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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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In Treatment

Hace poco, en un encuentro en Medellín, Alberto Fuguet me habló de In Treatment, una serie de HBO de la que estaba enganchado y cuyos capítulos de veinte minutos veía uno tras otro. Me dijo que su nuevo héroe era el productor de la serie, Rodrigo García (hijo de García Márquez), a quien se le había ocurrido adaptar y producir esta serie israelí sobre un terapeuta (un Gabriel Byrne perfecto para el papel) con cuatro pacientes y que era a la vez paciente de otra terapeuta (Dianne West). No he visto la primera temporada, pero el inicio de la segunda es promisorio: los que piensan que el cine y la televisión se oponen a los largos parlamento del teatro, descubrirán en esta serie que, en el fondo, cuando hay un buen guionista de por medio, uno es capaz de ver toda una obra basada en conversaciones y más conversaciones. No por nada el psicoanálisis era conocido como "la cura hablada": aquí nadie parece curars, el terapeuta está más perdido que sus pacientes, pero la charla fascina y nos acerca a estos personajes extraviados en sus angustias.



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17 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Welcome to Lovecraft

Los desconfiados dirán que Joe Hill publica gracias a que es el hijo de Stephen King y lo ignorarán. Yo fui uno de esos hasta que me topé con su novela gráfica Locke & Key. No le hubiera prestado mucha atención si no habría sido porque alguien me sopló que el dibujante de la novela de Hill, Gabriel Rodríguez, es chileno. Locke & Key es una historia de terror que asusta de verdad, con un asesino cuyas razones no conocemos, una mansión llamada Lovecraft en New England, y tres hermanos que deben lidiar con la muerte de su padre. Los hermanos están bien delineados y Hill les da a todos suficiente espacio para desarrollarse; Bode, el niño que tiene ataques que lo sumergen en una suerte de muerte en vida, conmueve particularmente.

Puertas que se abren y cierran, fantasmas que aparecen y desaparecen, llaves que se pierden y se encuentran: el guión de Hill no da un solo en falso y se hace vívido gracias a los dibujos de Rodríguez, tan meticulosos como sugerentes. Yo ya estoy enganchado y espero el segundo volumen, Locke & Key: Head Games (Dimension Films ya ha anunciado la adaptación cinematográfica).



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10 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La historia del crimen

Cuando se cuenta la historia de la literatura policial, se suele decir que Poe inventó el género a mediados del siglo XIX, con tres cuentos protagonizados por Auguste Dupin -"La carta robada", "Los crímenes de la calle Morgue", "El asesinato de Marie Roget"--; su detective, paradigma de la razón en Occidente, era capaz de resolver casos sin necesidad de visitar la escena del crimen: le era suficiente el procedimiento deductivo. Los ingleses radicalizaron el modelo: desde Conan Doyle hasta Agatha Christie, triunfaron los hombres que confiaban en las "células grises" (Holmes, Poirot). En el siglo veinte, llegaron los norteamericanos con la novela negra: Chandler, Hammett y Cain trasladaron al detective de las grandes mansiones en la campiña inglesa a las calles de la ciudad corrupta. La razón ya no era suficiente, ahora valían los puños y cualquier otro artilugio violento para atrapar al criminal.

Se cree que la literatura policial contemporánea es una mezcla de estas dos vertientes. Están los razonadores -con Fred Vargas a la cabeza--, los seguidores del modelo noir --Connelly y Pelecanos, entre muchos otros--, y los que son una mezcla de ambos -Rankin, Camilleri. Esta historia es muy anglosajona, y le faltan otros capítulos: por ejemplo, la crítica devastadora de Borges al género, en "La muerte y la brújula", y, sobre todo, la obra de los suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö en diez novelas conocidas como "La historia del crimen" (1965-1975). El relanzamiento de Sjöwall y Wahlöö en España a través de la "serie negra" de RBA, y en Estados Unidos en la serie Black Lizard Crime de Vintage -cuatro novelas publicadas, dos más en junio--, permite apreciar cómo su contribución al género es tan imponente que se ha vuelto invisible.

Martin Beck es el detective principal de Sjöwall y Wahloo. Beck es un hombre normal, alejado de los grandes intelectos como Sherlock Holmes y Hercules Poirot, y también de los cínicos románticos como Philip Marlowe; a veces le funcionan sus intuiciones, pero otras, como en El hombre que ríe --la mejor novela de la serie--, sus errores retrasan la resolución del caso. Beck arrastra un matrimonio fallido -sigue casado, pero discute todo el tiempo con su mujer y prefiere dormir en el sofá--, y se dedica por completo a su trabajo: ser policía no parece más importante que ser arquitecto o albañil.

La normalidad de Beck no es tan original: le debe mucho al Maigret de Simenon. El gran logro, sin embargo, no tiene tanto que ver con la creación de un detective -eso sería repetir el modelo tradicional--, sino mostrar todo un procedimiento, todo un cuerpo de policía en acción. En "La historia del crimen", importan mucho las relaciones entre los distintos miembros de la Jefatura de policía de Estocolmo: la admiración, los celos, el resentimiento que existe entre Beck, Kollberg, Melander, Larsson y Rönn ayudan tanto como entorpecen la buena marcha de un caso. También son claves los interrogatorios tediosos, las pistas falsas, la rutina que parece no conducir a ninguna parte. Y ni qué decir de los largos momentos en los que Beck desaparece de la escena y la resolución la lleva a cabo otro policía: en El policía que ríe, el novato Stenström es el que se enterca con una pista hasta resolver el caso; en El hombre en el balcón, Beck y Kollberg arrestan al hombre equivocado, pero unos simples agentes de radiopatrulla, Kristiansson y Kvant, son quienes dan con el asesino.

Sjöwall y Wahlöö estaban casados y eran conocidos periodistas de izquierda. Su meta era usar el género policial para criticar el estado de bienestar sueco, para ellos una blanda versión del capitalismo burgués. Esas críticas son algo estridentes y panfletarias; puede que sean correctas, pero no los leemos por eso. Los que creen que el policial sueco comenzó con Henning Mankell y Stieg Larsson harían bien en darse una vuelta por "La historia del crimen". Descubrirían que todos los escritores de novela policial hoy, incluso los que no los han leído, tienen una deuda con Sjöwall y Wahlöö.

(La Tercera, 6 de abril 2009)



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6 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El eterno retorno de García Márquez

Dice Carmen Ballcels que Gabriel García Márquez no escribirá más. Las razones tienen que ver con su salud debilitada; hace años que se dice que habría una novela corta más, titulada En agosto nos vemos, pero por lo visto el proyecto no saldrá a flote. A su paso por Ithaca, Héctor Abad, muy buen amigo de Gabo, especula que habrá más libros, pero que éstos serán, sobre todo, viejos manuscritos.

A estas alturas, ¿importa que García Márquez deje de escribir? Si hubiera dejado de hacerlo en 1985, después de la publicación de El amor en los tiempos del cólera, su reputación como uno de los grandes indiscutibles de la literatura universal no hubiera variado un ápice; hubo cosas buenas en lo que vino después -El general en su laberinto, Noticia de un secuestro--, pero para entonces su reputación estaba consolidada. Si en los años sesenta el "realismo mágico" se hizo conocido por lo lectores de todo el mundo gracias al Boom y a Cien años de soledad, los ochenta mostraron su influencia en escritores de primer nivel, entre ellos Salman Rushdie (Hijos de la medianoche, 1981) y Toni Morrison (Beloved, 1987). La literatura latinoamericana suele ser receptora de las modas narrativas que se originan en otros continentes; la obra de García Márquez es uno de los escasos ejemplos de una forma de narrar latinoamericana capaz de difundirse por el mundo. José Donoso solía bromear que había escuelas de "realismo mágico" incluso en el Tibet.

La influencia de García Márquez fue tanta que tuvo sus aristas negativas: presentó una visión exótica del continente -Macondo como el lugar donde lo extraordinario es cotidiano--, y, para los lectores y editores de otras latitudes, llegó a simplificar la diversidad narrativa latinoamericana bajo el común denominador del "realismo mágico" (la misma obra de Gabo fue víctima de esto, pues muchas de sus páginas no tienen nada que ver con el "realismo mágico"). No fue casual que mi generación, al aparecer en la década del noventa, en un momento de saturación del estilo y de sus imitadores, tratara de distanciarse del modelo. Pero ese distanciamiento tomó también la forma de un homenaje: hay una antología que se llama McOndo (1996), pero no existen similares esfuerzos para con los mundos narrativos de otros escritores del Boom (nadie escribe contra Vargas Llosa o Cortázar).

Hoy todos leen a García Márquez, aunque ya ha pasado el momento cumbre de su influencia. Se ha apagado la estrella, pero a mí se me ocurre que es sólo temporal: la obra de Gabo es lo suficientemente poderosa como para producir nuevos escritores influidos por ella. Así, mientras hoy parecería que todos quieren escribir como Bolaño, seguro hay por ahí, perdido en un país latinoamericano -o europeo, asiático o africano--, una niña o un adolescente que acaban de leer Los funerales de la Mamá grande, y que comienzan a tramar el retorno de García Márquez.

(La Tercera, 4 de abril 2009)



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4 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ximena Sariñana

 

De familia de cineastas y cantantes (su tía es Verónica Castro), la mexicana Ximena Sariñana comenzó a actuar en el cine a los nueve años y en telenovelas a los once. Lo suyo era, sin embargo, la música, y su primer compact, Mediocre, demuestra su versatilidad. Es algo arriesgado llamar así al compact: permite demasiados juegos de palabra fáciles por parte de los críticos. Sariñana supera con creces el desafío. Lo suyo es un pop con toques de jazz y funk, algo que la aleja tanto de Julieta Venegas como de Shakira (posibles modelos para alguien que quiera triunfar en la escena musical latinoamericana).

Entre las canciones que destacan de este disco se encuentran "Vidas paralelas", "No vuelvo más" y "Normal".



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31 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Puerto Rico

La semana pasada estuve en San Juan, invitado por Mayra Santos a dar un taller de novela. También tuve una presentación en la Universidad de Puerto Rico, y otra con los "facilitadores" de literatura del Departamento de Educación. Todo tan agotador como estimulante. Me impresionó y conmovió el fervor de los que tomaron el taller de novela; yo creía que me iba a encontrar con principiantes, pero no, casi todos tenían una novela terminada y algunos ya habían publicado; entre esos textos, había algunos admirables (pienso en este momento en Pepa Pompa, de Mario Santana, pero había otros más, y si no los menciono es porque sólo pude leer los primeros capítulos de cada novela).

Hace unos quince años tenía una idea muy equivocada de Puerto Rico. Su estatus de estado libre asociado, su relación con los Estados Unidos, me hacían pensar que los puertorriqueños se sentían más norteamericanos que latinoamericanos. Luego conocí en Berkeley a Julio Ramos, un profesor que me dio a leer literatura puertorriqueña por primera vez, y tuve en la universidad amigas que me fueron hiciendo ver que todo era mucho más complejo de lo que creía. En los últimos años, gracias a la incombustible Mayra, he podido tener una visión más cercana y menos sesgada de la isla, y confirmar mis sospechas: estaba equivocado. Hay una visión pragmática de la relación con Estados Unidos, que hará que, probablemente, los independentistas sigan siendo minoría en la isla; pero, a la vez, el corazón de Puerto Rico estará con la literatura en español, con la música en español, con una forma caribeña de entender las cosas que tiene casi todo de América Latina y casi nada del imperio.

Entre los actos de la semana faltó uno: la presentación de la nueva novela de Mayra, Fe en disfraz. Alfaguara no logró tener la edición a tiempo. No importa: Fe en disfraz iniciará pronto su camino y nos descubrirá a una Mayra capaz de dialogar con un texto clásico (Aura) para su concepción del tiempo, y que ha logrado una novela que es a la vez histórica y contemporánea. No es poco. Si a eso le añadimos una visión fascinante del encuentro sexual como un combate violento, con un erotismo no exento ni de masoquismo ni de sadismo, la mesa está servida.  



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27 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Flannery

Ésta es la temporada de las grandes biografías literarias en los Estados Unidos. Tres compiten por nuestra atención Cheever: A Life, de Blake Bailey; Hiding Man: A Biography of Donald Barthelme, de Tracy Daugherty; y Flannery: A Life of Flannery O'Connor, de Brad Gooch. Cada una tendrá un impacto diferente: la de Barthelme servirá para recuperarlo de la nota al pie de página posmo en la que había caído en los últimos años; la de Cheever consolidará su lugar en el canon, discutido en los últimos años por algunos críticos académicos que lo veían como un escritor de una sola nota (un protestante anglosajón de los suburbios); la de O'Connor, ya que sobre la excelencia de su obra no hay discusión alguna, permitirá conocer más de su vida y sacarla del estereotipo gótico en el que había sido aprisionada (una ermitaña que vivía recluida en una granja, acompañada por aves exóticas de todo tipo).

Flannery O'Connor pensaba que no habría biografías de ella, debido a que "las vidas transcurridas entre la casa y la granja de pollos no son estimulantes". Ella no contaba con el arsenal de recursos del género biográfico en el mundo anglosajón, utilizados con talento por Brad Gooch. Gooch ha leído todo lo que hay que leer -los cuentos y los novelas, las cartas y los artículos--, y ha hablado con todos los que había que hablar -compañeros de curso en la infancia, editores y escritores, vecinos y familiares--. El resultado es fascinante: su libro reconstruye paso a paso, mes a mes, los apenas treinta y nueve años que vivió la escritora sureña, los últimos quince de los cuales los pasó encerrada en su granja en Milledgeville, Georgia, debido a la devastadora enfermedad del lupus. La vida de Flannery no estaba llena de muchos hechos novelescos, pero la intensidad de su imaginación es la que cuenta: es la que le permitió construir, a partir de un pedazo de realidad, un mundo narrativo complejo, en el que su tema era la presencia de la gracia espiritual en "territorio controlado por el diablo".

Flannery O'Connor nació en Savannah, Georgia, el 25 de marzo de 1925. Allí vivió hasta los trece años, cuando se mudó a Atlanta y luego a la granja en Milledgeville. Su familia, de raíces irlandesas, era católica en el Sur profundo dominado por los protestantes evangélicos. Desde pequeña, se entregó con fervor a la religión católica, y no abandonó nunca esa fe. Fue durante toda su vida una gran lectora de libros de teología (ya adulta, solía leer veinte minutos de Santo Tomás de Aquino antes de dormirse) y de escritores católicos como Mauriac.  

En el Sur segregacionista, Flannery fue a colegios sólo para blancos, aunque su actitud rebelde la hizo integracionista desde temprano (en el cuento "Everything That Rises Must Converge" se pueden leer trazos de su autobiografía en la forma en que Julian lucha con la actitud hostil de su madre hacia los negros). Descubrió a Poe en su adolescencia temprana: ese mundo gótico influiría en sus primeros textos, aunque el tono de ella era más bien la sátira. No dibujaba mal, y la vena satírica la hizo pensar en serio en una carrera como dibujante en las páginas editoriales de los periódicos. Sin embargo, su talento para la escritura comenzó a mostrarse a los quince años -en la misma época en que su padre moriría, de lupus--, e hizo que consiguiera una beca para estudiar en el afamado Writers' Workshop de la universidad de Iowa (había llegado allí para estudiar periodismo, pero se pasó rápidamente a la ficción narrativa).

En Iowa se convirtió pronto en la estrella del taller, y sus cuentos comenzaron a publicarse en revistas importantes. Sus profesores la recomendaron a la colonia de artistas en Yaddo, donde se hizo amiga del poeta Robert Lowell, que, deslumbrado por su talento, la presentó a su editor en Harcourt Brace, Robert Giroux. Giroux publicó en 1952 su primera novela, Wise Blood. Las reseñas fueron ambivalentes, pero estaba claro que O'Connor era un talento literario de primera magnitud.

En 1925, con apenas veinticinco, Flannery O'Connor había sido diagnosticada con lupus. Como la enfermedad requería de cuidados especiales, decidió retornar a Milledgeville, donde sería atendida por su madre y se dedicaría a escribir y a coleccionar faisanes. Gooch sugiere que su fe católica le permitió sobrellevar su retiro del mundo cosmopolita literario -el triángulo Iowa-Yaddo-New York--, y entregarse de lleno a la vida en la granja. Su gran época creativa transcurrió entre 1952 y 1955, cuando escribió los cuentos de A Good Man Is Hard To Find; la publicación del libro en 1955 tuvo una recepción crítica tan exitosa que a partir de ahí no hubo más discusión acerca de su lugar central en el canon. Después, el lupus la fue debilitando tanto que sólo pudo escribir una novela más, The Violent Bear It Away, y dejar unos cuentos que formarían el libro Everything That Rises Must Converge y serían publicados un año después de su muerte en 1964.  

(La Tercera, 23 de marzo 2009)



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22 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De virreyes y tartas con hojas de coca

A principios de esta década hubo en Bolivia un embajador de Estados Unidos tan poderoso que era conocido como el Virrey. Las fiestas en la embajada para celebrar el 4 de julio eran muy concurridas; allí iban los políticos para rendirle pleitesía al Virrey. Algunos días antes de las elecciones de 2002, el Virrey sintió que tenía la autoridad suficiente para entrometerse en los asuntos internos del país, y llamó a la población a no votar por Evo Morales, el candidato que según él quería que Bolivia volviera "a ser un exportador de cocaína importante". Evo no ganó ese año -el triunfo fue de Sánchez de Lozada-, pero el Virrey tampoco: incluso los partidos políticos alineados a Estados Unidos debieron sacar comunicados reprochando la intromisión.

El error de Manuel Rocha -así se llamaba ese embajador- recuerda al de Braden, el secretario asistente del Departamento de Estado que hacia 1946 intentó influir para que los argentinos no votaran a Perón (el resultado obvio fue el triunfo de Perón, gracias a una campaña nacionalista bajo el eslogan Braden o Perón). Es larga la historia de la injerencia estadounidense en los asuntos internos de América Latina, y no tan larga la del rechazo orgulloso a esa injerencia. En Bolivia, los excesos de Rocha fueron un parteaguas. La llegada de Evo radicalizó el descontento hacia Estados Unidos, sobre todo debido a su política intransigente de ayuda económica a cambio de la erradicación de los cultivos de la hoja de coca (defendida por el partido de Evo como símbolo fundamental de la cultura andina).

Hacia enero de 2006, el día de la fiesta en el palacio presidencial con motivo de su juramento como presidente, Evo se dio el lujo de hacer colocar, en medio del salón principal, una enorme tarta decorada con hojas de coca. El embajador de Estados Unidos debió salir corriendo del palacio para evitar que lo fotografiaran al lado de la tarta.

Desde entonces, las relaciones entre ambos países no han hecho más que empeorar. En junio del año pasado los cocaleros de la región del Chapare expulsaron a USAID, y poco después, en septiembre, Evo expulsó al embajador; ahora, es el turno de que la DEA se vaya del país.

Es cierto que Bolivia necesitaba una política exterior que no fuera servil a Estados Unidos, pero no es menos cierto que, gracias al camino emprendido por Evo, los industriales bolivianos pierden mercados, y el país se queda sin un apoyo logístico vital en la lucha contra las drogas. Evo se ha anotado una gran victoria simbólica en el corto plazo; a la larga, sin embargo, Bolivia pierde mucho más que el imperio.

(El País, 16 de marzo 2009)

 



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19 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Claudia Llosa: La teta asustada

Me ha llamado la atención el debate entablado en la blogósfera peruana sobre los méritos y defectos de La teta asustada, película de Claudia Llosa que ha ganado recientemente el prestigioso Oso de Oro en el festival de Berlín. Hay mucha gente molesta porque la representación de los inmigrantes andinos en la película no es políticamente correcta; lo curioso de todo esto es que los más exaltados admiten sin rubor que ni siquiera han visto la película. Gustavo Faverón tiene un post magistral al respecto de esta "ceguera ideológica", así que no abundaré en el tema. En todo caso, los que sean capaces de ver esta película sin prejuicios --qué cosa más difícil-- se sorprenderán al encontrar una gran obra que coloca, así sin más, a la peruana Claudia Llosa en la primera fila de los directores latinoamericanos. La teta asustada es, de manera sesgada, una reflexión sobre las secuelas de la violencia en una sociedad. Fausta -una brillante Magaly Solier- sufre un miedo atávico relacionado con la época del terrorismo y los abusos militares en el Perú.

En su forma más básica, la película tiene que ver con los caminos que toma Fausta para desprenderse de ese miedo. Claudia Llosa encuentra soluciones magistrales para cada escena, y nos hace ver el poder del mito en el presente (en esto es mejor que Reygadas). Todos los personajes secundarios están admirablemente captados -la pianista caprichosa de la clase alta, el jardinero fiel, el tío--, y si a veces nos reímos ante los usos y costumbres de estos inmigrantes en una Lima que no reconocemos como tal, se trata de una risa incómoda, no burlona.

Al final de La tía Julia y el escribidor, Vargas Llosa escribe acerca de cómo estaba cambiando el rostro de Lima gracias a la gente de la sierra que llegaba todos los días; con La teta asustada, está claro que esta Lima ya no es la de las novelas de Varguitas, y que por suerte está en manos de una gran directora.



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13 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La novela rusa de Emmanuel Carrère

Hace casi diez años, veía las novedades literarias en un Barnes & Noble de Washington cuando un libro delgado me llamó la atención. Era The Adversary, y su autor el francés Emmanuel Carrère. La primera frase me impactó: "On the Saturday morning of January 9, 1993, while Jean Claude Romand was killing his wife and children, I was with mine in a parent-teacher conference". No soy de los que compran libros por impulso -tengo la debilidad de leer reseñas y hacer caso a las recomendaciones de amigos--, pero esta vez no pude resistirme. No me arrepentí: The Adversary explora cómo Romand logró, durante dieciocho años, engañar a su familia y amigos haciéndoles creer que era un doctor de la Organización Mundial de la Salud. A la manera de Capote con Perry Smith, uno de los asesinos en A sangre fría, Carrère traba una relación con Romand y muestra una gran empatía por él. Decidí buscar más libros de Carrère.

Lo siguiente que cayó en mis manos fue Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la poco convencional biografía de Philip Dick. Para los anglosajones, maestros en el arte de la biografía, éste era un libro demasiado francés. Estaban los datos, pero había también ahí una suerte de preocupante recreación novelesca. ¿Y dónde estaban las notas al pie de página, la interminable bibliografía al final? Pese a todas las observaciones, lo cierto es que éste es también un gran libro.

Después le perdí el rastro a Carrère, hasta que, hace unas dos semanas, de visita en Madrid, escuché a dos amigos editores hablar con entusiasmo de Una novela rusa, el nuevo libro que acababa de publicar. Lo leí en el viaje de regreso a Nueva York. Se trataba de una novela autobiográfica iniciada poco después de El adversario, en la que el protagonista principal parecía querer alejarse de sus libros anteriores, llenos de historias "de locura, de hielo, de encierro", y se proponía escribir algo distinto, ir hacia "el exterior, hacia los demás, hacia la vida". Por supuesto, las buenas intenciones no cuentan para los escritores marcados por ideas obsesivas. Al final, Una novela rusa es un libro muy de Carrère, dominado por el horror.

Una novela rusa se divide en dos historias principales. En una, Carrère narra su relación con Sofía, una chica de clase distinta a la suya (él es fino e hiperintelectual, ella es de la burguesía más mediana y no sabe quién es Saul Bellow); en la otra, se trata de un viaje a Kotelnich, una pequeña ciudad perdida en la inmensidad de Rusia, para buscar de manera indirecta las huellas del abuelo ruso de Carrère. La historia con Sofía tiene más valor autobiográfico que literario: nos muestra al escritor pedante, que mira en menos a su pareja y dice cosas políticamente incorrectas que muchos piensan pero no se atreven a decir. La novela hace un seguimiento microscópico de la relación, minada por los celos y la arrogancia de Carrère, y por los deseos de Sofía de encontrar cierta estabilidad. Hay sorpresas dramáticas, novelescas (Sofía está embarazada, y no se sabe quién es el padre), pero lo que se cuenta no es tan interesante como el autor cree que es.

La historia de Kotelnich, sin embargo, es otra cosa. Aquí está el mejor Carrère: el hombre que sabe encontrar a los monstruos en la vida ordinaria. Carrère necesita ir a Kotelnich para enterrar simbólicamente a su abuelo, un hombre que había pesado mucho en su vida. Sin embargo, no puede hacerlo, y termina encontrándose con otro horror y otro luto: la muerte trágica de Ania, una traductora con la que había tenido una aventura, y su hijo. El autor francés se irá de Kotelnich, ese lugar en el que supuestamente no pasa nada, llevándose consigo otra tumba, y un libro no sobre las historias que queremos contar, sino sobre las que podemos y tenemos que contar.

(La Tercera, 9 de marzo 2009)



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10 de marzo de 2009
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