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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La breve y maravillosa obra de Junot Díaz

El nuevo libro de cuentos de Junot Díaz se llama This Is How You Lose Her. Es el segundo en dieciséis años. Nadie puede decir que es un autor apurado; son dieciocho los cuentos que ha publicado en toda su carrera, de los cuales entre doce y quince son de antología. Aparte de eso, esa obra maestra que es la novela La breve y maravillosa vida deOscar Wao.

El personaje principal de This Is How You Lose Her es Yunior, un inmigrante dominicano en los Estados Unidos, un simpático nerd que también aparece en los cuentos de Negocios y es el narrador de Oscar Wao. Yunior sostiene todo el andamiaje de la obra de Días gracias a su mezcla equilibrada de cinismo y ternura, su humor insolente y sus observaciones certeras sobre las limitaciones del sueño americano. Todos los cuentos giran en torno a su educación sentimental, que más bien parece una falta de educación: a Yunior le cuesta aprender que no hay que engañar a sus parejas, y por eso fracasa continuamente en sus relaciones. Los ejemplos de su padre y su hermano no son de los mejores; parecería atado al ciclo determinista del machismo latinoamericano. El último cuento, "The Cheater's Guide to Love" (uno de los mejores del libro), insinúa una madurez.

La prosa de Junot Díaz es de un inglés elástico, generoso, capaz de incorporar de manera fluida y agresiva palabras y giros idiomáticos, incluso a veces cierta sintaxis, del español. La franqueza sexual y el lenguaje obsceno ayudan a construir la voz de Yunior como narrador: sus metáforas coloquiales, callejeras, establecen perfectamente su identidad juvenil en un barrio latino en New Jersey, con gestos pícaros, irreverentes, que lo meten en problemas pero también lo ayudan a enfrentarse a los contratiempos (el padre ausente, el hermano enfermo de cáncer, el espectro del país que dejó atrás, la vida precaria cerca de un inmenso y maloliente vertedero de basura). Las descripciones más evocativas de los cuentos están reservadas a las mujeres que aparecen en sus páginas, todas de una poderosa sexualidad: Alma, Nilda, Pura, Verónica, Miss Lora. Yunior puede ser tierno con ellas y reconocer sus virtudes, pero su mirada lo limita a verlas sobre todo como presas para la conquista.

En algunos de estos cuentos hay un maravilloso dominio de la segunda persona, forma de narrar que no suele ser muy usada, quizás porque con ella se tiende fácilmente al artificio. Algunos escritores del nouveau roman la trabajaban para distanciar a sus personajes de lo narrado; Carlos Fuentes es el que mejor ha sabido utilizarla, en La muerte de Artemio Cruz, para crear una voz de la conciencia imperativa, acusadora. Díaz consigue los efectos opuestos: su segunda persona nos acerca al narrador, nos mete en su intimidad. "Alma", "Miss Lora" y "The Cheater's Guide to Love" serán los cuentos responsables de que una futura generación de talleristas abuse de esa segunda persona.

Los cuentos se leen muy fácilmente y son un antídoto para los que creen que la alta literatura tiene que costarle al lector. Algunos, como "Alma", parecen el trabajo de un cómico de stand up, pero eso debe verse como una virtud: cuesta que funcione el humor en la  escritura. Se privilegia la intimidad de los personajes ("Flaca"), aunque Díaz tampoco descuida la mirada panorámica, la aguda observación del conflicto social ("Invierno"). This Is How You Lose Her se disfraza a ratos de obra menor, pero al final no quedan dudas: es un gran libro.

(La Tercera, 22 de septiembre 2012)



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24 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una biografía de David Foster Wallace

Hace algunos meses Los Simpson le dedicó todo un capítulo a David Foster Wallace. "A Totally Fun Thing That Bart Will Never Do Again" se inspiraba en uno de los más célebres ensayos/crónicas del escritor norteamericano, y era Los Simpson en estado puro: irónico, lleno de guiños y referencias, de vuelta de todo. Un lugar ideal para homenajear al autor de La broma infinita, pensé. ¿Por qué no? Después de todo, ¿no era Foster Wallace irónico, cínico, meta, posmo? Poco después descubrí -debí haberlo adivinado- que Foster Wallace creía que, aunque Los Simpson era un show "importante", también era "corrosivo para el alma" porque parodiaba y ridiculizaba todo; después de una hora del show tenía que salir "a mirar una flor o algo por el estilo".

Los lectores descubrieron a David Foster Wallace con dos libros -The Broom of The System (1987), La niña del pelo raro (1989- llenos de juegos de palabras electrizantes y experimentos narrativos metaliterarios que presentaban a un autor tan fascinado como divertido por la cultura del entretenimiento en los Estados Unidos. Con los años, como muestra D. T. Max en Every Love Story is a Ghost Story --su fascinante y compacta biografía de Foster Wallace--, el autor nacido en Ithaca (Nueva York) en 1962 llegó a desdeñar esos dos primeros libros, porque sentía que les sobraba ironía y les faltaba seriedad. A principios de los noventa, una crisis depresiva mientras hacía un doctorado de filosofía en Harvard, lo llevó a una estadía en una "halfway house" para gente que se recuperaba de sus adicciones; allí tuvo la revelación que, junto a su "anhelo disfuncional" por la escritora Mary Karr, lo llevaría a escribir su obra maestra, La broma infinita (1996): Estados Unidos era un país de gente adicta al entretenimiento como forma de esconder el dolor psíquico de la vida. La literatura podía ser mucho más que un entretenimiento sofisticado, el parque de diversiones textual de los postmodernistas. La literatura debía ser capaz de ofrecer un modelo de cómo vivir de manera responsable y considerada. Pynchon, el gurú de sus primeros años, debía aliarse a Dostoievsky.

Max va construyendo de manera detallada, sin florituras retóricas, la historia de un autor de una inteligencia privilegiada -se sentía en casa con Derrida y Wittgenstein, alguna vez escribió una historia del infinito-- que lo llevaba a paradójicos callejones sin salida, y que intentó desesperadamente reconciliar principios opuestos (el juego posmo, el sincero sentimentalismo) mientras luchaba con una depresión severa. Uno de sus grandes logros fue el de "universalizar sus neurosis". Max también señala que a Foster Wallace Le hubiera gustado que La broma infinita tuviera como subtítulo "Un entretenimiento fallido", pero su calidad literaria y su éxito comercial conspiraban contra ello: así, irónicamente, el chico de la bandana se convirtió en uno de los ídolos de la generación grunge, y hubo críticos que lo compararon con Kurt Cobain, por la "torpe sinceridad" de ambos (obviamente, a Wallace no le gustó la comparación, porque Nirvana  le parecía nihilista).

Foster Wallace pasó la última década de su vida lidiando lo mejor que pudo con el monumento en el que se había convertido. Intentó desesperadamente tener algo en qué creer, desde el budismo hasta la triste consolación del aburrimiento (tema de su última novela, El Rey pálido), pero al final siempre volvía a los 12 pasos del programa de su grupo de ayuda para el tratamiento a las adicciones. Fue pretencioso y pedante, pero no el "San David Foster Wallace" del que se burla Bret Easton Ellis en Twitter (Max da muchos ejemplos de la forma en que el escritor se aprovechó de su fama para acostarse con alumnas, editoras y groupies). Pese a que la escritura no fluía como antes, parecía haber encontrado cierta paz, y sin embargo la depresión reapareció y terminó ganando la partida. Jonathan Franzen puede quejarse de que Foster Wallace se suicidó para convertirse en una leyenda; lo cierto es que queda una obra que está a la altura del monumento.

(La Tercera, 8 de septiembre 2012)
 



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10 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Michelle Bachelet en Cornell

 
Días atrás una amiga del programa de literatura francesa me sorprendió contándome que estaba muy entusiasmada con la charla que Michelle Bachelet daría este miércoles en Cornell. Acostumbrado a las ferreas políticas de la identidad de los campus norteamericanos (los medievalistas van a las charlas de los medievalistas, los postestructuralistas a las de los postestructuralistas), me llamó la atención que la ex-presidenta chilena cruzara tan fácilmente esos límites. La tarde de la presentación, al descubrir que había un lleno completo en el Statler Auditorium (casi mil personas) y que los asientos no solo estaban ocupados por hispanos (como suele ocurrir cuando políticos latinoamericanos visitan Cornell), concluí que Michelle Bachelet era una estrella global a toda regla.

Después de algunos problemas con el micrófono, la ex-presidenta Bachelet fue presentada para dar la anual Bartels World Affairs Lecture, uno de los eventos más prestigiosos de Cornell (entre sus invitados de mayor calado se encuentra el Dalai Lama). Bachelet ingresó al escenario vistiendo un tan simple como elegante conjunto rosa, fue recibida con una sonora ovación, y comenzó su charla. El tema era "Mujeres en el nuevo paradigma del desarrollo". Estoy seguro de que la mayoría de los asistentes hubiera querido escuchar una historia de vida, la forma en la que una mujer de clase media de apariencia tan tranquila se convirtió en una carismática líder política, pero Bachelet, muy al tanto de la seriedad de la Bartels Lecture, se puso académica.

La charla sonó demasiado preparada al comienzo: Bachelet se puso a recordar los nombres de algunas mujeres estudiantes de Cornell que, un siglo atrás, habían luchado por los derechos de las mujeres. Luego habló con convicción de la situación actual, y reconoció la importancia de que los hombres pelearan junto a las mujeres en la lucha contra la discriminación. Hubo muchas estadísticas acerca del progreso de las mujeres (menos del 10% son jefes de gobierno, menos del 4% dirigen grandes conglomerados empresariarles) y una insistencia en la necesidad de que se crearan leyes temporales para igualar oportunidades o al menos lograr que los desniveles no fueran abrumadores (un 30% de puestos en los parlamentos debería reservarse a mujeres, dijo; solo 33 países cumplían ese objetivo)   

Bachelet demostró que su trabajo como subsecretaria general de ONU Mujeres le ha dado dividendos: sus ejemplos provenían de Libia, Tunez, Afganistán. La única vez que habló de América Latina fue para mencionar el momento especial del continente, con tres mujeres presidentes; esa mención le permitió una de las escasas bromas de la charla: "quizás los Estados Unidos debiera seguir ese ejemplo", dijo, ante las risas y el aplauso general.

Bachelet contó alguna anécdota de su vida, pero se negó a revelar mucho de la mujer detrás del personaje político. Tampoco dejó el más mínimo espacio para especular acerca de su posible retorno a la política chilena como candidata presidencial en un par de años; la que vino a Cornell era una comprometida funcionaria de una organización global. Hubo algunos desilusionados ante tantos números y tan poca confesión, pero lo que quedó en general fue la admiración. Eso, sin embargo, no fue todo. En los descuentos, a la hora de las preguntas, hubo tiempo para la revelación más importante de la tarde. Los estudiantes que se acercaron a hablar ante los micrófonos parecían intimidados; se hacían nudos y terminaban soltando largas parrafadas inconducentes. Cuando una mujer de la India comenzó a dar algunos datos de la situación en su país, Bachelet la cortó con un tajante: "Lo sé todo". En una universidad Ivy League como Cornell todos creen saberlo todo, pero esa frase no solo calló a la india; también levantó murmullos en el auditorio. Esa mujer de apariencia bonachona escondía un carácter firme. Uno podía entender que detrás de las estadísticas había alguien con la fuerza suficiente como para imponerse en el despiadado mundo de la política.  

(revista Qué Psa, 8 de septiembre 2012)



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8 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fabulosas narraciones por entregas

El primer personaje de ficción que me sedujo fue el pirata Morgan. Tenía diez años cuando leí las cinco novelas de Salgari en las que aparecía. Cuando me quedé sin Morgan, descubrí a Poirot, el detective de Agatha Christie. Duró más: alrededor de treinta novelas. Después llegaron los cuentos de Sherlock Holmes; por suerte para mí, también tuve para rato.

A los niños les gusta la repetición, el confort de lo familiar, pero no es que de mayores cambiemos tanto. Nos tienta regresar al mundo que nos dio placer, y mejor si hay algo de diferencia en la repetición. Es suficiente ver la popularidad de los detectives que reaparecen una novela tras otra -Stieg Larson, Fred Vargas, Arnaldur Indridasun: el éxito de un escritor policíaco se mide a partir de la creación de un personaje memorable--, la forma en que el cine nos llena de precuelas y secuelas y la televisión nos engancha con nuevas entregas de nuestras series favoritas. Quienes escribimos lo vivimos en carne propia: nunca falta el lector que sugiere que deberíamos continuar con una historia. A veces nosotros mismos estamos tentados de hacerlo.

Todo esto viene a cuento de la reciente fascinación que han ejercido sobre mí las cinco novelas que el escritor inglés Edward St. Aubyn, inspirado por su propia vida, le ha dedicado a Patrick Melrose, uno de los personajes mejor logrados de la narrativa contemporánea. Tardé en comenzarlas porque me desanimaban las casi mil páginas del ciclo; apenas leí los primeros párrafos, sin embargo, ya sabía que no pararía hasta terminarlas. St. Aubyn tiene muchas virtudes como escritor: capacidad para combinar un patetismo desgarrador con una mirada satírica despiadada, poderosas dotes de observación, registros que pueden ir de lo cómico a lo elegíaco en el mismo párrafo, una prosa elegante que no titubea a la hora de describir la crueldad, la perversión, la sordidez de una clase social.  

Patrick Melrose pertenece la aristocracia inglesa, se mueve en un mundo de privilegios en que ser disfuncional es un mérito cultivado a rajatabla. Es el típico producto de una clase decadente, y a la vez su víctima; en una escena crucial de la primera novela, Never Mind (1992), David, el padre de Patrick, le pide a la madre, Eleanor, que coma el plato que acaba de preparar "como si fuera una mujer aparentando ser un perro". Eleanor se somete, por "espíritu de sacrificio", sin saber que está descubriendo la dinámica perfecta para la relación con David: es una masoquista en manos de un sádico. "They fuck you up, your mum and dad", dice uno de los versos más citados de Larkin, estribillo que tintinea en el fondo de toda la saga de Patrick Melrose, un niño que el padre no se cansa de abusar (en todos los sentidos) y al que la madre no puede ni quiere proteger.

 Patrick deambula sin consuelo por estas novelas: si Never Mind narra la precariedad, las humillaciones, la violencia de su infancia, Bad News, la mejor del ciclo, lo encuentra más perdido que nunca, un veinteañero que busca escaparse de la realidad a través de su adicción a la heroína (pese al drama, St. Aubyn nunca pierde su sentido del humor: hay memorables escenas con Patrick buscando droga en los bajos fondos de Manhattan); Some Hope puede leerse como una comedia de maneras, con ácidas burlas a la nobleza británica; Mother's Milk (2006) es el quieto relato del fracaso matrimonial de Patrick, de su depresión a los cuarenta; At Last (2011) narra su esfuerzo conmovedor no solo por entender a sus padres sino también perdonarlos y, por fin, superar el trauma de la infancia.

Cuando terminé At Last me quedé un largo rato con una sensación de abandono: no habría nuevas novelas de Patrick Melrose para mí. Rogué que St. Aubyn recapacitara y en algunos años escribiera una sexta entrega, con un Patrick cincuentón. Descubrí que todo y nada había cambiado desde mis diez años.   

(La Tercera, 25 de agosto 2012) 



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27 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Adiós a la tristeza

Hace algunos años, una crisis personal hizo que mi médico de cabecera en los Estados Unidos me recetara Zoloft, un popular antidepresivo. La segunda noche que lo usé tuve tres impulsos suicidas muy fuertes. Para evitar una tragedia, mi ex-esposa debió esconder cuchillos y pastillas. Temprano a la mañana siguiente, llamé al doctor y le expliqué lo ocurrido. El doctor, sin inmutarse, me dijo que podía ser un efecto secundario, que debía usar Zoloft durante un par de semanas para que comenzara a funcionar en mi organismo, pero que, si estaba apurado, pasara por su consulta para que me cambiara de antidepresivo. "Cymbalta es como para ti", dijo, como si estuviera recomendándome una nueva marca de zapatos. Pero yo estaba tan asustado que decidí enfrentar mi crisis sin ayuda química.

Quizás los impulsos suicidas debidos al Zoloft no son muy comunes, pero lo que sí se ha vuelto normal es la forma en que los doctores prescriben antidepresivos, y la manera aun más fácil con que la gente deprimida o quizás no tanto acude a la consulta en busca de una pastilla mágica: Prozac, Paxil, Lexapro. Una amiga fue a ver a un médico y salió con cinco recetas diferentes (a las mujeres se les receta antidepresivos muchísimo más que a los hombres). Los doctores y farmaceúticos están orgullosos de estas pastillas: "lo que te estoy dando es el Rolls-Royce de los antidepresivos", fue lo que un amigo escuchó de un farmaceútico, mientras este le entregaba una receta para obtener Mirtazapina.

Hubo un tiempo en que tomar antidepresivos era un tema tabú. Todo cambió a partir de la llegada de Prozac al mercado, un cuarto de siglo atrás. Desde el 2005 que los antidepresivos son la clase de droga más usada en los Estados Unidos (hoy lo toman el 11% de los adultos). No hay duda de que ayudan, y mucho, en el caso de depresiones extremas, pero la publicidad ha banalizado su uso, y ahora es suficiente tener un bajón anímico, padecer de fobia social o que te digan que eres muy tímido para considerar la posibilidad de usarlos; en las universidades incluso hay estudiantes que los toman antes de la semana de exámenes, una forma de preparación tan importante como leer los libros asignados.

En su libro Coming of Age on Zoloft, Katherine Sharpe señala que hay una conexión directa entre los antidepresivos y la redefinición de nuestra identidad. Hoy ciertos problemas emocionales o de conducta se conciben simplemente como "desórdenes bioquímicos"; hay muchos adultos que han vivido tomando antidepresivos desde su infancia, por lo que no tienen muy claro quiénes son ellos verdaderamente, qué ha cambiado de su personalidad gracias al uso de estas pastillas. 

Estamos lejos de la poética melancolía freudiana. El modelo biomédico actual de entender la depresión es más prosaico e indica que todo se debe a la deficiencia de serotonina en el cerebro; sin embargo, como sugiere Sharpe, estudios recientes muestran que solo el 25% de los pacientes diagnosticados con depresión tiene niveles de serotonina más bajos de lo normal. A la hora de diagnosticar problemas mentales, tampoco se tiene en cuenta el contexto en que estos ocurren, por lo que se suele confundir una reacción normal -tristeza o angustia ante situaciones dolorosas- con un desorden psiquiátrico. A una amiga de 60 años le recetaron Prozac para enfrentar la vejez; tiene razón Sharpe en señalar que la vida parece haber sido "patologizada" completamente; se está llevando a cabo una "guerra química" contra reacciones humanas normales.

Nos preocupamos de los antidepresivos, pero Coming of Age on Zoloft muestra que lo que se viene es aun más complejo: los antipsicóticos atípicos, medicamentos con nombres como Spiron, Zyprexa o Quetiapina. Son tan fuertes que pueden "curar" cualquier desorden de conducta casi de inmediato, aunque su uso es polémico por sus efectos secundarios (aumento de peso, síndrome de piernas inquietas, etc). Puede que su inevitable popularización haga que, en los próximos años, terminemos agradeciendo la existencia de cosas más "suaves" como el Prozac o Zoloft. 

(La Tercera, 13 de agosto 2012)



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13 de agosto de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del ciberpunk al biopunk

Alguna vez hubo el ciberpunk, y autores como William Gibson y Neal Stephenson se convirtieron en los modelos a seguir, con novelas distópicas en las que se reflexionaba sobre el lugar del individuo en un futuro cercano regido por las tecnologías de la información, la cibernética. Pero los géneros se transforman, y el ciberpunk puro y duro abrió paso a múltiples subgéneros; de todos ellos, los más vitales hoy son el steampunk y el biopunk. A mí el steampunk no me dice mucho (novelas y comics en los que el siglo XIX es reimaginado a partir de la incorporación de ciertas tecnologías que no pertenecen a esa época), pero el biopunk me parece fundamental para entender ciertas ansiedades del presente y especular acerca de los desafíos centrales del futuro.

En el biopunk, la preocupación ya no gira tanto sobre el peso de la revolución informática en la vida cotidiana, característica de novelas ciberpunk como Neuromante (Gibson, 1984)) y Snow Crash (Stephenson, 1992) -y películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982)--, sino en torno a los alcances de la manipulación genética. Esta manipulación alcanza a los individuos, y también a la flora y la fauna. La distopía esta teñida de amenazas relacionadas con el cambio climático, con un mundo de ecosistemas desequilibrados por la acción del hombre.

Una novela clave de este subgénero es La chica mecánica (2009; Plaza Janés, 2011), de Paulo Bacigalupi. Esta compleja y atmosférica novela, ganadora de los premios más importantes de la ciencia ficción -el Hugo, el Nebula, el Locus--, está ambientada en la Tailandia del siglo XXII, un reino que se ha salvado del cataclismo ecológico -plagas producidas en laboratorios, la subida de las aguas que se ha llevado por delante a ciudades como Nueva York y Bombay-- gracias a que ha cerrado sus fronteras a los extranjeros. En ese espacio dominado por rickshaws, megadontes (animales prehistóricos recreados en el presente gracias a los laboratorios de genética del Ministerio del Medio Ambiente) y dirigibles (un guiño al steampunk), se mueve Anderson Lake, agente de una gran corporación de alimentos que busca frutas extinguidas en otras partes del planeta para robar su código genético y replicarlas. Lake es un pirata genético, un hacker de las plantas que se maravilla en los mercados de Bangkok al ver tomates, pimientos y ngaw que han regresado de la tumba.

Recubierta por un vistoso ropaje, en el fondo de La chica mecánica late una tradicional novela de espías y también una historia de amor de las convencionales. En su deambular por Bangkok Lake conocerá a Emiko, la "chica mecánica", un "neoser", un cyborg creado en Japón a partir de la ingeniería genética, y tratará de liberarla de su esclavitud. Los neoseres son respetados en el Japón, pero en países como Tailandia tienen un estatus inferior y son despreciados por su corazón artificial.

Con Emiko, Bacigalupi añade una creación fascinante a una larga tradición de la ciencia ficción, la de cruces entre el hombre y la máquina; los tailandeses se burlan de Emiko y la usan como un juguete sexual, pero, con los constantes avances tecnológicos, versiones de los neoseres de Bacigalupi podrían ser pronto la norma. Los movimientos mecánicos de Emiko la hacen reconocible, pero no está lejano el día en que el avance tecnológico llegue a un punto en que no se pueda distinguir a un ser humano de un neoser. Como le dice a Emiko un anciano pirata genético, "Puede que algún día los neoseres hereden el mundo, y pensaréis en nuestra especie como nosotros pensamos ahora en los pobres neandertales". El hombre natural será una reliquia, el cruzado por la máquina la norma.  

Al trabajar de manera muy lúcida con algunas ansiedades de nuestro presente, La chica mecánica puede convertirse pronto en literatura realista. 

(La Tercera, 28 de julio 2012)



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30 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tratado sobre Mario Bellatin

Hace unos quince años viajé a Lima en busca de un chamán que me librara del espíritu de un amigo muerto. El amigo se había suicidado, y su fantasma se me aparecía todas las noches. Lima, me recomendaron, es la solución, y yo partí. El chamán vestía de negro, llevaba botas militares, era calvo y le faltaba el brazo derecho. Se llamaba Mario Bellatin e iba con sus perros a todas partes. También era escritor. Me contó que escribía novelas, aunque en realidad los géneros eran más bien difusos para él. Quería llegar a un punto de libertad que le permitiera escribir simplemente libros. En la primera sesión de terapia me pidió que escribiera durante una hora. Sobre qué, pregunté. Tema libre, como cuando eras niño. Así lo hice, algo nervioso porque no estaba acostumbrado a tanta informalidad. Yo admiraba a Vargas Llosa, eso de las estructuras bien cuidadas, eso de la arquitectura narrativa. Mario se rió cuando le mencioné a Vargas Llosa. Me dijo que la escritura era pura intuición, y me pasó algunos de sus libros. Me impresionó Salón de belleza, me impactaron Flores y La escuela del dolor humano de Sechuán, me dejó frío Poeta ciego. Le pregunté por mi amigo muerto. Por toda respuesta, Mario se puso a girar como un derviche. Pertenecía a la religión sufí, me dijo, y eso le había enseñado que no debía tenerle miedo a mi amigo. Más bien debía disfrutarlo. Los muertos están vivos y siguen con nosotros, dijo. Viven en otra realidad, quizás más interesante que esta. Me fui de Lima con cierta tranquilidad; aunque el amigo no dejó de aparecer, yo ya sabía qué hacer con él, o al menos eso creía. Cinco años después viajé a México y me encontré en el metro con un hombre que vestía de negro, llevaba botas militares, era calvo y le faltaba un brazo. Mario, susurré. Me dijo que por pura coincidencia se llamaba Mario, pero que no me conocía. También se apellidaba Bellatin por pura coincidencia. Vendía sus libros en la puerta del metro. Eran libros artesanales, bien cuidados. Quería llegar a escribir cien libros, y si editaba mil de cada uno llegaría a vender cien mil. Le compré varios, todavía sorprendido por el encuentro, seguro de que él era quien yo decía aunque lo negara. Leí en casa libros que no entendí, con títulos que mencionaban a liebres muertas y un gran vidrio, libros escritos con un hermetismo que me negaba la entrada. Con todo, volví al metro al día siguiente, a saludarlo. No lo encontré. Pensé que quizás Mario Bellatin se había muerto hacía mucho y que me había topado con su fantasma. Poco después, en Ithaca, ciudad donde vivo, se iniciaron las apariciones. Un día, en el centro comercial, Mario Bellatin se puso a caminar conmigo y robó un gorro de beisbol de una tienda Old Navy. Otro, hizo una presentación a mis estudiantes, sobre Salón de belleza, en la que no abrió la boca. Los estudiantes escuchaban una grabación de Mario sobre los orígenes autobiográficos de Salón de belleza, extasiados. Bellatin dejó de aparecer, pero igual siguieron llegando los libros. El último, el más impresionante de todos, se llama El libro uruguayo de los muertos (Sexto Piso). "Así que a partir de lo intuitivo me parece que se crea una de las imágenes más propias posible", dice el narrador de ese libro magistral, que se llama Mario Bellatin, aunque esa intuición, claro, también se rige por una estructura bien cuidada, una arquitectura narrativa impresionante. ¿Cuál Mario es el narrador? Ya no importa. Ahora veo con claridad que, desde sus años en Lima, a partir de su práctica en apariencia inocua, él había estado formando una realidad fantasma. Un espacio donde las normas son otras. Tan ajenas a las habituales que se creaba incluso en ese momento de mi madurez la posibilidad de ir tras un Mario Bellatin que deambulaba por las estaciones del metro de la Ciudad de México vendiendo, uno a uno, los libros que, ironía de ironías, lo han ido convirtiendo en uno de esos seres imprescindibles que nunca estará muerto.

 

(La Tercera, 30 de junio 2012)



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5 de julio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viva el Ray

Soy un fanático de las colecciones de libros semanales en los quioscos. Durante mis años universitarios en Buenos Aires tenía una de literatura latinoamericana, en la que leí El siglo de las luces; una de grandes autores de Seix Barral, que me hizo descubrir los cuentos de Hemingway y las novelas de Camus; y una de tapas azules de ciencia ficción, en la que me topé por primera vez con Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. Era una novela corta, una parábola sobre un futuro sin libros en la que, cosa curiosa, no había casi nada de la jerga científica que me había adormecido en muchas novelas de ciencia ficción. La parábola era tan poderosa que no me quedó más que ser obvio y bautizar mi primera columna periodística con el mismo título de la novela. Fahrenheit 451 podía pertenecer a cualquiera de las otras colecciones de literatura seria que compraba en los quioscos; Bradbury confirmó mis sospechas de que un gran libro de género debía funcionar dentro de sus leyes y a la vez trascenderlo.

Bradbury era, injustamente, uno de esos autores que solo se leía en la adolescencia. Así leí en Buenos Aires, además de Fahrenheit 451, las Crónicas marcianas, en un viejo ejemplar de bolsillo encontrado en casa de un tío; después me olvidé de él y pasé a Dick y Ballard y Borges, que configuraron mi idea literaria del futuro. Ninguno de mis amigos aprendices de escritores mencionaba a Bradbury como una lectura importante. Su influencia, sin embargo, era tanta que se había vuelto invisible: no se lo nombraba porque sus descubrimientos se daban por sentados. En Tiempo de Marte, Dick dota a su versión del planeta rojo suburbios muy parecidos a los de la tierra; en eso le debe mucho a las Crónicas de Bradbury, tan desdeñosas de la verosimilitud que escandalizaron a los "verdaderos" practicantes del género (en las Crónicas, los colonizadores de Marte tienen las típicas ansiedades de la clase media norteamericana, y la atmósfera del planeta no es nada realista).

Ha muerto el Ray, leí en Twitter. Viva el Ray, contesté.

(La Tercera, 7 de junio 2012)  



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6 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En el Primavera Sound

 

(The XX en la primera noche del festival)

 Es la primera vez que asisto al Primavera Sound de Barcelona, y me asombran los números de este festival de tres días de duración: casi doscientas cincuenta bandas, cuarenta mil personas al día. No por nada el Ayuntamiento de la ciudad ha decidido darle todo el apoyo: el impacto económico en la ciudad será de alrededor de 65 millones de euros, una cifra impresionante en este período de austeridad. Barcelona está tomada por turistas con un brazalete amarillo, llave de entrada al Parc del Fòrum.

En el Fòrum hay ocho escenarios, desde pequeños para sesiones íntimas hasta los preparados para los grupos de cartel, y agota caminar desde el primero hasta el último. Una de cada tres personas ha llegado de otros países, la mayoría británicos, especializados en festivales de exceso como el de Glastonbury. Pero aquí se comportan bien, o quizás sea el espejismo de las primeras horas: para aguantar la maratón de tres noches, con doce horas diarias de música continua, hay que tomárselo con calma al principio. Huele a yerba y los vasos de cerveza se amontonan, pero no se ven borrachos ni peleas ni siquiera discusiones. Se equivoca el que pensó que cada festival es Woodstock. Las jóvenes no están interesados en convertir a los festivales de hoy en emblemas, gritos de guerra de una generación golpeada. Eso ocurre en las calles, y el festival discurre de puntillas, desconectado del mundo de los indignados.

El Primavera Sound comenzó como un festival con un toque algo conceptual, perfecto para la música compleja de grupos como Wilco o Spiritualized. En su nueva edición se ha vuelto más ecléctico, y admite todos los géneros: venir aquí es como darse un paseo por los últimos cincuenta años de la música. Escucho a Mudhoney, uno de los históricos del grunge, y su música furiosa me hace entender qué pasaba por el corazón de los noventa, pese a que este grupo no te deja himnos del momento, ese éxtasis crepuscular de Nirvana o Pearl Jam; me divierto con Lee Ranaldo, uno de los sobrevivientes de Sonic Youth; y llego al presente más actual (no es una redundancia), el de The XX, un grupo inglés que crea atmósferas susurrantes que privilegian los sintetizadores en desmedro de la batería, y que sabe que la música también es estilo: en The XX se reconocen los chicos post-emo minimalistas.

Cuando hay tantos grupos compitiendo por la atención de la gente, es normal que lo que suena trascendente para algunos resulte inane para otros: así como me fui a las tres canciones de Death Cab, dando la espalda a un público entregado que coreaba sus estribillos -esta es una noche lánguida, más de cantar que de saltar--, hay gente detrás mío conversando de frivolidades mientras yo disfruto conmovido del concierto de Spiritualized, una suerte de misa secular con resabios del gospel y blues. Jason Pierce entona "Life don't get stranger than this," y yo asiento mientras veo una chica bailando con un hula-hula a mi derecha.

Pierce y compañía se despiden, son las tres y media de la mañana y una brisa fresca llega del puerto. Pasan a escena las nuevas estrellas de la música, los DJs y los genios de la electrónica, para quienes quieran quedarse hasta el final. Quedan más de dos horas de festival, pero es hora de volver a casa y cuidar las fuerzas para mañana: se viene The Cure, y también Rufus Wainwright, Beach House, Kings of Convenience, The War on Drugs, Big Star, The Rapture...

 

(La Tercera, 2 de junio 2012)

 

 


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5 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plegarias no atendidas

Algunos días atrás, en mi primera visita a la India, me encontraba en un bazar en Nueva Delhi, tratando de decidir si comprarme unos pantalones y una camisa que me dieran un aspecto menos turístico, cuando me distrajeron unos ruidos de tambores que procedían de la calle principal. Atraído por la conmoción, me acerqué a ver un desfile de hombres desnudos que interrumpía el tráfico. Me sorprendía la falta de sorpresa de la gente, como si ese ver ese desfile fuera cosa de todos los días. Luego descubriría que sí lo era. Se trataba de monjes digambara, pertenecientes a la ascética religión jainista, una de las más radicales en un país conocido por sus religiones radicales. Se dirigían al templo jainista Digambara, a unas cuantas cuadras del bazar. 

Un par de horas después me acerqué al templo, un imponente edificio de arenisca roja situado en una esquina. Los monjes desnudos ya no estaban. Me saqué los zapatos y entré a un lugar de jardines apacibles, dominado por los santuarios de Adinath, Parasnath y Mahavira, tres de los veinticuatro Tirthankaras de la religión jainista. William Darlymple escribe en Nine Lives --uno de los mejores libros sobre el choque entre lo sagrado y lo secular en la India contemporánea-- que los Tirthankaras son adorados por los jainas porque han mostrado el camino al Nirvana, pero que, a diferencia de las deidades hindúes, no se encarnan en las estatuas e imágenes en los templos; quienes les rezaban junto a mí, en medio de un profundo ambiente de recogimiento, sabían que sus dioses no escuchaban sus plegarias: según Darlymple, el jainismo es "casi una religión atea, y las imagenes veneradas de los Tirthankaras en los templos no representan tanto una presencia divina como una ausencia divina".     

En el complejo del templo Digambara me topé con un hospital de pájaros. En las jaulas había como cincuenta, en diferentes estados de malestar: un ala rota, el pico quebrado, sarna. El veterinario que los atendía me explicó que su labor era acorde con los postulados más profundos del jainismo, que enseñan que toda vida es sagrada y que nuestro deber es preservarla. Eso me permitió entender por qué muchos jainas deambulaban por el templo con un barbijo en la boca o miraban cuidadosamente dónde iban a dar el siguiente paso: se trataba de vivir evitando incluso la muerte accidental de cualquier insecto o microorganismo. Los jainas eran tan extremos en ese aspecto que solo comían frutos o granos de plantas como el arroz, que no morían al ser cosechadas. Digamos que no habían tomado el camino fácil para conseguir adeptos a su religión. Su veganismo extremo, sin embargo, ha sido muy influyente en los estados en los que la religión tiene presencia.

 Darylmple cuenta que el jainismo es una de las religiones más antiguas del mundo, en muchos aspectos similar al budismo, nacida como este en la cuenca del Ganges, entre nueve a seis siglos antes de Cristo, a partir una reacción a la conciencia de casta de los Brahmanes hindúes y a la facilidad con que sacrificaban animales en los templos. Pero el jainismo es mucho más estricto que el budismo en su renunciación del mundo, y por eso quizás hoy solo existan cuatro millones de seguidores en un país de más de un billón de habitantes, y, a diferencia del budismo, no haya sido importado por Occidente, ni siquiera en una versión light New Age.

Ese día, en el templo Digambara, me senté al lado de esos devotos humildes que venían con ofrendas de todo tipo a sus Tirthankaras -frutas, flores, dulces- y me dejé llevar y conmover por su sabiduría. No quería renunciar al mundo, pero quizás podía aprender algo de ellos. Quizás me iría mejor si, la siguiente vez que visitaba un templo, rezaba a esas imágenes y estatuas a mi alrededor asumiendo que, como los Tirthankaras, no atendían mis ruegos.  

(La Tercera, 20 de mayo 2012)



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20 de mayo de 2012
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