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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: José de la Cuadra, minimalista de las sagas

Tendemos a hacer una fácil equivalencia: las sagas familiares deben desplegarse en novelas muy extensas. Simplemente porque en una gran familia hay patriarcas y/o matriarcas, hermanos y tíos y sobrinos y nietos y demás, los novelistas sienten que hay que contar toda su historia en cientos de páginas. Pero otra saga familiar es posible, como lo sabía el ecuatoriano José de la Cuadra, a quien por suerte no le informaron lo que se esperaba de él; Los Sangurimas (1934), su obra maestra, tiene apenas setenta páginas.

De la Cuadra (1903-1941) pertenecía al Grupo de Guayaquil y era uno de esos bien intencionados escritores que quería dar cuenta de la realidad específica de su región, en este caso enfocándose en el montuvio (campesino de la costa). Los Sangurimas, sin embargo, trascendió el realismo tradicional de los regionalistas, deslizándose fácilmente a registros extraordinarios -en el sentido literal de la palabra--, con ciertos paralelos con Cien años de soledad (el personaje del patriarca, la fundación mítica del pueblo, el tema recurrente del incesto, la temporalidad circular). Nicasio Sangurima es uno de esos seres viriles, machistas, misóginos, hiperviolentos, típicos de la literatura del período. Regenta el latifundio conocido como La Hondura, alejado de los poderes estatales, y lo acompañan sus hijos, trabajadores incansables, abogados de costumbres extrañas, curas alcohólicos, militares que no respetan a nadie. Una de las lecturas de la novela es la forma en que el Estado impone su ley en La Hondura, donde, en la mirada de los periódicos de izquierda, los Sangurima son "gamonales del agro montuvio, de raigambre campesina, peores con el montuvio proletario que los terratenientes citadinos". Un mundo bárbaro que debe perderse para quedar en el fascinado recuerdo de la nación que se construye sobre sus cenizas.  

De la Cuadra intuía que para aprehender la realidad de la región no bastaban los hechos; era necesario incorporar a su novela las "fantasías montuvias", las leyendas que circulaban a través de los relatos orales, la tradición "transmitida de palabra". En esa alianza tensa entre oralidad y escritura, a medida que de la Cuadra va podando su obra y quedándose con pocas páginas destiladas al máximo, Los Sangurimas deja el territorio del tiempo y se instala cómodamente en el mito.   

 

 (El País, 30 de marzo 2013)



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4 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hilda Mundy, la vanguardista

Cuando hablamos de vanguardias literarias tendemos a imaginarnos a un grupo de escritores planeando manifiestos, participando en happenings, editando libros conjuntos. En muchos países de América Latina no todo fue tan colectivo; ese es el caso de Bolivia, que tuvo a Hilda Mundy (1912-1982) como su única escritora de vanguardias (de hecho, una de las pocas mujeres vanguardistas en el continente). 

Hilda Mundy sólo publicó un libro, Pirotecnia (1936), subtitulado "Ensayo miedoso de literatura ultraísta". El libro fue olvidado, hasta que el 2004 una nueva edición rescató esta obra valiosísima (Ediciones La Mariposa Mundial, Bolivia). Sus cincuenta textos en prosa tratan de atrapar el ruido de la urbe moderna y, pese a que a veces señalan dudas ante el costo del progreso, nunca dejan de admirarse ante los avances tecnológicos -el tranvía, el alumbrado público, etc--. Mundy se muestra como un espíritu lúdico cuyas influencias pasan por Gomez de la Serna ("El foot-ball es un de porte bíblico"), el modernismo de Julián del Casal, el futurismo de Marinetti y los juegos tipográficos tan caros a la época. Sus recursos estilísticos son variados, pero como buena ultraísta el eje central de su obra es la metáfora audaz: "un tentador escote es el hall de un gran hotel por las notas de un delicioso jazz-band que viene del ruido discreto y armonioso de los collares de piedras fantásticas". 

Con apenas veinticuatro años y una obra tan promisoria, Hilda Mundy optó por el silencio; lo lógico es pensar que pagó el precio de muchas mujeres escritoras del período, que, consumidas por el matrimonio y la familia (Mundy se casó dos años después de publicar Pirotecnia), no tuvieron posibilidades de seguir una carrera literaria. Sin oponerse a esa lectura, el poeta y crítico Eduardo Mitre ensaya otra, recordando que en el epílogo de su libro Mundy menciona, entre tres tipos de artistas, al que "siendo Genio calla... porque callarse es hacer florecer el pensamiento en la ruta de la perfección". Mitre también señala que en el prólogo Mundy dice que sus textos son "fuegos fatuos que representan nada". Después de esta "pirotecnia", entonces, el gesto consecuente del gran artista es el silencio, con lo que esta escritora sería tan radical en su ethos vanguardista como la misma Cesárea Tinajero de Los detectives salvajes.   

(El País, 22 de marzo 2013)



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1 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Juan Cárdenas y el pavor de la historia

            La estructura narrativa de las dos excelentes novelas del colombiano Juan Cárdenas, Zumbido (451 Editores, 2010) y Los estratos (Periférica, 2013), es relativamente similar: agobiado por una muerte en la familia o una crisis existencial de contornos imprecisos, el narrador, un hombre de la clase media-alta colombiana, abandona el espacio que le es más familiar y deambula por la ciudad hasta llegar a sus suburbios más pobres e incluso más allá (la selva). En esa deriva, el narrador "aprende" que cierto ordenamiento social, racial y de clase con el que contaba no existe más, y que un sector invade al otro y lo corroe desde dentro. Es el destino de la fracasada modernidad colombiana, parecen decirse estas novelas escritas en prosa evocativa, cargada de un enorme poder metafórico: la "fuerza invasora" no tiene "la vitalidad y el entusiasmo que se le supone a las empresas asociadas al progreso" (Zumbido); las cosas "pierden el aura... No hay objeto que resista esa cadena de corrosión, de gasto" (Los estratos). 

En las novelas de Cárdenas resuenan dos novelas latinoamericanas fundamentales: La vorágine (José Eustasio Rivera, 1924) y El astillero (Juan Carlos Onetti, 1961). La vorágine muestra, como en Los estratos, un viaje de la ciudad a la selva, una fuga de la sociedad conservadora que rige los destinos del país por parte de un protagonista "desequilibrado tan impulsivo como teatral", y es también una exploración de ese período traumático de la historia colombiana conocido como La violencia; pero, a pesar de que acabe en fracaso, el viaje del regionalismo, sin perder conciencia de la superioridad social desde donde se narra -la mirada del citadino de clase acomodada--, todavía sueña con encontrar la esencia de la nación más allá de la ciudad, mientras que en Cárdenas los narradores se hallan desde el principio a la deriva, ya derrotados, en un viaje iniciático casi sin querer, aunque incapaces de llegar a la esencia (siempre hay una capa más que los separa de ese nucleo duro quizás inexistente).

            En cuanto a Onetti, si El astillero es la gran novela del fracaso de los sueños de progreso en el continente, Cárdenas actualiza la metáfora en Los estratos, solo que en vez de proveernos de un solo espacio de condensación -el astillero abandonado de Petrus-, lo encuentra en cualquier lugar a donde se dirija la mirada del narrador: barrios al lado de manglares, terrenos baldíos llenos de "basura, pedazos de embarcaciones muertas, espinas y cabezas de pescado", parques industriales rodeados por vertederos donde se acumulan "montañas de desperdicios". El astillero ha tomado la ciudad, y no hay nobleza en ese fracaso.

            Tanto en Zumbido como en Los estratos el presente se halla sedimentado de los rastros graves de la historia, que aparecen sin cesar con su impactante carga de violencia. Hay algo inquietante en los encuentros de sus narradores con los distintos personajes secundarios, un momento en que lo familiar se desfamiliariza y se torna siniestro. Por poner un ejemplo: en Los estratos, un tío del narrador cuenta que militó a los quince años en el Partido Conservador, y un día relata su primera experiencia descuartizando a un hombre, y cómo después, "como era la costumbre, compusieron una especie de adorno floral con las partes, metiendo brazos y piernas en el agujero que había dejado la cabeza en el tronco". El hombre descuartizado se convierte en una "máquina" hecha de pedazos, y el tío comienza a escuchar un pitido que sale de esa máquina, un zumbido que nadie más escucha, "y yo quería saber qué decía, si era que decía algo. Pero con tanta carcajada no se podía oír nada y ésta es la hora que sigo preguntándome qué era esa cosa y qué era eso tan urgente que tenía que decirme".

            Las novelas de Cárdenas sugieren que a ratos sentimos que entendemos el pavor de la historia; que a ratos vislumbramos la clave de nuestra vida en un recuerdo de la infancia. Solo que esos ratos, al aguzar el oído, apenas escuchamos un zumbido.        

 

(La Tercera, 24 de marzo 2013)          



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25 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Arthur Machen, el visionario

Jorge Luis Borges dedicó un par de textos a Arthur Machen -habló del "buen horror que sus fábulas comunican"- y Javier Marías, aparte de referirse a él en Todas las almas como "aquel raro escritor de estilo refinado y sutiles horrores", y volver a mencionarlo en Negra espalda del tiempo, es miembro de la Arthur Machen society. Pese a esos defensores de peso, este autor galés (1863-1947) no es muy conocido entre los lectores hispanoamericanos.

Machen era uno de esos escritores británicos -otro nombre importante es el de Lord Dunsany-- que en el período comprendido entre el fin de siglo XIX y el principio del XX practicaba lo que vino a conocerse luego como ficción "weird" -un subgénero en el que dialogaban la literatura fantástica y la de horror--. Luego vino Lovecraft y aprendió tan bien de ellos que los convirtió en sus precursores. Machen tenía entre sus influencias dispares a Stevenson, la literatura mística, el ocultismo y las tradiciones galesas. Era muy del fin de siglo en su desconfianza de la ciencia y en su convicción de que en medio de la vida civilizada se escondían horrores atávicos (cuentos como "La luz interior" dan fe de ello); en sus mejores páginas, sin embargo, era capaz de desprenderse de las ataduras de su época y convertirse en un visionario: "El pueblo blanco" (1904), en el que una jovencita nos muestra a través de su diario, en un tono inocente, su inquietante iniciación en un culto secreto de rituales y magia negra, es un cuento perfecto que revela un "país extraño" de hadas y ninfas debajo de las "colinas desnudas" del campo.

Había un Machen que lidiaba con problemas financieros todo el tiempo; había otro, más íntimo y solitario, que vivía en la "tierra encantada" de sus relatos. Para empezar a conocer ese mundo sobrenatural son muy recomendables El pueblo blanco y otros relatos del terror (Valdemar, 2004) y El gran dios Pan y otros relatos de terror (Valdemar, 2004).

 

(El País, 16 de marzo 2013)



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18 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Clemente Palma, el malévolo

A partir de ayer, me hice cargo de la sección "Segundas oportunidades: del blog Papeles Perdidos de El País. La idea es hablar de escritores olvidados o no tan conocidos, libros que pasaron desapercibidos, etc. Comienzo con el peruano Clemente Palma.
 
A Clemente Palma (1872-1946) le tocó ser hijo de Ricardo Palma, lo más cercano que tiene la literatura peruana del siglo XIX a un autor fundacional. También tuvo la mala suerte de no gustarle un poema temprano de Vallejo (llamó a sus versos "burradas más o menos infectas"). Así, Palma hijo se convirtió en una anécdota en la historia de la literatura latinoamericana. Sus Cuentos malévolos (1904), sin embargo, merecen ser más conocidos; son necesarios para entender el desarrollo del cuento moderno en el continente.

En los modernistas, la corriente decadentista era parte de un amplio espectro de opciones formales y temáticas; en Clemente Palma, el decadentismo aparece de una forma tan explícita, tan sin matices -quizás hay más humor negro que entre los europeos--, que uno podría pensar que lo que quería el hijo era simplemente estar lo más lejos posible del padre prócer de la patria. Puede que algo de eso haya, pero importa más que los Cuentos malévolos, con su ataque a las convenciones de la moral burguesa (el amor romántico, el tabú del incesto, el rechazo a la droga), su fascinación por lo macabro y su gran manejo del ritmo narrativo, están muy vivos hoy.

"Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere", escribe el misógino autor del diario encontrado en "Idealismos", que presenta cínicamente sus acciones para librarse de su mujer como gestos paradójicamente necesarios para que así ella escape de su amor por él ("ese anodadamiento del alma de Luty"). Se trata de un cuento efectivo, con tensión desde la primera frase. "Los ojos de Lina", "La granja blanca" y "La leyenda del haschish" son otros cuentos recomendables. Su Narrativa Completa fue publicada en el Perú en 2006, en una edición de dos volúmenes a cargo de Ricardo Sumalavia. Los interesados también encontrarán allí XYZ (1934), una tan interesante como fallida novela de ciencia ficción.

(El País, 8 de marzo 2013)



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9 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Hugo Chávez: un nuevo mito latinoamericano

Como el paradigmático dictador de García Márquez en El otoño del patriarca, en sus últimos meses Hugo Chávez fue una suerte de "monarca cautivo", alguien cuya presencia se hacía más visible mientras más se prolongaba su ausencia. Ya sin fuerzas para la vida, el pueblo inició su proceso de mitificación, y el gobierno del vicepresidente Nicolás Maduro, montado sobre esa ausencia dolorosa, manejando con astucia la información, fue asumiendo las riendas del poder de un modo tan incontestable que hoy ya no hay mención alguna de Diosdado Cabello (apenas un par de meses atrás un posible candidato a la sucesión). La muerte de Chávez este martes ha sacudido a sus feligreses y a los herejes a su prédica: el dolor es evidente en los rostros de los seguidores, los periódicos publican suplementos especiales, gobiernos afines al venezolano se adhieren al duelo de una semana, y hay quien habla en tono bíblico de "la pasión" de Hugo Chávez. Más allá del apoyo o el rechazo, con la muerte del líder se inicia un nuevo mito latinoamericano.

Hugo Chávez construyó su liderazgo continental a partir de gestos grandilocuentes y un carisma innegable al servicio de su identificación con los sectores populares. A partir de su primera y fallida intentona golpista (1992), puso en jaque a la tradicional élite política del país, corrupta y sin una visión a largo plazo que pudiera articular un modelo más igualitario de país. Asumido como socialista en un tiempo en que las grandes ideologías estaban supuestamente de salida, logró llegar al poder en 1999 gracias a una retórica polarizadora, que ofrecía soluciones salvíficas y se enfrentaba sin cesar a enemigos internos (las clases acomodadas, ciertos sectores medios que él llamaba "pitiyanquis") y externos (el imperialismo norteamericano). Legitimó su influencia creándose una genealogía mesiánica en la que se veía como descendiente de Bolívar; su "revolución bolivariana" tuvo la bendición simbólica del anciano guerrero (Fidel Castro), y logró atraer, a partir del apoyo económico y una comunión de causas afines, a su esfera de influencia a países como Bolivia, Ecuador y Nicaragua.

La herencia concreta de Chávez es ambigua. En el plano económico, a base de nacionalizaciones y expropiaciones, el régimen chavista hizo que el aparato estatal creciera de manera desmesurada y espantó a muchas empresas del sector privado (como suele ocurrir, hubo también quienes se beneficiaron de las concesiones estatales, y apareció una nueva oligarquía a la sombra del chavismo). Aumentó la inflación, pero las continuas inversiones en diversos proyectos asistencialistas y de infraestructura, hicieron que, como escribiera el periodista Jon Lee Anderson, los más pobres se encuentren hoy "marginalmente mejor". Lo que no ha mejorado es la seguridad; Venezuela sigue siendo un país extremadamente violento.

Los sectores populares han hecho suya la revolución de Chávez y si bien quisieran una distribución más equitativa de la riqueza -los avances no son suficientes--, también saben que el Comandante les ha dado una identidad; olvidados por gobiernos anteriores, son ellos quienes prometen continuar la lucha y repiten con vehemencia que la oposición al régimen no pasará. Esa oposición parecía haber aprendido en los últimos años a capitalizar el descontento entre los sectores amenazados por Chávez, pero en el largo período de la enfermedad y el duelo se ha visto superada, sin capacidad de reacción, como si no supiera qué hacer ante la efigie doliente (vestirse de duelo, celebrar la fiesta, prepararse para la larga lucha).

Si hace algunos meses se veía impensable un chavismo sin Chávez y parecía que se repetiría la vieja historia latinoamericana del proyecto populista que se disolvía a la muerte del caudillo, hoy todo indica que Nicolás Maduro, "encaramado en el duelo" -las palabras son del periodista colombiano Sinar Alvarado--, tiene el apoyo suficiente para continuar profundizando la revolución. Faltará la personalidad omnímoda de Chávez, pero no su vigencia. Hay un antes y un después del Comandante.

 

(El Deber, 6 de marzo 2013)

 



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6 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Shirley Jackson y la belleza de lo macabro

Jonathan Lethem escribió que en algunos de sus cuentos Shirley Jackson (1916-1965) podía verse como "la hermana secular de Flannery O'Connor". Jackson, la gran representante del gótico norteamericano del siglo pasado, no es tan conocida como Flannery O'Connor en el mundo hispanoamericano, pero eso puede que cambie gracias a la reedición de Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula, 2012), una obra maestra con un memorable párrafo de inicio: "Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto".

Después de leer a Shirley Jackson se entiende de dónde proviene una parte fundamental del gótico contemporáneo de Joyce Carol Oates y Stephen King. King llegó a decir que sólo había dos grandes novelas de lo sobrenatural en los últimos cien años (Una vuelta de tuerca, de Henry James, y La maldición de Hill House, de la Jackson); en sus dos principales novelas -La maldición de Hill House (1959) y Siempre hemos vivido en el castillo (1962)--, Shirley Jackson renovó para nuestros tiempos la narrativa de la casa embrujada, y, aunque creía en la presencia de lo sobrenatural en nuestras vidas, para ella importaba más cómo se manifestaban los efectos del "encantamiento" en la psiquis de sus personajes (aunque no lo parezca al principio, son los personajes, no las casas o los lugares, los verdaderos embrujados); King aprendió la lección y copió el molde de la Jackson, sobre todo en sus primeras novelas (El misterio de Salem's Lot es la más obvia, pero el hotel Overlook de El resplandor también tiene muchas deudas con Hill House).

Joyce Carol Oates escribió que, de los grandes adolescentes de la ficción norteamericana de mediados del siglo pasado -Holden Caulfield en El guardián en el centeno, Scout en Para matar a un ruiseñor, Frankie en Frankie y la boda--, "ninguno es tan memorable como Merricat", de Siempre hemos vivido en el castillo. Merricat (Mary Katherine) tiene un lazo indisoluble con su hermana Constance: no la cuestiona moralmente a pesar de que se sospecha que es ella quien, seis años atrás, ha envenenado con arsénico a toda la familia. Merricat está muy consciente de que el pueblo los odia, pero ella, una entrañable sociópata, devuelve los favores y solo quiere que el pueblo se pudra y quedarse a vivir aislada con su hermana en la casona de Blackwood Estate. Como narradora, es dueña de un lenguaje elegante que no esconde su lado más cínico y perverso. Su profunda insatisfacción puede entenderse a partir de la opresiva situación de la mujer a mediados del siglo veinte. A su lado, la alienación de alguien como Holden Caulfield se ve como algo más bien amable.

¿Quién o qué es eso que "camina solo" en la casa embrujada de La maldición? Los lectores de hoy, acostumbrados a tanto horror explícito en el cine y la televisión, podrían decepcionarse de la ambigüedad con que Jackson trabaja el misterio en La maldición de Hill House. Pero ella sabía -y hay que aprender bien esta enseñanza- que está bien revelar algo del misterio, pero que muchas veces puede ser más impactante sugerirlo.   

 

(La Tercera, 23 de febrero 2013)


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1 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La revolución del papa conservador

Quizás era inevitable que a un papa tan carismático como Juan Pablo II le sucediera uno poco versado en el arte de seducir a la gente; lo que sorprendió a todos fue que el nuevo papa, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), más que exento de carisma, era simplemente alguien para quien los baños de multitudes y los largos viajes transcontinentales para predicar la palabra de Dios resultaron ser una forma nada disimulada de la tortura. Los problemas de salud terminaron por minar a un papa anciano, que solo quería quedarse en casa, y lo llevaron a tomar una decisión revolucionaria que repercutirá en la forma de entender el puesto de líder de la iglesia católica.

Benedicto XVI ya era un hombre poderoso durante el papado de Juan Pablo II; estaba a cargo de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la organización destinada a promover la ortodoxia católica. Elegirlo era apostar por el continuismo, dar un voto de apoyo al proyecto puesto en marcha por Juan Pablo II (frenar los impulsos del ala más liberal de la Iglesia). Sin embargo, ser papa consiste en mucho más que defender un proyecto ideológico. Porque Benedicto XVI es un teólogo más a gusto entre libros y encíclicas, y el puesto para el que se lo eligió no necesita tanto de un intelectual como de un hombre capaz de transmitir visceralmente la fe. Durante ocho años asistimos al espectáculo escasamente conmovedor de un papa que no terminaba de entender ese mundo complejo y turbulento, lleno de desafíos que cuestionaban la relevancia de la iglesia católica.

A Benedicto XVI le tocó un período particularmente espinoso, y no salió airoso del todo. Ante el escándalo de los abusos sexuales dentro de la iglesia Católica, respondió de manera tardía; si bien trabajó para imponer nuevas reglas y prevenir abusos en el futuro, lo cierto es que no tomó medidas duras contra los sacerdotes acusados --salvo excepciones muy obvias como Marcial Maciel Degollado, director de la congregación Legión de Cristo en México- y tampoco castigó a los miembros de la iglesia que ayudaron a tapar el escándalo. Se mostró más duro con los que cuestionaban la ortodoxia católica, los teólogos y obispos que se atrevieron a sugerir que era hora de un lugar menos subordinado para la mujer dentro de la Iglesia.

  El proyecto central de Benedicto XVI puede entenderse como un metódico intento de seguir restringiendo los logros liberalizadores del reformista Concilio Vaticano II. La postura conservadora ante el rol de las mujeres en la iglesia se replicó en otros sectores: el papa insistió en la necesidad de volver a celebrar la misa en latín, y, en un tiempo multicultural, ofendió a los musulmanes con comentarios tontos sobre Mahoma. Todos esos gestos, por supuesto, tuvieron adherentes: el papa le estuvo hablando siempre a los más ortodoxos. El problema es que una iglesia no solo debe sobrevivir sino también necesita revitalizarse con nuevos fieles, creyentes jóvenes y creyentes descubiertos en lugares no tradicionales, a los que el papa no fue a buscar.

Irónicamente, al final de su período, Benedicto XVI fue capaz de un gesto tan radicalmente subversivo como la renuncia a su puesto. No se trata sólo de una muestra de humildad, sino de algo revolucionario: al morir los papas en el puesto, mostraban simbólicamente que eran los representantes de Dios en la tierra. Podía haber ex-presidentes, pero no ex-papas. Ahora, sin embargo, tendremos un papa emérito, y eso hará que la institución del papado pierda algo de su magia cuidadosamente preservada a lo largo de los siglos. Después de un mandato deslucido, Benedicto XVI pasará a la historia por su último gesto como papa. 

(El Deber, 28 de febrero 2013)    



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28 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los reinos de Yuri Herrera

Lépera, torzón, avorazó, desmuertadero, briagadales, desbalagadas, comolevar, primerodiosar, muyamabliar, buenosdiar, nalgasmeadas...

Hace un par de años entré al cuarto en el que se quedaba Yuri Herrera en mi casa -había venido a Ithaca a dar una charla-- y lo encontré sentado frente a la computadora. Una lista de palabras aparecía en la pantalla. Me dijo que era una de sus maneras de componer una novela. No a través de la organización de la trama, que eso venía después, sino escogiendo primero cuáles eran las palabras que quería usar. Una vez que tenía una constelación adecuada, con ciertos centros de gravedad -jarchar, en Señales que precederán al fin del mundo--, todo se hacía más fácil. Posiblemente Yuri no me decía la verdad, pero quise creerle. Era la explicación adecuada para entender su obra, que hace del trabajo minucioso con el lenguaje una poética.

Más que un punto medio entre lo paisano y lo gabacho su lengua es una franja difusa entre lo que desaparece y lo que no ha nacido. Pero no una hecatombe. Makina no percibe en su lengua ninguna ausencia súbita sino una metamorfosis sagaz, una mudanza en defensa propia.

En Yuri está la calle mexicana, la oralidad norteña, pero también cultismos, neologismos y palabras conocidas que reaparecen desplazadas --en lugares tan extraños y a la vez usadas de manera tan precisa--, como si fueran nuevas. Yuri usa el lenguaje como si estuviera nombrando las cosas por primera vez. Una profunda carga simbólica hace que sus historias contemporáneas -narcos en Trabajos del reino, la frontera en Señales, una epidemia en La transmigración de los cuerpos- tengan una pátina inmemorial. Al lenguaje se le añade un trabajo con formas clásicas: en la obra de Yuri las viscisitudes del México del presente dialogan con la tragedia griega y el drama shakespereano.

El sabía de sangre, y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos.

Quedé tan deslumbrado con Trabajos del reino (2004) que de inmediato me puse a propagar la buena nueva. La novela era un prodigio de equilibrio entre la historia que contaba y el lenguaje utilizado para contarla. Herrera había logrado el difícil maridaje de dos estéticas aparentemente opuestas en la literatura mexicana: el lacónico lirismo de Juan Rulfo, el barroco del desierto de Daniel Sada. Trabajos del reino, además, decía cosas fundamentales sobre la compleja relación entre el comercio y el arte, un tema que, desde "El rey burgués" de Dario a Los detectives salvajes, ha atareado a la literatura latinoamericana moderna.

Al atardecer arreciaba con madre, al menos una brisa leve ya debía haber, y lo que había era un letargo sólido: las cosas se sentían mucho más presentes porque de verdad parecían abandonadas a sí mismas.  

Señales es otra novela perfecta, tan elegante en cada una de sus frases como compleja en su manera de narrar la frontera, mostrando cómo esos inmigrantes al Norte desarrollan una identidad que, más que escindida, es doble ("son paisanos y son gabachos y cada cosa con una intensidad rabiosa"). Así llegamos a la tercera novela, La transmigración de los cuerpos, que acaba de publicar Periférica. Puede que esta vez a Yuri se le haya ido la mano y se extrañe el equilibrio de las anteriores novelas; puede que esta vez sea más el lenguaje preciosista que la historia que cuenta; puede que esta vez el personaje principal, el Alfaqueque, no tenga la maravillosa densidad de Lobo (Trabajos) o Makina (Señales); aun así, hay mucho para admirar. Por ejemplo: cada frase, cada párrafo.

Un zumbido; luego el compacto bloque de mosquitos maniatando un charco de agua como si lo quisieran levantar.

Valeria Luiselli, Julián Herbert, Carlos Velázquez, Alberto Chimal... En muy poco tiempo la literatura mexicana del siglo XXI ha levantado un edificio impresionante. Yuri Herrera es una pieza central de ese edificio.

(La Tercera, 9 de febrero 2013)   



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9 de febrero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un memorándum para George Saunders

 

Estimado George, dicen las malas lenguas que eres un "escritor para escritores", pero que, después del perfil del New York Times de hace un un par de semanas, más de uno de esos escritores ha comenzado a odiarte. Apenas dejaron pasar que David Foster Wallace te considerara uno de los dos mejores de tu generación; la cosa se puso sospechosa con tantos canonizados diciendo maravillas de ti en la contratapa de tu último libro, Tenth of December -Eggers, Zadie Smith, Franzen, Pynchon--; para colmo de males, hasta Michiko Kakutani -esa misma que no deja pasar una a DeLillo y Roth--, escribió que le gustaba el libro. Con el perfil en el NYT -tantas páginas y fotos en la revista del domingo--, tu transformación ha sido completa: ahora eres "el escritor de nuestro tiempo" y hasta vendes libros. 

He leído Tenth of December y debo decirte que no es un libro perfecto. Dos de los diez cuentos no me han parecido convincentes. En cuanto al resto, dicen que eres un escritor experimental, un posmo lúdico, un heredero de Vonnegut y Barthelme, pero tres de los mejores cuentos -"Puppy", "Al Roosten" y "Tenth of December"- son más bien tradicionales (en el buen sentido de la palabra, lo admito): puede haber un juego cruzado con las perspectivas de los narradores, pero uno se preocupa por el destino de los personajes y quiere que les vaya bien, por más que a ti te guste acumular desgracias sobre ellos (¿de dónde eso, George?)

Dicen que uno de tus mejores logros es ver la miseria de tus personajes en el contexto del capitalismo salvaje actual. Ahí detecto un ethos George Saunders: el bueno de Al Roosten, el padre de familia de "The Semplica Girl Diaries", el empleado de "My Chivalric Fiasco", todos ellos tienen buenas intenciones y quieren lo mejor. Quieren superarse pero el sistema no los ayuda. Luchan, pero están destinados a fracasar. Son seres de buen corazón, ingenuos que se corrompen casi a pesar de sí mismos. ¿A qué voy? Tratemos, si se puede, de minimizar las quejas y dudas acerca de lo que vemos. Tratemos de no analizar cada pequeño incidente como si fuera bueno/malo/indiferente en términos morales.

No quiero caracterizar esto como un lamento, pero tu Estados Unidos futurista está dibujado con trazos siniestros (no, no voy a usar la palabra distopía): corporaciones que experimentan con drogas nefastas en los individuos ("Escape from Spiderhead"), cables que cruzan las cabezas de mujeres tercermundistas, parques temáticos donde los empleados deben perder su dignidad para ganarse unos dólares, adultos convertidos en niños. En tus cuentos hay una sátira salvaje a Estados Unidos (era cierto lo de Vonnegut y Barthelme) y no me gusta esa actitud, George. ¿Acaso no quieres a tu país? Admítelo, el sistema no es tan malo (has sido premiado con una MacArthur, ¿no?)

¿Pero qué estoy diciendo? Lo que estoy diciendo (y diciéndolo fervientemente, porque es importante): tienes múltiples registros y puedes hablar con el tono burocrático de tanto oficial acostumbrado a escribir memorándums ("Exhortation"), parodiar el inglés del siglo XVII o escribir una suerte de diario en un lenguaje quebrado. Tu estilo --si se puede hablar de estilo- mezcla el informe corporativo con el tono nostálgico del hombre con el corazón roto -disculpa el cliché-- por esa misma corporación encargada del informe. Ahora que lo pienso, te estás haciendo la burla de nosotros. Bueno, no lo he descubierto yo. Lo han descubierto los superiores y me lo han hecho ver. Y quieren que te lo haga ver. Que al menos lo intente.

Por favor, ven a mi oficina si tienes dudas acerca de lo que quiero decir. Y por supuesto esta información, esto es, la información acerca de tus dudas, y de que has venido a verme a mi oficina, no irá más allá de esta oficina, aunque por supuesto estoy seguro de que ni siquiera tengo que decírtelo a ti que me conoces desde hace tantos años.

Todo irá bien todo irá bien todo irá bien etc etc.  

 

 

(La Tercera, 26 de enero 2013)



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28 de enero de 2013
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El Boomeran(g)
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