venecia, le estropeó la función al recordar cómo, dos años antes, mientras Goethe andaba hecho un casquivano y se dedicaba a la parranda veneciana, él había previsto el momento histórico que se avecinaba y había meditado hondamente sobre el gran cambio y otras elevadas quisicosas. 

En el instante de recogido silencio que siguió, se hizo patente que el ingrato público otorgaba su favor mudable y tornadizo al marqués clarividente y meditador. Goethe quedó escachado. ¿Qué género era ese del momento histórico? ¿Acaso no los dominaba él todos? 

La noche siguiente, el gran hombre callaba. Completamente solo y entregado a sí mismo, en su pecho ardían nobles ansias de emulación. En la tertulia, como después él mismo anotó “a todos les faltaba reflexión y juicio.” Por fin, alguien interpeló al genio, y fue entonces cuando proclamó: “Aquí y en el día de hoy, comienza una nueva época de la Historia Universal y siempre podréis decir que estuvísteis presentes.” Algunos miraron en derredor por ver si vislumbraban la nueva época, otros no chistaron, y todos comprendieron a quién debían el privilegio de que un momento histórico honrase sus vidas, hasta entonces corrientes. 

Descubierto el primero, todo fue más fácil y, en los años posteriores, fue Goethe testigo de multitud de momentos históricos que  él mismo indicaba didácticamente a la concurrencia. Llegó a ser tan gran fabricante de momentos históricos que los regalaba a la gente vulgar, como hizo con Hölderlin, cuando le llamó “Hölterlein” y le aconsejó que escribiera breves poemas sobre asuntos que tuvieran algún interés para la gente, el 22 de julio de 1797, fecha de fausta memoria en la literatura universal porque Hölderlin empezó a escribir largos poemas sobre asuntos que no interesaban a Goethe.

Una variante de la superstición del momento histórico es la de las cosas interesantes. Consiste en creer en la existencia de entradas de barrera que permiten asistir a las actuaciones de los fabricantes de momentos históricos. Los creyentes enterados se ponen de los nervios solo de pensar en la de cosas interesantes que pueden suceder en su ausencia. Cuando los creyentes son más bien decrépitos y crepusculares, recuentan esas cosas interesantes como quien rebusca calderilla en la entrepierna. Y ante el generoso desembolso de roña y cardenillo, uno se hace cargo de la degeneración de los tiempos. Antes, si se organizaba un momento histórico, digamos el nacimiento de una generación literaria, se quedaba en tal sitio, se hacía la foto y ya estaba. Ahora hay tal bajón en la calidad, que ni a los más avisados les cabe en la barra de favoritos la multitud de momentos históricos llenos de abajo flamantes que tiene cualquier día de labor. Porque, en la hez de la degeneración, los momentos históricos pululan, y los fabrican los periodistas, y los concejales de cultura y festejos. ¡Oh Goethe! ¡Oh marqués de Bombelles!

La persecución de las cosas interesantes recuerda a la persecución del orden, según la descripción de Mirabeau: “Perseguimos el orden, y espero que lo atrapemos”. Mirabeau fue un tremendo revolucionario y lo enterraron en el Panteón, como héroe nacional, hasta que aparecieron los papeles de Luis XVI gracias al cerrajero artista, y se vio que cobraba de Capeto, entonces lo retiraron del Panteón, y ahí le dieron todas.


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22 de noviembre de 2010
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Historia de Zizim

 

 

A finales del invierno de 1489, una multitud aguardaba en Roma, para ver la llegada del mayor poeta del siglo. El príncipe Zizim, poeta sutilísimo y heredero del trono de Constantinopla, había desembarcado en Civitavecchia y, el 13 de marzo, bajo un riente sol primaveral, hizo su entrada solemne en Roma. Iba montado en un soberbio corcel blanco, regalo de Inocencio VIII, y vestía con fasto verdaderamente turco. A su lado, marchaba Franceschetto, el hijo del papa, como anfitrión de aquella prodigiosa adquisición. 

Una multitud inmensa llenaba las calles. Todos querían ver al famoso Zizim, el Gran Turco, como también lo llamaban. Era el hijo preferido del terrible Mahomet II, el conquistador de Bizancio y azote de la Cristiandad, muerto, alabado sea Dios, ocho años antes, y de la sultana Sulkar, princesa cristiana serbia, prima del rey de Hungría, adquirida en un pillaje e incorporada al serrallo del sultán otomano.

Zizim, el príncipe y singularísimo poeta, llevaba el rostro velado por una seda blanca recamada en pedrerías. Cuando la comitiva pasó bajo el Capitolio, ante el palacio de la embajada del sultán de Egipto, el embajador, derramando tiernas lágrimas, lo saludó en nombre del Todopoderoso, Bendito sea su Nombre, y besó sus altos estribos repujados en oro.

En el Vaticano, Zizim fue recibido por el papa y todo el colegio cardenalicio.  Cuando lo presentaron a Inocencio VIII, se quitó el velo, pero se negó a besar su mano pontificia, tampoco le pareció bien el pie, y sólo se dignó concederle un ósculo silencioso en el hombro.

La recepción le pareció escasa de pompa, y el papa, demasiado llano. En el palacio de Estambul, había visto a los escasos humanos admitidos a presencia de su padre, que sólo podían hablar a la cortina y celosía que velaban la figura del gran sultán, después de besar el suelo nueve veces.

El príncipe Zizim tenía treinta años, buena estatura, barba negra recortada en punta, melenas rizadas y gran turbante en azul tornasol. Sus rasgos eran expresivos y orgullosos; nariz de ave de presa, ojos vivos, grandes y azules. El párpado derecho, siempre medio caído, le daba aire de haberse interrumpido en un guiño o en un gesto displicente. El papa hizo que lo alojaran, como un monarca, en los apartamentos vaticanos más elegantes, los dedicados a los huéspedes principescos.

Para la compra del principe Zizim, el mayor poeta de su tiempo, el papa hubo de mejorar las importantes ofertas que hicieron Hungría, Nápoles, Venecia, Francia y el sultán de El Cairo. Todos interesadísimos en poseer la preciada alhaja.

Cuando murió Mahomet  el Grande —¡aunque nada lo es frente al Nombre del Altísimo!—, su hijo Zizim quedó como heredero del trono de la Sublime Puerta de Estambul. Había preferido designar sucesor a Zizim porque su otro hijo mayor, Bayaceto, tenía una descendencia demasiado numerosa. Mahomet el Conquistador —¡porque lo amparaba la Divina Sombra!—, el gran sultán de los otomanos, siempre se preocupó por esos detalles que podían minar el sólido establecimiento de su autoridad y dinastía. Una de sus primeras disposiciones al llegar al poder había sido ordenar la ejecución de su hermano, para salvaguardar el orden, y, siempre que conquistaba un país, hacía decapitar cuidadosamente a los miembros de la familia reinante.

Cuando la muerte sorprendió a Mahomet II —¡porque el Clemente y Misericordioso lo permitió!— Bayaceto, su primogénito, gobernaba Amasiya, mientras Zizim, su predilecto y sucesor designado, reinaba en Caramania. Bayaceto llegó antes a la Sublime Puerta y los derviches lo adoraron. Zizim era venerado por los jenízaros anatolios y los demás obedientes al difunto Mahomet. La batalla inevitable fue ganada por Bayaceto. Y Zizim emprendió el exilio, con sus mujeres e hijos, por Konya y Siria, hasta El Cairo, donde el gran sultán Qaitbey lo recibió cortésmente. Después de orar en la Meca y preparar un ejército abigarrado y ferozmente dispuesto a dispersarse, Zizim llegó hasta Ankara, donde todos lo abandonaron, excepto su desaliento.

Decidió entonces buscar asilo entre los peores enemigos de Dios —¡bendito sea su Nombre!— y la dulce Turquía: los Caballeros Sanjuanistas de Rodas, los únicos que habían resistido el empuje del alfanje otomano, los escarnecedores del Islam. El gran maestre Pierre d’Aubusson le ofreció su hospitalidad y lo recibió, con gran pompa, en la isla de los cielos puros y las rosas abundantes. Zizim se alojó en el Auberge de France y se sumió en meditaciones sobre su destino. 

Desde que puso los pies en la isla, notó extraños síntomas, lo invadió una tristeza rara, esperanzada y ansiosa; a veces, la melancolía se trocaba en dicha sin fundamento, sequedad de boca y suspiros lamentones. ¿Era el vino de Rodas? ¿Los ocasos color de arena? Hizo memoria, pero no recordó estar enamorado.

Enseguida, comenzaron las negociaciones para la compraventa del gran poeta. Bayaceto ofreció un río de oro anual de 45.000 ducados, con tal que los Caballeros retuvieran a su hermano, de manera “que no causara ninguna molestia al sultán”. 

Cuando se tuvo noticia de la oferta, todos supieron que la posesión del príncipe exiliado representaba un enorme medio de presión sobre el sultán de los otomanos, hasta el punto de poder significar la recuperación de Constantinopla, y se iniciaron delicados tratos y contratos. Los Caballeros de Rodas viajaron a la corte de Estambul y luego hicieron saber la cotización ascendente al dux de Venecia, al rey de Nápoles y su yerno el rey de Hungría, al duque René de Lorena, al rey de Francia, al papa de Roma y al sultán de El Cairo. Todos propusieron al gran maestre Pierre d’Aubusson fascinantes sumas adelantadas por interesantes banqueros. La oferta más importante, los 600.000 ducados del jefe islámico de Egipto, enemigo de Bayaceto, produjo tal delirio al gran maestre que decidió poner al preciadísimo Zizim a mejor recaudo y llevarlo a Francia. Pensaba persuadir a Luis XI de que, con el reclamo del poeta destronado, se podía conquistar todo el imperio otomano.

La caída de Rodas también empezó entonces. Porque cuando Mahomet  el Grande prefirió a su hijo Zizim como heredero del trono de la Sublime Puerta de Estambul, Bayaceto se opuso y ocasionó la desgracia de Zizim, quien se refugió en la isla. El buen Bayaceto no hacía sino seguir la tradición familiar otomana que ya empleó el propio Mahomet cuando llegó al poder y ordenó la ejecución de su hermano. Pero Selim, el hijo de Bayaceto, también practicó la tradición familiar y, cuando su padre prefirió a Ahmed, él le hizo la guerra, lo decapitó, hizo lo mismo con su otro hermano, Korkud, y, para no dejar nada a medias, también acabó con su progenitor, que ya no le podía enseñar más tradiciones. 

Y, como Selim ya sabía, por experiencia, lo desobedientes que pueden ser los propios vástagos, pensó en suprimir también a su hijo único, Solimán. Por los alfaquíes le dijeron que eso no, que los males venían de la isla de Rodas, desde donde irradiaba una rara cualidad contraria, que ya se vió cuando Mahomet el Grande no la pudo conquistar y luego sirvió de refugio a Zizim. Estando en su lecho de muerte, Selim hizo jurar a su hijo Solimán que no descansaría hasta tomar Rodas, la isla de la rara cualidad.

Los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, defensores de Rodas, no sólo protegieron a Zizim y luego lo vendieron a buen precio, sino que resistían al sultán de Egipto y al gran Turco de Estambul, cosa ignominiosa para los defensores de la voluntad del Único. Por eso, Solimán en persona y su armada inmensa, sitiaron por mar la isla de Rodas, hasta que la tomaron y, en signo de gran desprecio de la religión cristiana, entró el sultán otomano en día de la Natividad e hizo que todas las iglesias consagradas se transformaran en mezquitas.

Cuando el navío de los Caballeros Sanjuanistas donde viajaba el cotizado poeta entraba en el mar Jónico, estuvo a punto de ser interceptado por los pérfidos venecianos, comprados por Bayaceto. Pero llegó sin tropiezo a Niza, donde Zizim pasó el invierno, lánguido y melancólico, perdido en memorar los versos sobrenaturales de Ibn Arabí sobre la naturaleza de los deseos. Allí supo que su hermano había ejecutado a su hijo Oguz, de tres años, y a todos los funcionarios sospechosos de ser sus partidarios.

Durante la primavera, los Caballeros Sanjuanistas lo trasladaron de castillo en castillo, a lo largo de sus prioratos de Auvernia, La Marca y Vercors. Debían preservarlo de los hombres enviados por Bayaceto para hacerlo desaparecer, por veneno o espada. Zizim veía llover, ensoñaba, dormitaba y disolvía nuevos poemas. Alguna tarde, bebía menos y recordaba el indecible cielo anatolio. Sufrió entonces otras pérdidas, que eran símbolo de su sino: nadie era ya capaz de pronunciar bien su nombre, Dschem (“Majestuoso”), y todos lo llamaban Zizim; tampoco las polillas respetaron su gran albornoz rojo, de seda y lana de Caramania, distintivo de autoridad sobre su pueblo y terror del enemigo.

En verano, Luis XI murió y Carlos VIII heredó el trono de Francia. El nuevo rey tenía trece años y estaba bajo la tutoría de su hermana. Eso hizo cambiar la actitud de los Caballeros con Zizim. Hasta entonces era un príncipe que iba a pedir el apoyo del rey de Francia para recuperar el trono de Constinopla; ahora sólo era un prisionero al que se disputan principes y reyes como moneda de cambio político y tentadora fuente de ingresos.

Tras el intento de apoderarse de la persona del preciado poeta perpetrado por el audaz René II de Lorena, Zizim fue trasladado a Bourganeuf, donde le construyeron una torre grande y sólida. Tras aquellos muros insuperables, se sintió lo bastante purificado por la desdicha como para emprender la empresa más ardua que puede concebir un poeta. Memoró durante seis noches un nombre digno del gran quehacer y toda su mente se recogió en uno que oyó cuando estuvo recluido en la fortaleza de Chambéry: Philippine-Hélène de Sassenage. 

Se enamoró de ella hasta la más amarga desesperación. El aire, la luz, las estaciones, la lejanía, la incertidumbre, todo era su nombre. Enamorarse de oídas, por la descripción delirante y venerable, es hacedero, pero enamorarse de un nombre al que vincular todas las nostalgias del universo y no distraerse en ninguna otra desgracia es cometido reservado al mayor poeta. 

En los seis años que pasó en Bouganeuf, fue olvidando, como agua que cae al agua, la dirección de la Meca, el año de la Hégira, el olor de su jardín de Caramania en la tarde, los poemas de Ibn Arabí y las azoras de Alcorán. Pero no pasó una hora en que no invocara a Philippine-Hélène de Sassenage

Entretanto, los diversos príncipes estrecharon el cerco de ofertas para quedarse con él. Ya la humana resistencia del gran maestre de la Orden Sanjuanista estaba tan minada que con el  solo envío de dos nuncios perorantes en favor de la Cruzada, la promesa de la púrpura cardenalicia y la unión de los considerables bienes de la Orden del Santo Sepulcro con los de la Orden de San Juan de Jerusalén, se dejó persuadir y transfirió a Inocencio VIII la posesión del prícipe Zizim. 

La descripción que el pintor Mantegna hizo al marqués de Mantua del aspecto del príncipe otomano el día de su entrada en Roma —“camina como un elefante, y, en sus movimientos, tiene la gracia de un tonel veneciano”— ignora, con cruel injusticia, las profundidades del alma del gran poeta. Es cierto que bebía con rotunda desmesura. Empezó con el vino de Rodas, siguió con el de Niza, y no dejó de hacerlo en el Delfinado y la Marca limusina. Pero, ¿quién puede comprender la inasequible labor de recordar, cada instante, durante seis años, su único consuelo, Philippine-Hélène de Sassenage, aun a costa de olvidar el correcto uso de las extremidades o que era el legítimo heredero del trono de la Sublime Puerta?

Las fiestas, torneos y recepciones romanas que se preciasen contaban con la presencia de Zizim, alquilado por Franceschetto, el hijo de Inocencio VIII. El gran poeta había aprendido un lacónico romance lleno de quebraduras en el que, rarísima vez, concedía la emisión de monosílabos inteligibles. Cuando el cardenal Ascanio Sforza le preguntó qué le parecía el espectáculo de los torneos, contestó que entre turcos civilizados son los esclavos los encargados de semejantes juegos. El obispo Soderini comentó que ese criterio era tan refinado que coincidía con los antiguos romanos; pero, pese a arrojarle tan linda flor, no consiguió que Zizim le explicara la diferencia entre un gazel y un rubai o una kasida, composiciones poéticas otomanas. 

Inocencio VIII hizo saber a los feudatarios de Bayaceto, sultán de Constantinopla, que albergaba al descendiente legítimo de Mahomet II. Esperaba así provocar defecciones en el imperio turco y hacerlo sucumbir con una nueva Cruzada. El sultán Bayaceto trató, con más ahínco que nunca, de acabar con Zizim y, de paso, con el papa. Ofreció mucho oro a quien envenenase los manantiales del Vaticano; pero supo, por sus venecianos infiltrados, que su hermano sólo tomaba bebidas espirituosas y que Inocencio VIII tenía el estómago tan enfermo que existía el riesgo de que un veneno fuerte le hiciese un efecto curativo. Entonces, conocedor de las angustias económicas del papa, envió a Roma una embajada con riquísimos dones y la oferta de 45.000 ducados anuales por la custodia de su amado hermano.

Franceschetto aceptó y su padre fue el primer romano pontífice que entabló relaciones diplomáticas con los infieles. El gran almirante Mustafá acudió al Vaticano con 135.000 ducados, el pago atrasado de tres años, y una carta para el hermano del sultán. Zizim insistió en que el enviado otomano debía lamer la misiva hasta que quedase probado que no tenía veneno. El notario Infessura levantó acta de que Mustafá totam ab omnibus ejus lateribus lingua sua lambivit “repasó la lengua por todos lados” hasta que la carta fue un pingo ilegible, y entonces Zizim dijo que era su contestación a su hermano Bayaceto.

La aspiración del príncipe Zizim al trono de Constantinopla era un arma valiosa para convocar la Cruzada y los representantes de las potencias cristianas se reunieron a los pies de su santidad para establecer el plan de campaña. Pero los venecianos hacían saber a Bayaceto cuanto se tramaba en Roma y el turco urdió un astuto plan para dilatar la invasión inminente.

Así se originó la devolución a la Cristiandad de otro preciosísimo regalo, a saber, el sacratissimum ferreum lanceae, el hierro de la santa lanza con la que el centurión Longinus atravesó a Jesucristo. Aunque algunos cardenales se permitieron apuntar que la misma reliquia ya fue traída de Tierra Santa por el monje Bartolomé de Antioquía y se conservaba en Nüremberg y, por bilocación milagrosa, también en París, el papa recibió con grandes muestras de alegría y gratitud la que le entregaba Bayaceto, en una urna de cristal y oro, con otros 40.000 ducados.

El día de la Ascensión de 1492, se recibió en la puerta del Popolo el hierrecillo que, según todos quienes lo vieron, era una cosa mínima. El cronista Segismondo de Conti lo llamó spicula, “puntita”. Inocencio VIII, que se encontraba en las últimas, fue transportado en andas y, tomando la santa reliquia, la mostró al pueblo. La ceremonia en Santa Maria del Popolo fue muy emotiva. Se inició luego la procesión y, al paso ante el palacio de Riario, se vio que el cardenal había hecho instalar una fuente que manaba vino. Era una alegoría y, aunque no todos la entendieron, lo cierto es que un encendido fervor asomó en los rostros de quienes sí la cataron. La punta de la santa lanza fue depositada en la capilla de Santa Veronica, en la iglesia de San Pedro.

Cuando el papa se retiró, Franceschetto aprovechó la comparecencia de los cardenales para pedir que, en caso de fallecimiento del santo padre, se le permitiera quedarse con Zizim, como recuerdo de los buenos días pasados. Pocos días antes, había hecho la misma petición, durante la fiesta por la conquista de Granada.

En ninguna parte se celebró como en Roma la conquista de Granada y, sacando la fiesta de Carnaval,  fue el regocijo más popular jamás festejado en la urbe. La noticia llegó el 1 de febrero y, a tal punto hubo entusiasmo, que se dio bando mandando tener las calles barridas para el día 5. La campana grandilocuente del Capitolio sonó sin cesar, como cuando se corona el papa. Todo el clero marchó en procesión hasta Santiago in Agone y, tras la misa pontifical, se asistió el espectáculo más novedoso de los últimos tiempos. El cardenal Borja hizo lidiar, ante su mansión y el asombro de todo el mundo, cinco toros. 

Por su parte, el obispo Carvajal había hecho levantar, en mitad del Agone, una gran fortaleza de vigas y tablas, con una torre eminente a la que pusieron el nombre, en vivas letras bermejas, de Granata. Se hizo saber que el concurso consistía en tomar la fortaleza y que se concederían premios a los asaltantes que entrasen los primeros en la torre. 

A continuación del fiero y regocijado destrozo, se lidiaron más toros y hubo vino a discreción para todos. Y en el patio del palacio del cardenal Riario, se estrenó Historia Betica seu de Granata expugnata, de Carolo Verardi, en prosa latina, pero con ropajes tan vistosos que incluso un crítico tan exigente como el propio Zizim estuvo entretenido.

Inocencio VIII no tomaba ejemplo de Lorenzo de Medicis y se eternizaba. Remontaba las crisis agónicas, volvía a mover los ojos de batracio y a inflar las mejillas cerúleas. El 15 de julio, los médicos declararon que su estómago ya había muerto y el resto de su santidad haría lo mismo, por simpatía, en no más de diez días. Algunos participantes en el consejo de médicos recetaron leche de mujer, como remedio supremo. Se hizo acudir a la santa sede a las nodrizas de más alta calidad. 

Pero cuando empezó el verano en serio, el día de Santiago de 1492, murió el papa. La abierta sucesión pontificia era un acontecimiento de importancia distinta a otras veces. Carlos VIII, el rey de Francia, había anunciado su expedición a Italia para conquistar el reino de Nápoles, que decía pertenecerle; de paso, iba a aprovechar la persona y vindicación de Zizim, para conquistar Tierra Santa y Constantinopla. Ya no eran rumores, sino una empresa tangible.

 

 

El cardenal Giuliano Della Rovere, despechado al no haber sido elegido por el Espíritu Santo, animó a Carlos VIII a ejecutar su plan de invadir Italia, derrocar al recién elegido papa Alejandro VI, hacerse con Zizim, conquistar Nápoles, Jerusalén y Constantinopla. Él lo acompañaría con gusto en toda la expedición, pero se vería obligado a quedarse en Roma. De papa. El proyecto era tan disparatado que entusiasmó al rey de Francia. 

Carlos VIII tenía veinticuatro años, el cuerpo contrahecho y la cabeza enorme. Era de muy ruin apariencia; en cambio, tenía el espacioso cráneo retumbante de fantasmagorías. También un ejército de cuarenta mil hombres y la mejor artillería de Europa. Las empresas inusuales lo atraían. A los doce años, lo casaron con Margarita de Habsburgo, que tenía dos. Al cumplir los dieciocho, la repudió porque ella se burlaba de su hechura, y puso sus ojos saltones en Ana, duquesa de Bretaña, aunque había sabido que ella lo detestaba y proyectaba casarse con el suegro de él, Maximiliano. Carlos VIII reclamó primero la guarda y tutela de la duquesa Ana pero, como ella rechazó tal pretensión, escogió un proceder más suave y entró en Bretaña con su ejército, para casarse con ella manu militari

Ana de Bretaña no se dejó intimidar y pidió ayuda a su prometido, Maximiliano de Habsburgo. Éste envió a su fiel cortesano Wolfgang de Polheim y se procedió a la boda por poderes, en su variedad de pernada. La duquesa se acostó ante la corte, el clero y los embajadores y se bajó la media de la pierna derecha; el enviado de su prometido hizo lo mismo y puso su muslo sobre el de la duquesa. Las trompetas del castillo de Nantes hicieron saber al pueblo que la Bretaña tenía duque. 

Al saberlo, Carlos VIII encontró a la duquesa Ana de Bretaña, ya legítima esposa de su suegro, más atractiva que nunca. No la había visto jamás, pero sus fisgadores le informaron que tenía catorce años, ojos grises, mejillas rosadas, carácter gruñón e independiente. Además, cojeaba aparatosamente y era muy orgullosa.

Ana de Bretaña se encerró en la fortaleza de Rennes y resistió el asedio francés, animando a sus bretones a combatir. Pero la situación se hizo insostenible y tuvo que aceptar casarse con el invasor, al que encontró feo como un macaco y, lo que es peor, siempre le fue infiel.

Después de su caballeresco y apasionante lance en Bretaña, Carlos VIII necesitaba nuevas aventuras dignas de él. Su cuerpo desmedrado no podía sostener una coraza mediana, pero su ánimo necesitaba, como poco, ganar una cruzada contra todo Oriente. Se había instalado en Lyon y miraba hacia los Alpes. Al empezar el calor de mayo de 1494, anunció una vez más que su deseo era ver el mar, con el Vesubio humeando al fondo; luego, pasaría a Tierra Santa, donde combatiría victoriosamente a los infieles de gran turbante y alfanje; a continuación, atravesaría el estrecho de la Sublime Puerta y conquistaría Bizancio, la entrada sería a caballo, el pueblo estaría prosternado, el llevaría el armiño sobre la púrpura, y una bola imperial, como la de Carlomagno, en la mano.

Carlos VIII inició su peregrinación hacia Jerusalén y Constantinopla, pasando los Alpes.  Desde la introducción de la artillería por los venecianos un siglo antes, los italianos se habían acostumbrado a presenciar guerras embellecidas por movimientos de pompa y aparato, con bombardeos ineficaces pero entretenidos; guerras semejantes a espectáculos, donde los sitios duraban meses y apenas había combates efectivos. 

La guerra, hasta entonces, la hacían más los caballeros de pesada armadura que los soldados de infantería, y como las máquinas de asalto eran talabartes incómodos de transportar y maniobrar, muchas veces, pese a laboriosas batallas, apenas se fabricaban muertos y las ciudades asediadas se defendían merced a la torpeza de los asaltantes.

Pero los franceses trajeron unas bombardas de calibre, movilidad y potencia desconocidos, que no disparaban piedras, sino hierro, y, sobre todo, reintrodujeron la vieja tradición del saqueo sangriento. Así fue en Fivizzano, villa de los florentinos, donde mataron a todos los soldados y gran parte de los habitantes. 

El terror se extendió por Italia y, quitando la toma de Sarzana y algún otro lugar, no hubo mayor necesidad de masacre para que Carlos VIII pudiera entrar, en Milán y Florencia, a lomos de su corcel negro con gran caparazón recamado, perdido en su armadura brillante y empuñando un rato la lanza sobre el muslo canijo. Como en los cuadros.

Pronto se puso nombre a aquella guerra y se llamó del gesso. Porque los intedentes franceses precedían a la tropa y señalaban con yeso las casas que les placían para alojarse. 

En Florencia, Carlos VIII se alojó en el Palazzo Medicis, y le mostraron los cuadros, estatuas y libros caligrafiados. Pasó diez días en trompeteos, recepciones y aclamaciones. Por fin, se aburrió y recordó que debía conquistar Jerusalén. 

Cuando el ejército francés llegó a las puertas de Roma, los más desconcertados y confundidos eran los jefes de los dos bandos, invasores e invadidos. Para los cardenales que acompañaban y jaleaban a Carlos VIII, se trataba de echar al papa español, por simoníaco, judaizante, vicioso y abominable, para hacer elegir a uno de ellos. Alejandro VI, por su parte, dudaba entre defender Roma por las armas, excomulgar al rey francés y sus comparsas, abandonar la ciudad o llegar a un acuerdo con el mequetrefe ingenuo y peligroso.

El más aturdido era Carlos VIII, por su testa espaciosa se paseaban, sin aparente estorbo, las ideas de bombardear Roma, derrocar al papa, besarle los pies, suplicarle que lo coronara rey de Nápoles, apoderarse de Zizim, conquistar Jerusalén, quedarse de emperador en Bizancio y pasar el invierno en la Toscana. Además, le visitaban extraños escrúpulos. Unos días antes, unos exploradores de su ejército se habían apoderado de Giulia Farnese, la favorita del papa Alejandro VI, cuando se paseaba por las afueras, en su litera sedosa, acompañada por un menguado séquito de criados. Se la presentaron y la estuvo mirando con una mezcla de turbación y respeto, sin atreverse a tocarla, e hizo que la devolvieran al sumo pontífice. Lo fascinaba y confundía aquel papa con hijos de todos los oficios, desde guerreros a cardenales, con amantes a pares, con poder para excomulgarlo y cerrarle el camino al cielo, y que, para colmo, era el Anticristo según algunos.

Quienes no tenían dudas sobre su cometido eran los mercenarios invasores y los romanos. Para aquéllos, se trataba de violar, saquear y sacar el mayor partido posible de la guerra. Para éstos, era asistir al espectáculo, ya episódico en la historia de la urbe, de ver entrar a los bárbaros.

Al anochecer del último día de 1494, el pueblo romano se agolpó a lo largo del Corso, con antorchas encendidas, para no perderse la llegada de los bárbaros. Todo el ejército venía por la via Cassia y, cuando los mercenarios suizos con sus alabardas y espadones llegaron al par de Santa María del Popolo, el campanero inició una de sus interpretaciones de virtuoso. A continuación, desfilaron los gascones cantores con sus ballestas al hombro y, detrás, los altos jinetes ferrados. Por fin el pequeño rey, botando sobre el caballo, con el bonete de terciopelo negro con cordón de oro tirado para atrás; a los lados, llevaba a sendos eclesiásticos purpúreos, de mirada más inquieta que soberbia, Giuliano Della Rovere y Ascanio Sforza, papables vergonzantes.

Carlos VIII se alojó en el Palazzo Venezia. Su ejército había tomado la margen izquierda del Tíber, que era casi toda Roma. Pero era como si, a la vez, le faltara toda la urbe. En la margen derecha estaba el papa. ¿Qué clase de peregrinación a Roma era una en la que no se veía al papa? El rey se impacientaba, pero los delegados no llegaban a un acuerdo sobre el modo en que el los dos monarcas debian verse sin menoscabo de sus dignidades frágiles. 

El rey quería que el papa le entregara a Zizim, para confundir al sultán otomano en la conquista de Constinopla y Jerusalén; que le entregara también al cardenal César Borja, como rehén a título de legado pontificio en la cruzada; que no represaliara al cardenal Della Rovere por haberse quedado con los ducados enviados por Bayaceto para la custodia de Zizim; y, sobre todo, que lo invistiera rey de Nápoles, por tratarse de un reino vasallo de la Santa Sede. A cambio, ofrecía de todo un poco: sumisión, obediencia, incondicional defensa del santo padre, concilio universal, antipapas y bombardeo. 

El día primero de enero de 1495, antes de amanecer, Carlos VIII decidió que quería el castillo de Sant’Angelo donde se había refugiado Alejandro VI con su guardia española al mando de Garcilaso de la Vega. Los soldados franceses derribaron las casas de enfrente del Palazzo Venezia y emplazaron la artillería. El rey Très Chrétien iba a bombardear al papa. Pero, enseguida, el rey Très Chrétien se estremecía de sólo pensarlo, y hacía retirar bombardas y cañones. Por tres veces, la artillería fue emplazada y retirada. Al final, por simpatía, un lienzo del muro de Sant’Angelo se vino abajo con desgana.

Mientras tanto, los mercenarios suizos se irritaban porque se les conculcaba su derecho al pillaje. A lo largo de la via Appia, junto a las catacumbas y bajo el mausoleo de Cœcilia Metella, estaban los alojamientos provisionales de los refugiados judíos. Saquearon la sinagoga, las viviendas de los judíos y el palacio simoníaco que fue de Alejandro VI y ahora era de Ascanio Sforza. Pensando, sin duda, que aquello no era saqueo, sino celo cristiano y que, en cualquier caso, se les perdonaría más fácilmente.

Por fin, el 15 de enero, se acordó que Alejandro VI invitase a Carlos VIII a recibir su bendición. Debían encontrarse, como por azar, en los jardines frente al palacio pontifical. Así fue; pero no sin tretas papales. Por tres veces, Alejandro VI hizo como que no veía aquel ser grotesco; y Carlos VIII cayó de rodillas, otras tantas ocasiones, en el frío barro vaticano. Por fin, el papa lo vio y acudió a su encuentro tendiéndole sus fuertes manos enguantadas y selladas. Levantó al rey del suelo y lo sacudió con amor paternal. Carlos VIII abría sus grandes ojos y parpadeaba con susto equívoco.  Luego, el papa se dejó besar el pie y, a continuación, el monarca obtuvo la autorización pertinente para besarle la mejilla. 

Zizim, desde la altura de sus aposentos vaticanos, observaba displicente la escena. Sabía que se trataba de otro de sus pretendientes y que muy probablemente tendría que mudarse. No dejó por eso de evocar a Philippine-Hélène de Sassenage.

Cuatro días más tarde, fue la recepción oficial en la iglesia de San Pedro, con toda la pompa y el aparato correspondiente al recibimiento de un rey patrocinador de la santa sede. Esta vez, Carlos VIII besó a la primera el pie y la mano del papa. Pero, en el momento de prestar el juramento de obediencia, se negó a hacerlo de rodillas. Y tampoco se dignó recitar la fórmula. Tuvo que declamarla un miembro del séquito. En la misa del día siguiente, por un capricho inverso, el rey se condujo con gran humildad. Cedió el pasó a todos los cardenales y, según el rito antiguo, sirvió al papa el agua de las abluciones. Para que tan hermosas ceremonias  quedasen en la memoria de las generaciones futuras, Alejandro VI hizo que Il Pinturicchio las representara en un fresco de una torre auxiliar de Sant’Angelo.

A fin de evitar que Carlos VIII tuviera alguna veleidad bombardeadora o fuera pérfidamente influido por Giuliano Della Rovere o algún otro afecto de rabbia papale, Alejandro VI otorgó el capelo cardenalicio al obispo de Saint-Malo y al de Mans, miembros del séquito francés. Además, organizó entretenimientos piadosos, como reunir en la capilla de San Petronila a todos los escrofulosos de Roma, varios centenares, para que Le Roi Très Chrétien los tocara y sanara milagrosamente.

Un mes después de la entrada en Roma, Carlos VIII proclamó que no podía demorar un día más su conquista de Bizancio y Jerusalén. Pidió, con todo respeto, la entrega de Zizim, César Borja y la investidura napolitana. El papa le confió a Zizim y a su hijo César Borja. Respecto a la investidura, dijo acabar de acordarse de que los señores Fonseca y Albión, legados del rey Fernando de Aragón, llegaban a Roma ese mismo día para hacer saber que  la corona de Napoles pertenecía al soberano español. Habría que hacer un recurso en justicia, para que él, Alejandro VI, sumo pontífice decidiera y… Carlos VIII ordenó partir inmediatamente. Aquel papa le ponía nervioso. Un emperador de Bizancio, rey de Jerusalén y libertador de los Santos Lugares no podía entretenerse en recursos de justicia.

Y siempre le quedaba Zizim, que era más importante. Carlos consideraba su gran turbante azul celeste, su rostro aquilino y soberbio. Y quiso saber de él cómo era Bizancio, donde pensaba imperar. Y así se lo preguntó, por medio de intérpretes.

Dijo Zizim que si el rey Carlos no conocía Estambul, él, por su parte, jamás estuvo en Nápoles, y que era cosa digna de meditación cuán semejantes le parecen al hombre las ciudades que no conoce.

Los intérpretes aligeraron la respuesta diciendo a su majestad que Bizancio era del todo semejante a Nápoles. El rey quiso saber más, pero Zizim dejó de hablar y no volvió a decir palabra en todo el viaje. Iba triste y no prestaba atención a nada, ni siquiera a los rutilantes naranjos de Campania.

La entrada en Nápoles fue fácil. Capua y Mondragone se entregaron graciosamente. Los embajadores napolitanos entregaron las llaves de la ciudad al rey Carlos VIII y, al día siguiente, 21 de febrero de 1495, fue recibido con tales aclamaciones y júbilo popular, con tan general participación exultante de gente de toda calidad, partido, condición y edad, que nadie negaría que se trataba del padre y primer fundador de la ciudad. Y los que más favores habían recibido de la casa de Aragón, la dinastía cesante, no fueron últimos, sino más que primeros en proclamar su entusiasmo. El rey visitó la catedral, donde se hizo idea del bonito desfile con armiño, bola carlina y palio que se podría aderezar. Y se alojó en el Palazzo Castelcapuano. Desde allí escuchó dulcísimas serenetas que se recreaban en la inaudita hazaña de quien sobrepujó a Julio César, pues venció antes de ver y aún de venir.

A pocos aposentos de distancia y tres días después de entrar en Nápoles, murió el principe Zizim, sutil poeta. Y se dijo que, en el tránsito, musitó algo inaudito, un nombre largo y extraño, sin duda turco o caramanio.

Hubo largas disputas y negociaciones entre varios reyes, el papa y el sultán, por ver quién se llevaría su cuerpo al que, entretanto, se atribuyeron varios milagros. Por fin, lo consiguió Bayaceto porque pagó más. Y lo hizo traladar a la antigua Prusa, cabeza de la Bitinia, célebre por ser la ciudad desde donde carteó Plinio el Joven, por sus preciosas telas de seda y oro, sus trescientas sesenta y cinco mezquitas, y por ser necrópolis de los sultanes otomanos. Allá descansa, a la vista de Troya y el mar de Mármara, el mayor poeta de su tiempo, como se hubiera visto, de haber escrito.

 

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18 de noviembre de 2010
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La fábula de Cristo

 

Al séptimo día fue elegido papa Giovanni de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, quien escogió llamarse León X. Tenía treinta y siete años. Era algo asombroso, teniendo en cuenta las costumbres del pasado. Pero, por primera vez, los cardenales jóvenes se habían puesto de acuerdo para elegir a uno de ellos. Fue una especial amargura para el cardenal Riario, quien había tropezado ya en cinco cónclaves con el obstáculo de ser “demasiado joven”.

León X tuvo una carrera difícil, a los siete años era protonotario y a los trece, cardenal. Muy amante de los bufones, sus favoritos eran el dúo Querno y Fetti, quienes hacían de vate beodo y fraile tullido, aunque lo eran. Como apenas tenía vista, usaba catalejo o lupa, según fuera el asunto. El rey Enmanuel de Portugal, con buen criterio, le regaló un elefante y un rinoceronte. También gustaba de la caza, lo mismo corredora que de altanería; se valía de una lente gorda y nunca se preguntó cómo era que tenía tan extraordinario tino con el falconete: los criados siempre le traían pieza por tiro. Hizo decir que era ingenioso, así como músico e intérprete de varios instrumentos. Y también que ennobleció al violín, hasta entonces artefacto callejero y pedigüeño. Era obeso y paticorto. Despreciaba a las órdenes mendicantes y prefería a los efebos.

Y fue el más claro modelo de la preceptiva que estableció Matarazzo, el cronista de Perusa: “La magnificencia de un gran señor se echa de ver en sus caballos, perros, halcones y demás volatería, además de sus bufones, músicos, poetas y demás animales extraños que posee.” Pocos años después, su sobrino, el cardenal Ippolito de Médicis, se distinguió también en el apartado de los animales extraños, con una colección de bárbaros, comedores de cosas imposibles, y perorantes en lenguas inextricables, que mantenía en su corte y mostraba a las visitas.

Una de las obligaciones tediosas que León X hubo de atender fue la conclusión del concilio de Letrán, en cuya octava sesión se dogmatizó la inmortalidad del alma, contra los desvaríos de los neoaristotélicos, panteístas y excépticos arábigos. Votó en contra el obispo de Bérgamo, diciendo que los teólogos no debían ocuparse de cosas profanas. Como cierre del concilio, se quemó públicamente el Tractatus de immortalitate animae, de Pietro Pomponazzi, profesor de medicina en Padua, quien aseguraba haber comprobado que el alma se muere.

A falta de grandes guerras, la vida en la curia era regalada como no lo había sido desde hacía muchos pontificados. Solo hacía falta ser del bando mediceo. Cuando Giuliano de Médicis, hermano de León X, se casó con Filiberta de Savoya y fue sabido que proyectaba vivir en el palacio Belvedere, el cardenal Bernardo da Bibbiena, uno de los literatos pensionados por el pontífice y autor de La Calandria, le escribió: “Alabado sea Dios, porque aquí no nos falta más que una corte de damas”. Pero tal cosa era impensable en alguien tan rígido e inconmovible como León X en su inclinación por los mocitos.

El cardenal Marco Cornaro decidió dejar en las crónicas romanas una hazaña de ardua superación. A fin de que León X se regocijara de que en su pontificado se hizo un dispendio memorable, dio un banquete de sesenta y cinco selectos platos, cada cual servido con una cubertería nueva, siempre de plata y oro, que sus eminencias tasaban con ojo experto. Durante el ágape, brotaban de las sorprendentes y audaces edificaciones pasteleras, ruiseñores, bufones, poetas y niños cantores, para regocijo de los miembros del sacro colegio.

De entre quienes odiaban a León X, hubo uno que no pudo esperar más y se puso a tramar contra su vida. Era el cardenal Alfonso Petrucci, carcomido de rencor porque el papa no tenía en cuenta lo que su padre, Pandolfo Petrucci, tirano de Siena, hizo para que los Médicis volvieran a tiranizar Florencia, y lo que él mismo porfió en el cónclave para que el Espíritu Santo lo elevara al pontificado. En pago de tanto beneficio, León X había privado de la tiranía sienesa a su hermano Borguese Petrucci, que la poseía pacíficamente y conforme a derecho, para dársela a su primo, el obispo Raffaelo Petrucci.

Lo más insufrible para el cardenal Petrucci, hermano del tirano legítimo pero depuesto, era que sin la tiranía se hallaba privado de las riquezas paternas e impedido para sostener, con el esplendor debido, el rango de cardenal. Concibió el designio de apuñalar al papa, empresa atractiva por el precedente y escándalo que causaría en la cristiandad, pero peligrosa y difícil. Se inclinó por el veneno administrado por mano ajena, expediente menos vistoso, pero más seguro para el patrocinador. Hacía falta un cirujano de prestigio. El elegido fue Battista de Vercelli, hábil cirujano que ejercía su arte en Florencia. La cirujía era pretexto obligado porque León X tenía una fístula anal, que los mejores prácticos atendían continuamente, y, si un especialista renombrado pasaba por Roma, era invitado a explorar aquella región papal.  A fin de conseguir que Vercelli llegara hasta León X, había que celebrar su habilidad para que fuera llamado a Roma. Y, al mismo tiempo, tantear al cirujano para ver si colaboraría, o si haría falta decirle que al papa sólo se le atendía con instrumental especialmente bendecido que se le proveería cuidadosamente envenenado.

Estos planes los urdía el cardenal Petrucci por carta, con su secretario Antonio Nino. Desde que ideó la conjura, se retiró a Sovana, donde su hermano Lattanzio era obispo. Su retirada no era por cobardía, sino por su seguridad. El papa, que también tenía miramiento por la suya, hizo interceptar las cartas y comprendió que se urdía un complot contra su bella vida. Hizo llamar a Petrucci, para tratar el sostenimiento de su rango cardenalicio y la concesión de algún beneficio más productivo, porque había deliberado que su mérito soprepujaba en demasía sus ingresos. Le otorgó un salvoconducto y le hizo llegar, por medio del embajador de España, palabra papal de que lo respetaría.

Confiando en esa garantía y curioso por la golosina, Petrucci se presentó ante León X. Fue detenido en el acto y aherrojado en el calabozo Marroco, el más hondo, negro y chapoteante de Sant’Angelo. Hijo y hermano de tiranos, olvidó que la más elemental tiranía prescribe el caso omiso a los salvoconductos. El embajador de España protestó que dar palabra al embajador era darla al rey, y el papa respondió que el salvoconducto era para el cardenal Petrucci, pero no para el envenenador convicto de crimen de lesa santidad y depuesto del cardenalato de quien ahora era cuestión.

De paso, León X ordenó la detención y encarcelamiento del cardenal Bandinello de Sauli, que había sido uno de los artífices de su elevación pontifical y miembro de la célebre familia de banqueros genoveses.

También fueron detenidos el secretario Nino, el cirujano Vercelli, que seguía en Florencia, y Pocointesta da Bagnacavallo, capitán de la guardia del difunto tirano Pandolfo Petrucci y del tirano derrocado Borguese Petrucci. Todos fueron interrogados, con meticulosa tortura judicial, por el procurador fiscal Mario Perusco. Una vez levantada acta de la confesión del crimen indudable, el cirujano, el secretario y el capitán fueron descuartizados en el Campo de’ Fiori. 

En Siena, el obispo Raffaelo Petrucci, tirano de la rama advenediza, aprovechó para empezar a demostrar su legitimidad y preparación para el cargo. Así, coincidiendo con los ajusticiamientos de Roma, y a fin de que los sieneses no tuvieran que desplazarse, hizo ejecutar a Leonardo Bentelli y sus hijos Guido y Giulio, quienes le habían ayudado a llegar al poder, derrocando a su primo Petrucci. Lo hizo porque preveía que se hubieran vuelto en su contra, de haberse consumado la conjura contra el papa, y este, aplaudiendo tanta previsión, lo nombró cardenal.

Al inicio del consistorio siguiente a las ejecuciones, Raffaelo Sansoni Riario, cardenal decano, camarlingo de la sede apostólica, primero del sacro colegio por sus riquezas, la magnificencia de su corte y la dignidad del cargo que ocupaba desde hacía cuarenta años, fue detenido y conducido a Sant’Angelo. La implicación de Riario se dedujo de las torturas a los descuartizados y a los aún bastante vivos cardenales Petrucci y Sauli. Su santidad León X ordenó que les inquirieran curiosamente a quién preveían papa, una vez asesinado él mismo. Pero los interrogados no decían nada bueno, o gritaban mucho, o decían muchos nombres a disparate; cosas todas confusas y de poca satisfacción. Hizo, entonces, que les preguntaran si les parecía que Riario, y todos dijeron que sí, que tiene tantas letras como no, pero parecía más acertado.

Una vez así espantado el sacro colegio, el papa pronunció un bello sermón donde se quejó de que su vida hubiera sido amenazada con tanta crueldad y maldad por quienes, por su dignidad y su lugar eminente en la curia, debieran verse más obligados que nadie a defender la apostólica sede. Se lamentó de su infortunio con tanta convicción, que varias eminencias comenzaron a sollozar, por si acaso. Siguió León X deplorando que no le hubiera servido de nada haber concedido y conceder tantos beneficios a cada uno de ellos. Aquí, sus claros ojos cegatos recorrieron los sitiales y hubo quien temió que requeriera falconete o escopetón con lente. Añadió que otros cardenales habían cometido el horrible sacrilegio. Si confesaban tal crimen antes de levantar la sesión, usaría su gran clemencia. Pero, una vez levantado el consistorio, tiraría de severidad y justicia contra todo implicado en la maldad.

Ante tales palabras, Adriano Castellesi da Corneto, el adinerado cardenal poeta que todos los otoños invitaba a su santidad a su coto de Corneto y hacía que le sirvieran los mejores gamos y ciervos con tiro entre los ojos, el dueño del bello palacio en la Via Alejandrina, el estudioso humanista, dios unos pocos pasos y cayó de rodillas ante el trono pontifical. Y casi al mismo tiempo, pero un poco después, porque se sentaba unas varas más lejos de su santidad, el cardenal Francesco Soderini hizo lo propio.

Ambos dijeron haber oído al cardenal Petrucci hablar en muy feos términos de su santidad, mea culpa, mea culpa, que eso es horrible pecado de omisión sicofante, pero que amar, amaban a su santidad, hasta la adoraban, y bien que les pesaba que se hubiera cometido tan gran sacrilegio, pero que nada más lejos de sus pensamientos.

Cuando la sentencia pontificia se pasó a limpio, fue leída al consistorio. Petrucci y Sauli eran privados de la dignidad cardenalicia y remitidos al brazo secular, que sabría ocuparse. Esa misma noche, en las negras honduras chapoteantes del Marroco, Alfonso Petrucci fue estrangulado. A Bandinello Sauli, una vez bien maduro de espanto, se le conmutó la pena de muerte por prisión vitalicia; y poco después, una vez que el genovés Banco de’ Sauli hubo pagado a León X una fuerte suma, aún mayor que la prestada por el mismo banco a Carlos VIII, el rey botarate, para que invadiera Italia, el papa le dejó salir de prisión y lo restableció en el cardenalato. Pero salió muy pachucho y solo vivió un par de días. 

Quiso León X que se dijera cómo procedió con mayor mansedumbre con Riario, en consideración a su prestigio, su autoridad y la angosta amistad que los unía desde antes que su santidad lo fuera, cuando la memorable conjura de los Pazzi, en que nació tierno afecto entre ellos. De modo que le indultó graciosamente el último suplicio, que le correspondería si su santidad mirase sólo por preservar la autoridad que confiere la severidad, y le restituyó la dignidad cardenalicia, el título de camarlingo y el voto activo en el cónclave, mediando un solo pago a la vista de ciento cincuenta mil ducados, cantidad mareante que algunos descreían que nadie pudiera juntar, más otros ciento cincuenta mil, en el caso de que cediera a la tentación de abandonar Roma.

En cuanto se deshizo de aquellos cardenales, y se hizo con su dinero, pensó León X que el sacro colegio le quedaba un tanto despoblado y desafecto. Para remediarlo, impartió treinta y un nuevos capelos rojos, en una sola mañana. Era una hornada sin precedentes y el consistorio accedió por miedo, y por si acaso. Entre los nombrados estaba Alfonso, infante de Portugal, que tenía siete años, en pago del detalle que tuvo su padre con el elefante y el rinoceronte. También estaban los hijos de las hermanas del santo padre.

León X murió en su villa de Magliana, a dos leguas de Roma. De tanta exploración y sajado de su reconocida fístula, vino una fiebre séptica, que los médicos diagnosticaron benigna. En efecto, no duró tres días.

Y, a lo que íbamos, Pietro Bembo, humanista, literato y secretario del papa, y también cardenal molto papabile en su tiempo, aseguró haber recogido de labios de León X estas palabras: 

Quantum nobis nostrisque ea de Christo fabula profuerit, satis est omnibus saeculis notum

que valen como decir: “Es cosa notable cuánto provecho sacamos de esta fábula de Cristo que da abasto para todos los siglos”. 

Cabe que fuera una invención de Bembo, ya se sabe que los literatos se perecen por esas chucherías. El otro día anduvo el papa por la comarca mediática y hubo motivo para que se agitaran los aprovechadores de la “fábula de Cristo”. Una redactora jefa aseguró en la tele que ella se emburkaría para entrevistar a un clerizonte iraní y se empaquetaría de monja budista reptante si tuviera que hacer lo mismo con el Dalai Lama, todo ello por respeto, ahora bien, se apresuraba a declarar al papa persona non grata porque “no mantiene la pobreza original que tuvo la barca de san Pedro”. También televisaron a un líder comunista diciendo que todo lo del papa le parecía una maniobra de distracción de “este gobierno, que nos quiere vender el milagro de los panes y los peces”. Barca de san Pedro, panes y peces… ¡qué pías comparaciones! ¿De qué fábula las sacarían? Y lo mejor fue un teólogo exclaustrado con pompa mediática, que aprovechaba el micro para predicar que la figura del papa “es un esquema medieval insostenible”. ¿Puede haber algo más medieval que un teólogo rabiando por ser papa en lugar del papa? Es como el visir Iznogud, que quiere ser califa en lugar del califa. Estos anticlericales españoles, con su fijación por la fábula de Cristo, y su discurso hiperclerical, por no decir curil y monjil, ¿no serán agentes vaticanistas?

 

 

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15 de noviembre de 2010
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