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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Algo más que fútbol

Son muchas las cosas que contribuyen a la forma en que esa "comunidad imaginada" llamada nación se entiende a sí misma y es entendida por los demás. Una de las más importantes es el fútbol. No es casualidad que muchos intelectuales se sientan atraídos por ese deporte; Albert Camus decía que lo más importante de la vida lo había aprendido en una cancha de fútbol. El fútbol como una escuela de aprendizaje a la vida, como la enseñanza de ciertos valores. Pero también como un espacio donde una nación puede redefinirse, descubrir algo que todavía no sabía sobre sí misma. El fútbol es siempre algo más que fútbol.   

Mundial de Sud África. Mediados de junio, después del primer partido de Alemania, que barre fácilmente a Australia. Los comentaristas vuelven al lugar común de la "eficiencia germana". Pero hay algo diferente en esta Alemania, y tiene que ver con lo que el escritor peruano Iván Thays, en un guiño a su compatriota José María Arguedas, llama su vocación a mostrar en el equipo "todas las sangres" que componen a la nación. Özil tiene sangre turca, la ascendencia de Gomez es española, Podolski y Klose nacieron en Polonia, Cacau en Brasil, Khedira tiene raíces árabes,  Boateng es hijo de inmigrantes de Ghana y Marko Marin viene de los Balcanes.

Algunos comparan a esta Alemania con la Francia de los años noventa, que presentó un mosaico multirracial y, de la mano de Zidane, alcanzó la copa. En ese momento, el seleccionado francés fue visto como un modelo de integración racial, el sueño de una Francia en que la integración de sus diversos grupos fuera armónica. Ya sabemos cómo anda esa historia: Francia vive un proceso traumático de adaptación de sus minorías, y el fracaso de su selección en este mundial ha avivado el fuego del discurso racista y xenófobo de la derecha. Anelka no sólo es un indisciplinado; es también un chiquillo de las barrios bajos que no lleva con orgullo los colores de su país. La descomposición del equipo refleja las tensiones locales: el capitán Evra y compañía han apartado al volante Gourcuff -un jugador que merecía ser titular-- porque es la hora de la venganza del "ghetto" contra la clase media alta.
De la mano de su selección triunfante, Alemania vive por ahora el lado utópico de la integración de las minorías en el proyecto colectivo. Las derrotas, cuando lleguen (porque también los alemanes pierden), harán obvia la fragilidad de ese sueño.
 
Si muchos latinoamericanos apoyaron a Chile en este mundial fue por lo que mostró. Había algo diferente a selecciones anteriores, y que no puede ser achacado únicamente a la disciplina táctica de un entrenador. La entrega y la vocación colectiva iban a contrapelo de la imagen que se tenía de Chile en América Latina: el país individualista y neoliberal. Por supuesto, Chile nunca fue sólo ese país tan fácilmente estereotipado como el vecino egoísta del barrio, ni es tampoco sólo esa voluntad de sacrificio mostrada por esta selección. Pero, en la lucha entre imágenes, lo que ha hecho esta selección es tornar más difícil la labor de simplificar a Chile, reducirlo a su versión menos amable. No es poco.

Sábado 3 de julio por la tarde en un café en Cochabamba. Una mesa larga de jóvenes ve el partido entre España y Paraguay con banderas y sombreros con los colores de la selección paraguaya; en una esquina, más tímido, un grupo aplaude las jugadas de España. Está claro que nadie aquí es español ni paraguayo. Dicen algunos que el fútbol aviva los nacionalismos, y es cierto; pero hay otro lado de la moneda, y es el hecho de que el fútbol también permite que uno vaya más allá de su parroquia, y termine apoyando una bandera supuestamente rival. Han sido muchos los bolivianos que han visto el partido entre Chile y Brasil con un nudo en la garganta, entusiasmados por el equipo de Bielsa. Que nadie se llame a engaño: esto suele durar poco.
 
(La Tercera, 6 de julio 2010)

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6 de julio de 2010
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Fútbol y tecnología: un intruso en la cancha

Si decidimos que la tecnología entre a un partido de fútbol -con cámaras más precisas que los árbitros- hay que tomarse el asunto en serio. Partiendo por la fifa. No hay problema en que los réferis se sigan equivocando en las decisiones pequeñas, pero la tecnología debe ayudar en las importantes.

Este mundial de fútbol ha presentado una disonancia excesiva entre el hecho de que un ser humano arbitra un partido junto a dos colaboradores, y treinta y dos cámaras poderosísimas captan todos los detalles del juego para los teleespectadores del mundo. Gracias a la FIFA, parece haber un enfrentamiento entre los árbitros y la tecnología, con la derrota continua de los árbitros. Los errores, han dicho Blatter y sus allegados más de una vez, son parte del fútbol: al eliminarlos se perdería algo de la belleza de este deporte. Pero, ¿qué ocurre cuando estos errores significan la diferencia entre la clasificación de un equipo a la siguiente fase o su eliminación? El fútbol es un deporte en el que la rapidez cuenta, y todos podemos entender que no haya ganas de parar las cosas para revisar una jugada, o que un juez se equivoque y no vea una posición adelantada por milimetros, una mano o un empujón capaces de cambiar el curso de los acontecimientos. Pero estamos seguros de que valía la pena revisar si entró o no el remate de Lampard contra Alemania: con tan pocos goles en un partido, ofende no aceptar uno en el que la pelota ha entrado casi un metro.

Hay una contradicción flagrante en la postura de la FIFA de dejar una responsabilidad de magnitud a tres pobres hombres (ya odiados por la naturaleza de su puesto), y al mismo tiempo socavar esa responsabilidad instalando pantallas gigantes en los estadios --que muestran las jugadas importantes en diferido--, y de hecho comercializando los derechos de la transmisión del espectáculo por televisión a todas partes del mundo. Cuando el domingo pasado Tevez marcó un gol contra México, todo estaba bien hasta que en las pantallas gigantes del mismo estadio pasaron la jugada; los mexicanos, con toda razón, fueron a increpar al árbitro el fuera de juego de Tevez. El árbitro dudó, y estaba dispuesto a rectificar, pero los jugadores argentinos dijeron correctamente que el árbitro no podía rectificar basándose en la ayuda de la pantalla. El árbitro aceptó el argumento y debió comerse el error, poniendo en evidencia a la FIFA.

Si la FIFA acepta el poder de la tecnología para transmitir imágenes impecables de los partidos y repeticiones de los lances más interesantes del juego, ganando así montos que permiten el crecimiento tanto de la FIFA como del producto que vende -el fútbol como espectáculo--, también debería aceptar ese poder para revisar decisiones capaces de alterar un juego. La tecnología seguirá progresando, haciéndose cada vez más sofisticada; la brecha entre lo que las imágenes podrán mostrar y las torpes decisiones humanas también seguirá aumentando. No se trata de una lucha entre ambas cosas, sino de encontrar la forma de complementarlas. Que los árbitros puedan seguir equivocándose en paz en las decisiones pequeñas, y que la tecnología ayude a tomar las importantes.

(Revista Qué Pasa, 3 de julio 2010)

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3 de julio de 2010
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Gansos que fingen ser machos alfa

Uno tras otro, los periódicos del mundo van desapareciendo. Internet y la televisión por cable son culpables de la sangría: el ciclo de noticias de 24 horas al día hace que un periódico impreso se vuelva obsoleto rápidamente. Hay quienes luchan por sobrevivir y buscan todo tipo de formas para adaptarse al aire de los tiempos. Sea como fuere, la época dorada parece estar detrás nuestro: la industria no morirá, pero tampoco reconoceremos en ella lo que alguna vez fue.

Éste es el momento ideal, entonces, para que la literatura, siempre entusiasta en su búsqueda de personajes, artefactos y lugares sobre los cuales construir una elegía, se fije en el mundo del periódico, "ese informe diario de la estupidez y la brillantez de la especie". Tom Rachman, nacido en Londres hace 35 años, acaba de publicar su primera novela, Los imperfeccionistas (Urano), una sátira entrañable sobre un periódico sin nombre cuya base de operaciones se encuentra en Roma. El periódico recuerda en algo al International Herald Tribune: está escrito en inglés y tiene cierta proyección internacional. Sus periodistas son en su mayoría norteamericanos expatriados, gente de muchos defectos que se imagina mejor de lo que es pero termina siempre vencida por sus mezquindades.   

La estructura de la novela parece compleja pero es en realidad muy simple: once capítulos que se leen como cuentos, dedicado cada uno a un personaje del mundo del periódico, entre ellos Winston Cheung, el inseguro corresponsal en el Cairo, Arthur Gopal, responsable de los obituarios, o Herman Cohen, el editor de correcciones, que, obsesionado por la "credibilidad" de su producto, tiene un ataque de nervios cada vez que alguien escribe "Sadism Hussein" o la palabra "literalmente"; entre capítulos se incluyen secciones breves en cursivas que van contando la historia del periódico, desde que se discute la idea de su fundación, en un café romano en 1953, hasta que, golpeado por la crisis, el nieto del fundador, Oliver Ott, un excéntrico que sólo habla con su perro, decide cerrarlo en el 2007. Es notable el esfuerzo de Rachman por lograr una narrativa que funcione a la vez como novela y como libro de cuentos; sin embargo, lo cierto es que, cuando uno recuerda Los imperfeccionistas, se queda sobre todo con algunos capítulos brillantes (es decir, triunfan los cuentos, no la novela). Los dedicados a Cheung y Cohen son los mejores.

Los cuentos también tienen un armado muy reconocible. El personaje en torno al cual gira la acción tiene un punto débil que producirá su caída. Por dar un ejemplo: a Lloyd Burko, el corresponsal en París, le ha llegado la edad y no encuentra historias para venderle al periódico en su calidad de "freelance"; cuando su hijo, que trabaja en un ministerio de gobierno en París, le cuenta algo confidencial en la comida, Lloyd decide utilizar esa información para escribir la noticia, sin importarle el hecho de que pondrá en riesgo el trabajo de su hijo. El cuento se resuelve con un giro sorpresivo que recuerda a O. Henry. Durante casi todo el libro, estos finales sorprenden de veras, pues nos revelan al personaje en toda su complejidad. Sin embargo, este giro se vuelve predecible, y la novela pierde algo de fuelle: dos de los últimos tres capítulos/cuentos (los de la lectora y de la directora financiera) son los más débiles y llegan a ser inverosímiles.

Lo que emerge de Los imperfeccionistas es una elegía agridulce a ese mundo de "gansos que fingen ser machos alfa". Rachman ha conseguido un sólido debut literario. La edición en español hace justicia al libro al incluir el subtítulo "una novela en relatos". La traducción es precisa y no llama la atención sobre sí misma.

(Babelia, El País, 26 de junio 2010)

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30 de junio de 2010
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Desde las sombras

Hace un par de semanas, en una entrevista, el Ministro del Interior chileno recitó de memoria el inicio de La Guerra de Galio. ¿Qué tiene este libro que seduce a los políticos?

 

La literatura latinoamericana está poblada de grandes novelas que radiografían el poder y sus excesos. En general, este poder se ha personalizado en el dictador, en el gran caudillo, aunque han habido obras que han preferido explorar más bien la figura de aquellos que, desde las sombras, mueven los hilos. Una de las más importantes es La guerra de Galio (1991), del escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, novela ambiciosa que también se atreve a indagar en la fascinada y compleja relación del intelectual latinoamericano con el poder.

La novela retrata, a lo largo de sus seiscientas páginas, dos décadas de la vida política y cultural mexicana: de mediados de los sesenta a mediados de los ochenta, con mucho alcohol y sexo y conspiraciones de por medio. La guerra de Galio narra principalmente una cruzada: la de Carlos García Vigil y su jefe Octavio Sala, que, desde el periódico La Vanguardia, intentan defender la libertad de prensa de los ataques del gobierno. García Vigil es un historiador del período colonial que, después de la matanza de Tlatelolco en 1968, llega a ser "tocado más que nunca por lo inmediato". Su atracción por el presente, "la urgencia de intemperie", está relacionada con el "salto al vacío de parte de su generación". Su ingreso al periódico será un intento por revelar la verdad de esos turbulentos años setenta en los que se lleva a cabo una guerra silenciosa entre el gobierno y la guerrilla. Si hay silencio, si los mexicanos no se enteran de esa lucha, es gracias a que el PRI, desde el poder, tiene un control casi hegemónico de los medios de comunicación.

El título de la novela es en honor a Galio Bermúdez, otro historiador, que, desde su cargo de Secretario de Gobernación, es una suerte de intelectual orgánico seducido por el poder y sus formas violentas. Su guerra puede entenderse de varias formas: es la represiva del gobierno del que forma parte, la necesaria para que, en la turbulenta década de los setenta, se imponga la razón de estado; es la del intelectual que provee al Estado de una ideología que entiende a la violencia como un instrumento necesario. La lucha es contra la guerrilla, pero también contra los medios de comunicación independientes. Galio logrará que se cierre La Vanguardia, aunque luego Sala y García Vigil abrirán La República, un periódico aun más intransigente (gente del gobierno quiere que ese periódico se abra, por una razón gramsciana: la mejor forma de imponer una hegemonía es permitir "democráticamente" que haya una oposición).

"La moral de la vida pública no tiene que ver con los diez mandamientos, ni con las cuitas de las almas nobles", dice Galio. "Tiene que ver con la eficacia y la eficacia suele tener las manos sucias y el alma fría". Ya lo sabemos: el fin justifica los medios. No es extraño, entonces, que esta novela seduzca a políticos. "Odio la noche", dice el profesor de García Vigil al comenzar la novela. Pero Galio la ama.

(Revista Qué Pasa, 26 de junio 2010)

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30 de junio de 2010
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Tres como Donovan

Los días previos al partido de octavos contra Ghana fueron de portadas con titulares celebratorios (Goooooal for USA!), noticias de records de teleespectadores en los partidos transmitidos por ESPN, análisis cautos de las chances de los Estados Unidos, precios astronómicos por las figuritas de Landon Donovan en eBay (antes del mundial costaban 40$us, después del partido contra Argelia se llegó a pedir 500$us), y de Bill Clinton. Sí, el ex-presidente estuvo en todas partes. Con un gran sentido de la ubicuidad, se encontraba en el palco del estadio cuando se logró el pase a octavos; se quedó afónico con el gol en descuentos y bajó a los camarines a festejar con el equipo. Un ambiente en general positivo, aunque no faltaron los que querían arruinar la fiesta: un comentarista de CNN llegó a sugerir que el interés actual en los Estados Unidos por el fútbol era como el que se le daba a los deportes raros cada cuatro años en las Olimpiadas. Es decir, que a todos les encantaba que a los del equipo de bobsled les fuera bien, pero que apenas terminaba se olvidaban de ellos. Otros aprovecharon para defender el excepcionalismo norteamericano y decir, orgullos, enfáticos, que los deportes de los Estados Unidos eran aquellos inventados en los Estados Unidos (el beisbol, el basquetbol y el fútbol americano).

Por una vez, el fútbol concitó titulares, portadas, expectativa. Clinton estaba nuevamente en el palco, esta vez junto a Mick Jagger. Todo estaba servido para la gran celebración. Al principio, se repetía una película conocida: gol tempranero de Ghana, y a remar contra corriente. La compañía de televisión por satélite DirecTV se había puesto a llamar a los Estados Unidos "el equipo de los segundos tiempos", así que había esperar. Donovan apareció en ese segundo tiempo para marcar el empate, y se llegó al alargue. El drama continuaba, y la sensación de que una vez más habría un final feliz con suspense no abandonaba a los comentaristas. Pero esta vez no fue así.

En el fondo todos los equipos saben bien hasta donde pueden llegar, pero, una vez en octavos en un mundial, es fácil lanzarse a soñar en conquistas imposibles. Estados Unidos es un equipo sólido, batallador, de excelente nivel físico, pero tampoco daba para mucho más. ¿Qué le faltó? Por lo menos, algo así como tres de la calidad de Donovan. Estoy siendo humilde y no pido mucho, porque, todo hay que reconocerlo, Donovan es muy bueno, pero no está en el primer escalón de los grandes. Aunque estuvo casi ausente en el partido contra Ghana, lo que hizo le bastó para ser superior a sus compañeros. Altidore, Findley, Bradley, Gomez: tan empeñosos como olvidables. Alguien dijo que Estados Unidos había demostrado en este mundial que para el fútbol actual se necesita más mentalidad que destreza. Pues no. Con la primera sólo se llega a octavos; con las dos y un poco de suerte, puede que también se ganen campeonatos.

(Blog Papeles Perdidos, Babela, El País, 27 de junio 2010)

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27 de junio de 2010
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Digno de Hollywood

Ayer un estudiante peruano me dijo que uno de sus amigos tenía que dar una charla en Chicago, pero le cambiaron el horario para que no coincidiera con el partido de los Estados Unidos contra Argelia. ¿Podía ser que algo que estuviera cambiando? A juzgar por lo que veo en el lobby de la biblioteca Mann, en la universidad de Cornell, parece que sí. Han instalado una pantalla gigante (lo han hecho en varios lugares del campus), y quince minutos antes del partido hay un buen grupo de estudiantes agitando banderas y con la tensión en el rostro. Están los indiferentes y los que se detienen a preguntar qué diablos pasa, pero la mayoría al menos está enterada. Las imágenes de ESPN muestran bares en la Florida, en Nueva York, en California: definitivamente, la fiebre del mundial ha llegado a los Estados Unidos. Ya veremos qué pasa cuando la Copa acabe, pero por lo pronto, yo que vivo aquí hace veinte años, noto un cambio.

Algunos estudiantes comentan los cambios estratégicos en la alineación de Bradley: Bornstein no es muy querido, pero se reconoce que Onyewu no ha estado jugando bien. Comienza el partido y todo discurre con normalidad hasta el gol anulado a los Estados Unidos. La repetición de la jugada indica que el árbitro se equivocó, y se instala en el ambiente algo que casi todos los países chicos conocen: que la mano negra de la FIFA conspira contra Estados Unidos. ¿Cuántos goles tiene que meter este país para que alguno cuente? Uno de los estudiantes, seguro de algún postgrado en psicología, dice que no cree en teorías conspiratorias, sino más bien en un "prejuicio inconsciente" de los árbitros, que desde chicos han sido acostumbrados a ir contra los Estados Unidos. Suena plausible, aunque también, a su manera, se trata de una teoría conspiratoria.

Segundo tiempo. Inglaterra está ganando y los Estados Unidos se queda fuera. Se suceden los ataques, Dempsey la tira al palo, los estudiantes se comen las uñas. Se va acabando el partido, y los que nunca dejan de ser optimistas comienzan a resignarse. El árbitro dice que dará cuatro minutos extra. De pronto, salida violenta de los Estados Unidos, galopada de Donovan liderando la carga de caballería, pase de la muerte, rebote, y un final feliz digno de Hollywood: Donovan ha marcado y se ha hecho justicia. Gritos de júbilo, el retumbar del "USA, USA, USA!".

Me abrazo con desconocidos. Uno de ellos dice: "¡Ahora, que venga Alemania!" Da lo mismo cualquier rival, parece, porque Estados Unidos juega de igual a igual contra todos. Una locomotora desbocada (como Altidore), que va al frente con más corazón que cabeza, que sólo tiene a Donovan para pararla y pensar un poco. Un equipo que falla muchos goles y no tiene a los árbitros de su lado, pero no importa, no ahora. La televisión muestra autos tocando la bocina en Times Square, algarabía en algunos barrios de Los Angeles. Para que se imponga el fútbol aquí no se requiere de la estrategia de la FIFA, lo que se necesita es emoción. Y los muchachos de Bradley, con Donovan a la cabeza (el pobre, no sabe lo que se le viene: ya lo han comenzado a llamar "héroe"), se han dedicado a darle emoción al mundial.  

(Blog Papeles Perdidos, Babelia, El País, 23 de junio 2010)
   
 

 
 

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24 de junio de 2010
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Bret Easton Ellis: Obsesivos días circulares

No todos los escritores celebran los veinticinco años de publicación de una novela célebre publicando una suerte de continuación de la historia. Bret Easton Ellis sí, con Imperial Bedrooms, que homenajea a y dialoga con Menos que cero. No podía ser de otra manera: Ellis se ha mostrado siempre consciente de su status de escritor célebre; en las últimas novelas, la celebridad del escritor se ha vuelto incluso un tema autorreferencial: en Lunar Park el personaje central se llama Bret Easton Ellis, un escritor perseguido por un adolescente disfrazado como Patrick Bateman (el personaje central de American Psycho).
   
El narrador de Imperial Bedrooms, Clay, es un personaje de Menos que cero. Las primeras páginas de la novela juegan con la realidad/ficción de la primera novela de Ellis: "Habían hecho una película sobre nosotros. La película estaba basada en un libro escrito por alguien que conocíamos". Clay habla con ironía del escritor de ese libro, que había mostrado "la indiferencia juvenil, el resplandeciente nihilismo" y "presentado con glamour el horror de todo esto". Clay es ahora guionista de Hollywood, y desfilan en torno a él los personajes de la primera novela: Rip, el rostro desfigurado por inumerables cirugías plásticas; Trent, el productor, y Blair, su esposa; Julian, a cargo de un servicio de acompañantes.
   
Bret Easton Ellis retorna a la escena del crimen y descubre que casi nada ha cambiado: su mundo autorreferencial es obsesivo y cíclico. La novela se lee rápido: el estilo es el de los primeras libros, de frases cortas, lenguaje básico y mucho diálogo. Los adolescentes nihilistas de antes son ahora adultos con dinero, cínicos que a una vida de privilegio le han añadido algo de poder. Clay se acuesta con actrices jóvenes con la promesa de conseguirles un papel en su próxima película. Cuando se ve en el espejo, se asemeja a un "adolescente viejo". Eso parece ser lo único que ha cambiado: el paso del tiempo ha hecho que Clay y sus amigos, que viven entre jóvenes, estén muy dispuestos a la próxima cirugia (o a la droga, para olvidarse de todo).
   
En este universo en que lo superficial es un valor por sí mismo, Clay se descubre con sentimientos hacia Rain, una actriz tan bella como mediocre. La novela, de pronto, se convierte en un homenaje al Chandler de El largo adiós: todos traicionan a todos. Eso se combina con la parafernalia de múltiples películas de horror -los mensajes que llegan al celular sin saber quién los envía, el auto que sigue a Clay todo el tiempo--, y se crea ese vago aire de amenaza que Ellis domina tan bien. Como en Lunar Park, la culpa y la ansiedad aparecen, el duelo y la melancolía se instalan. Los personajes de estas novelas saben que algo han hecho mal, pero no están seguros de qué es. Así, el escritor del cinismo amoral demuestra que también sabe narrar la culpa imprecisa.
   
Pero Ellis no sólo se conforma con visitar Menos que cero o Lunar Park. También están las referencias a American Psycho, sobre todo en la violencia de los juegos eróticos -en los que hay más sadismo que placer--, y en las muertes grotescas de algunos personajes. Esta novela, claro, no se compara con lo se despliega en American Psycho. Eso sí, un dato interesante: la aparición de lo mexicano como algo asociado a lo violento (los jóvenes torturadores de una pandilla en Los Angeles, la mención a muertes ritualísticas en Ciudad Juárez).

Queda la sensación de que esta novela se ha escrito antes. Quizás ése era el objetivo de Bret Easton Ellis: mostrar que algunas cosas cambian para que todo permanezca igual. Si ésa es la conclusión principal, digamos que es poco. 

(La Tercera, 21 de junio 2010)

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21 de junio de 2010
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Carlos Monsiváis: Postales mexicanas

Carlos Monsiváis acaba de fallecer. Lo leí, lo admiré, lo enseñé. Cuando lo conocí, me sorprendió la acidez de su humor, su mirada abarcadora sobre la cultura y política latinoamericanas. La última vez que lo vi, hace un par de años en Madrid, lo encontré muy pesimista sobre el presente mexicano, y me dijo que la culpa era de la violencia cotidiana. Sus comentarios tenían la brillantez de siempre.

En septiembre del 2006, cuando ganó el premio Juan Rulfo, escribí sobre él en La Tercera. La reproduzco a continuación. 

Hace un par de años en la feria del libro de Miami, asistí a un feroz debate entre Mario Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner y Carlos Monsiváis. El intercambio de ideas llevó a una clara polarización: en una esquina, Vargas Llosa y Montaner; en la otra, Monsiváis. Pese a ser superado numéricamente, el intelectual mexicano se defendió con humor y lucidez; sus ataques al ALCA no tuvieron desperdicio. Todo el público quedó convencido de la ortodoxia izquierdista de Monsiváis.

Esa misma noche, en la cena en homenaje a los participantes del debate, tuve la oportunidad de sentarme a su lado. De inmediato, Monsiváis me contó que Evo Morales había visitado México hacía poco, y que lo habían escandalizado los aplausos de la intelectualidad de izquierda cuando el líder indígena boliviano habló de llevar a la cultura occidental "al paredón de fusilamiento". Ahí me quedó claro que Monsiváis era un izquierdista peculiar: nada ortodoxo, capaz de ser crítico con la misma izquierda cuando era necesario. Otro ejemplo más actual: su ferviente apoyo a la candidatura presidencial de Lopez Obrador, su convicción de que en las elecciones mexicanas hubo fraude y de que la protesta es justa y necesaria, no ha evitado que atacara en un carta pública los métodos elegidos por Lopez Obrador para la protesta: "el bloqueo... es un hecho de insensibilidad profunda que lastima una causa que es de muchísimos".

Carlos Monsiváis, reciente ganador del premio Juan Rulfo, es un intelectual tan conocido por el público que ha aparecido en más de una tira cómica (ya en 1995, el periódico La Jornada llamó a esto "monsimanía"). Nacido en 1938 en el seno de una familia protestante en el México católico, se estrenó como periodista en 1954 -año en que también aparece el primer libro de Carlos Fuentes--, con una crónica sobre una manifestación política en la que habían participado Frida Kahlo y Diego Rivera. Con más de cincuenta años de participación continua en la esfera pública, Monsiváis ha sido uno de los que más ha hecho por mantener la elevada calidad del género de la crónica en la tradición latinoamericana (una tradición que tiene su punto elevado con los modernistas de fines del siglo XIX). Lo suyo, claro, es más bien "nueva crónica", pues dialoga activamente con el "nuevo periodismo" de los Estados Unidos (Tom Wolfe, Hunter Thompson), con su estilo de no oponer la crónica a la ficción (la crónica también participa de la ficción, de la imaginación). Entre sus libros más importantes de crónicas se encuentran Amor perdido (1977), Escenas de pudor y liviandad (1981) y Los rituales del caos (1995).

Monsiváis es un creador prolífico, de admirable versatilidad temática: sus textos van desde el análisis de la alta calidad literaria presente en la obra de Salvador Novo hasta la importancia del bolero y la telenovela como formas culturales imprescindibles para entender el siglo veinte mexicano, pasando por los ritos melodramáticos relacionados con la Virgen de Guadalupe. Después de Borges, es el que más ha hecho por convertir al prólogo en un género literario.

Monsiváis es un agudo observador de la vida política; de hecho, su fama comienza con sus crónicas sobre la masacre de Tlatelolco en 1968, recogidas en su libro Días de guardar (1970): "En el féretro el hijo único, victimado dos días antes en el Casco de Santo Tomás, al adueñarse el ejército de las escuelas del Politécnico. No, ella no ha acumulado reproches, ni maldiciones, ni injurias. Avanza y va demostrando, con desplazamientos irrevocables y exactos, la torpeza de la estatuaria cívica. Ella camina y su paso lo preside todo, restaura proporciones que el caos había olvidado. Sus brazos en alto concluyen en la V. Un concepto del luto y de la pérdida se está enterrando ahora". Se puede decir que, en Tlatelolco, la izquierda mexicana encuentra su voz en los textos de Monsiváis y Elena Poniatowska.

A través de las crónicas de Monsiváis se puede seguir el crecimiento desaforado de la ciudad de México. Como dice John Kraniuskas, el tema constante es el de la "creatividad de la cultura popular en un contexto de urbanización acelerada y precariedad económica". La identidad mexicana no se forma en la escuela sino a través de la industria cultural; la radio, el cine, la música popular, la televisión ofrecen modelos de conducta para ser sacralizados (el pelado, el macho, Cantinflas): Monsiváis señala que entre 1930 y 1950, gracias a la radio, "se va precisando el nuevo personaje o nueva categoría social, el Ama de Casa, el primero y el más firme de los auditorios cautivos... la criatura de la domesticidad y los detergentes que llora, ríe o se pasma a petición del melodrama y de las sugerencias como órdenes del locutor".

El melodrama ayuda a unificar la sociedad, su sentimentalismo amortigua la transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. En Monsiváis no hay nostalgia ante aquello que se pierde; hay más bien crítica ante la forma regocijada en que la gente se integra a la sociedad de consumo capitalista, y una mirada dispuesta a sorprenderse ante las nuevas formas que tomará la creatividad popular.

Kraniuskas también sugiere que todo se desplaza en los textos de Monsiváis: el cronista deambula por la ciudad; la cultura alta se disemina a través de la cultura de masas (la poesía modernista se refugia en los boleros); lo religioso impregna lo secular (el vocabulario sacro es central en las canciones de Luis Miguel). Las crónicas y ensayos de Monsiváis, obsesivamente centrados en México, también sirven para entender a América Latina -de hecho, el año 2000 ganó el premio Anagrama de ensayo con Aires de familia, un análisis de la cultura y sociedad latinoamericana--. Con todo, lo cierto es que en Monsiváis se encuentra una paradoja necesaria: por más que lo suyo sea el desplazamiento continuo, él es principalmente el privilegiado cronista de un espacio único, la ciudad de México.

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19 de junio de 2010
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Sólo para conversos

Una hora antes de que comience el partido entre Estados Unidos y Eslovenia, la gente en los cafés de Ithaca no parece haberse dado por enterada. Algo muy opuesto a lo que se acostumbra en América Latina y España (bueno, en el mundo entero) cuando juega la selección nacional: las calles desiertas, la sensación de que algo importante está por ocurriendo, la efímera unión de los contrarios. Compro USA Today, y me sorprendo: no sólo un titular en primera página ("No room for error"), también cuatro de las doce páginas de la sección de deportes están dedicadas al mundial. Dos de ellas son un perfil del entrenador, Bob Bradley, cuyo detalle más importante, según el artículo, es que no es ni Dunga ni Maradona ni Capello, sino, simplemente, un hombre común al que le gusta la música de Bruce Springsteen. Su hijo Michael, que juega de titular en la selección sin que nadie cuestione favoritismos, declara, redundante como buen futbolista: "Él es el seleccionador, es mi padre. Yo soy un jugador, su hijo. No hay nada más que decir". Pues sí.

Las cámaras de Univisión -el canal más grande de televisión en español en los Estados Unidos-- muestran bares atestados en Nueva York y Boston, gente con banderas y sombreros con los colores de la bandera norteamericana. El periodista entrevista a un grupo, y resulta que uno es salvadoreño y otro panameño y así sucesivamente; les pregunta, entonces, por qué apoyan a los Estados Unidos. "Porque todos somos americanos", dice un boliviano, también redundante. El que no parece entusiasmado por esto es el locutor del partido en Univisión, que ayer relataba México-Francia con un claro apoyo al equipo del Vasco Aguirre, pero hoy no está dispuesto a que los eslovenos lo acusen de parcializado.

Del partido se puede decir que fue de ida y vuelta. Estados Unidos no brilla, pero siempre está dispuesto a entregar 90 minutos de emoción. Para hacerlo más interesante, el equipo norteamericano suele dejarse meter un gol en los primeros minutos. Y luego, a correr se dijo, a remontar, tan metido en el ethos de sus jugadores el espíritu de la épica. Alguien escribe en Twitter: "Los gringos son los nuevos alemanes del fútbol: tenaces, seguros". Sí, un equipo que no se da por vencido ni aun vencido. Y con dos en contra, apareció Donovan, que se inventó un golazo casi sin tener ángulo para el disparo, y luego el hijo del seleccionador, para que nadie dude de que está aquí por méritos propios, puso el segundo, e incluso hubo tiempo para un tercero, que el árbitro anuló equivocadamente.

La innata incapacidad para aceptar la derrota, la fe (no ciega) en ellos mismos, el funcionamiento de la meritocracia, la presencia natural de inmigrantes o hijos de inmigrantes en la selección (Donovan, Altidore, Onyewu, Howard, Torres, Bocanegra, Cherundolo...): el fútbol como mensajero de algunos de los valores más importantes de la sociedad norteamericana. Una lástima que, una vez más, al menos en los Estados Unidos, esta prédica magnífica haya sido sólo para los conversos.

(Blog Papeles Perdidos, Babelia, El País, 18 de junio 2010)

       

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18 de junio de 2010
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El portero con Tourette

El nacionalismo del que se precian los norteamericanos no parece haber llegado al fútbol. En la prensa, en Internet y en la televisión estos días, se da la misma atención tanto a Messi como a Donovan. El gran empate de los Estados Unidos ante Inglaterra no ha hecho mella: en las páginas deportivas de USA Today, un periódico que sirve de barómetro del interés nacional, los titulares están dedicados al abierto de golf que comenzará pronto y a la final de baloncesto entre los Boston Celtics y Los Angeles Lakers. En las revisterías, Eto'o posa en la portada de ESPN Magazine y Cristiano Ronaldo y Drogba en la de Vanity Fair. El único norteamericano que me habló de fútbol en Ithaca fue mi abogado, pero en él no había el mínimo interés en el partido de este viernes; lo suyo, más bien, parecía sacado de los "trending topics" de Twitter: ¿qué opinas de las vuvuzelas? ¿Y qué te parece el Jabulani?

De modo que algunas cosas cambian para que todo siga igual en el Reino en el que el Fútbol no es Rey. El que más parece haber ganado puntos es el portero, Tim Howard. "La voz de América", lo llama USA Today en su edición del 15 de junio, y recalca, claro, que este grandulón de rostro amenazante es tan amable que merecería ser parte de una película de Ron Howard. "Gran persona, gran familia", dice de él su entrenador, y ya tenemos la imagen perfecta para los comerciales. Lo curioso de esa nota es que no menciona el dato más importante de Howard: como el detective de Jonathan Lethem en su magnífica Huérfanos de Brooklyn, el portero padece de síndrome de Tourette.

Para enterarse de estas cosas hay que leer el New Yorker. Allí, en la edición del 7 de junio, uno se entera de que James Leckman, un especialista en Tourette que trabaja en Yale, cree que alguna gente con este síndrome tiene una "empatía somática extraordinaria", lo cual los lleva a "sentir cosas en el movimiento corporal de los otros que la mayoría de la gente no siente, alguna señal o vibración... que es algo que les permite ver lo que va a ocurrrir antes de que ocurra". En otra palabras: Howard es un gran portero porque tiene Tourette (señores cazatalentos, ya saben dónde buscar a los futuros Iker Casillas).     

Howard, como todos los que tienen Tourette, tartamudea, tiene tics exagerados y movimientos faciales inesperados, y por eso un tabloide inglés lo llamó "retardado" cuando éste fue contratado por el Manchester United en el 2003 (ahora es el portero del Everton). Las cámaras no suelen captar estos gestos de Howard porque su concentración en los partidos tiende a bloquearlos,  y eso que él no toma medicamentos por miedo a convertirse en un "zombi". Ese tabloide que lo insultó estaría hoy muy feliz si Howard fuera el portero de la selección inglesa. ¿Qué dirán los eslovenos después del partido de este viernes? ¿Y qué dirá mi abogado? Estoy dispuesto a aceptar cualquier otra teoría coherente que explique por qué Howard es enorme. Mientras no se me hable de vuvuzelas y Jabulanis, todo estará bien.

(Blog Papeles perdidos, El País, 17 de junio 2010)
 

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17 de junio de 2010
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