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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Krzhizhanovsky y Zamiatin en la tierra del No

La reciente publicación en los Estados Unidos de Autobiography of a Corpse, del escritor soviético Segismund Krzhizhanovsky (1887-1950), ha hecho que muchos se pregunten cómo es posible que una obra tan brillante haya permanecido escondida durante casi un siglo. Krzhizanovsky es un caso extremo, pero otros escritores vanguardistas soviéticos tuvieron destinos similares. Sólo hay que recordar a Yevgeni Zamiatin (1884-1937), autor de la influyente novela de ciencia ficción Nosotros. Nosotros, una sátira más que obvia de la Unión Soviética, fue la primera novela prohibida en su país por el Gozkomisdat (la temible oficina de censura), en 1921; publicada en los Estados Unidos en 1924, llevó a Zamiatin a la lista negra y, gracias a la intercesión de Gorki, al exilio en París en 1931; Zamiatin murió en la pobreza. Los cuentos de Krzhizanovsky también fueron censurados, y recién comenzaron a ser publicados en Rusia en 1989, gracias al glasnost de Gorbachev; Nosotros sólo volvió a ser editada en Moscú en 1988.   

Krzhizhanovsky y Zamiatin fueron escritores temerarios: se atrevieron a criticar al estado totalitario emergente de la revolución soviética. En su crítica había humor, pero ese humor no escondía la feroz disidencia ante un régimen que bloqueaba la libertad individual en provecho supuesto del bien colectivo. Nosotros se presenta como las memorias de D-503, uno de los constructores del Integral, una nave que irá a la conquista de otros planetas. D-503 vive en One State, una utopía en la tierra donde se han realizado los principios colectivistas del taylorismo y donde se adora a las matemáticas, la ingeniería, la ciencia, la Razón. D-503 defiende el sueño colectivo de One State: "el instinto de la no-libertad ha sido característico de la naturaleza humana desde tiempos antiguos... Me veo como parte de un cuerpo enorme, vigoroso, unido; ¡y qué precisa belleza! No hay ningún gesto superfluo". Zamiatin usa un registro irónico para contrastar ese presente de una utopía de la no-libertad en un estado donde la gente vive observada, en casas con paredes de cristal, con el pasado de los antiguos, donde la gente era tan libre que podía caminar irresponsablemente por las calles de la ciudad hasta las altas horas de la noche, y no seguía los dictados de la razón. Aunque no hay final feliz para D-503, Zamiatin concluye su novela sugiriendo que hay esperanza para los ciudadanos "felices" de One State, en el inicio de una insurrección que hace caer las murallas que rodean al estado del resto del mundo.

Si Zamiatin trabajaba dentro de una tradición distópica (y le daba nuevas alas para el siglo XX: de Nosotros aprendieron Orwell y Huxley), Krzhizhanosky estaba más cómodo en el género del cuento fantástico. Este escritor nacido en Kiev escribía parábolas que a ratos recuerdan a Kafka y a Borges, con una imaginación disparatada que lo emparenta con Felisberto Hernández: en sus cuentos hay hombres que, literalmente, se pierden en la pupila de una mujer, y pianistas cuyos dedos comienzan a tocar solos el piano y se escapan de su dueño. Uno admira tanta maravilla poética, juegos irreverentes que pueden llevar a una seria disquisición existencial (ver "Autobiography of a Corpse") o metafísica (como en "The Collector of Cracks"), y piensa que este autor no parece muy interesado en narrar la situación política, hasta que se encuentra con un texto como "The Land of Nots". En la tierra de los Noes, "los libros sagrados dicen que su mundo fue hecho de la nada. Esto es verdad; estudiar su mundo significa encontrar a cada paso aquel material extraño del que fue creado-la nada... Los Noes viven vidas inventadas, lloran sobre penas que no existen, se ríen de un gozo ilusorio". Quien narra el cuento "no puede no ser", pero son muchos los que no pueden ser. En esta parábola, no es difícil pensar en los Noes como esos ciudadanos como Krzhizhanovsky, borrados por el Estado totalitario.

La obra de Krzhizhanovsky permaneció durante mucho tiempo en la tierra de los Noes. Alejada de esa tierra, hay esperanzas de que pueda al fin existir.

  

(La Tercera, 25 de enero 2014)

 



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29 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Recuento

Para mí, este fue el año de Joao Guimarães Rosa. Había leído antes Gran sertón: veredas, así que decidí ponerme al día con los libros de cuentos, entre ellos Sagarana y Primeras historias. Sagarana (Adriana Hidalgo) debería estar en nuestra lista de imprescindibles del siglo XX, junto a Ficciones o El llano en llamas. La música de su lenguaje a ratos remite a Joyce, en su capacidad para juntar neologismos con arcaísmos y sacarle brillo a palabras que usamos todos los días sin darnos cuenta de su potencial. Primeras historias muestra a un Guimarães Rosa más condensado pero no menos brillante, profundizando en su proyecto de convertir al sertón en un territorio universal poblado de seres alucinados, grandes en la persecución de sus obsesiones; por esas arbitrariedades de la industria editorial y los caprichos lectores, el libro no tiene ediciones recientes en español. ¿Será que Adriana Hidalgo nos vuelve a salvar?

Otros autores presentes en mis lecturas: Anton Chéjov, gracias al descubrimiento (para el lector en español) de los cuentos y viñetas de sus inicios, en una edición ambiciosa de Paul Viejo para Páginas de Espuma; Shirley Jackson, que tuvo tiempo, pese a su escasa obra -que cuenta con títulos como Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House--, para dar cabida a una versión del horror gótico que influiría tanto en Joyce Carol Oates como en Stephen King; James Tiptree Jr., que encontró en la ciencia ficción el espacio ideal para narrar, en complejos registros estilísticos, sobre temas tan variados como la ansiedad ante el contagio o el lugar de la mujer en una sociedad dominada por el hombre; Rodrigo Lira, porque su obra abrió vías que recién comienza a transitar de verdad la poesía latinoamericana (lo descubrí gracias a que este año Ediciones UDP publicó su Proyecto de obras completas [1984]); Salvador Benesdra, por El traductor, la novela más relevante sobre el mundo del trabajo en los tiempos del capitalismo salvaje (es decir, sobre nuestro mundo); Paolo Bacigalupi, por los cuentos de La bomba número seis, un inventario de las preocupaciones actuales de la ciencia ficción.

Grandes lecturas de libros publicados este año por primera vez: Los estratos, de Juan Cárdenas (una novela perfecta sobre el fracaso de los sueños de modernización en el continente); The Flamethrowers, de Rachel Kushner (una gran novela política sobre el lugar de las vanguardias en el presente); Leñador, de Mike Wilson (una novela-enciclopedia radical sobre la búsqueda de la trascendencia a través del despojamiento); Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón (este cuentista español parece saber hoy más que nadie que la forma es el fondo); Librerías, de Jorge Carrión (una inteligente crónica-ensayo sobre la historia y el presente de las librerías como "espacios rituales", "topografías eróticas" de la ciudad que nos dan materiales para ver el mundo); Tránsitos, de Alberto Fuguet (un recorrido intenso por una forma muy personal de hacer crítica, en la que importa tanto lo que dice el libro como lo que revela de quien lo lee, con puntos altos en los textos dedicados a Bolaño, Donoso y Gustavo Escanlar); Los muertos indóciles, de Cristina Rivera Garza (un ensayo magistral sobre cómo, entre otras cosas, las tecnologías digitales permiten nuevas formas de escritura, apropiaciones de otros textos, incluso una reconfiguración de la escritura como un espacio no sólo individual sino también comunitario). Mención aparte a Locke and Key, de Joe Hill, con ilustraciones de Gabriel Rodríguez: esta novela gráfica con la historia de los hermanos Locke, recién concluida después de seis años de duración, es uno de los grandes triunfos del horror contemporáneo.

Termino este recuento incompleto con 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero, que acabo de leer en manuscrito. Escrita con una prosa llena de latigazos chispeantes, la novela narra la educación sentimental de una adolescente en una provincia boliviana en los años ochenta, entre profetas de cultos gnósticos, el avance del narcotráfico, la "ciencia" de divulgación popular de la revista Dudas y las amigas que sueñan con Madonna. Será publicada por Caballo de Troya en marzo, pero es ya uno de mis títulos de este año.          

 

(La Tercera, 28 de diciembre 2013)    

 

 



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28 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del asesino como estrella de cine

La mejor película que he visto este año es un documental. Se llama The Act of Killing y la vi en el cine de la universidad de Cornell; quise verla porque uno de los productores era Werner Herzog. Hacía mucho que no veía una reacción así al terminar la película, o mejor, una falta de reacción así: el público se quedó sentado en silencio por un buen rato, como tratando de decidir si convenía salir corriendo de la sala o quedarse a llorar. Ambas cosas a la vez, quizás, y por eso el susto en el alma, la parálisis.

Hacía más de diez años Joshua Oppenheimer filmaba en el norte de Sumatra, en Indonesia, un documental sobre las consecuencias nefastas de la globalización, cuando le contaron que en esa ciudad vivían asesinos muy orgullosos de su pasado. Oppenheimer se dedicó los siguientes años a tratar de conocer a esos asesinos -miembros de escuadrones de la muerte responsables, entre 1965 y 1966, de haber asesinado a casi un millón de sospechosos de ser comunistas--, y se sorprendió al descubrir que, en efecto, esos asesinos no tenían ningún problema en reconocer sus crímenes. ¿Cómo no jactarse, si lo que esos "gangsters" habían hecho no era visto como algo malo? En el país no había habido actos de reconciliación con el genocidio, y los "triunfadores" de ese periodo nefasto seguían en el poder.

The Act of Killing capta un momento perturbador en la historia de nuestra relación con los medios: en el tiempo de los reality shows y los selfies, hasta los asesinos quieren ser inmortalizados en una película. No es suficiente hablar, confesar los crímenes: Anwar Congo y otros paramilitares sueñan con una película que les permita recrear sus crímenes tal como ocurrieron. La realidad y la fantasía se muerden la cola: hacia 1965, Anwar y sus amigos eran conocidos como "los gangsters del cine" porque revendían entradas a la puerta de los cines. En su interregno, los comunistas querían, entre otras cosas, prohibir el cine norteamericano. Con el golpe militar de 1965, Anwar y sus cómplices se pusieron a matar a los sospechosos de comunismo copiando formas aprendidas en los géneros de Hollywood (películas de gangsters, Westerns). Recrear las muertes en The Act of Killing significa, entonces, traducirlas al lenguaje cinematográfico, aprehenderlas a través de los géneros que en su momento las inspiraron (a Anwar también le gustan los musicales, y la recreación de algunas muertes en clave de musical proporciona las imágenes más surreales de la película).

La mayoría de los asesinos que aparece en el documental habla con desenfado de su ausencia de culpa: pasan los años, y el trauma de lo que han hecho no parece posarse sobre ellos. Pero el documental trata de la performance de una subjetividad invulnerable, fantasía creída con tanta convicción que se convierte en identidad. Anwar Congo es una excepción: al comienzo lo vemos, feliz, bailando chachachá en la terraza donde cometió algunos de sus más de mil crímenes. Cuando se ve a sí mismo en una pantalla, después de la primera recreación, hay algo que no le funciona: quizás, dice, habría que volver a filmar, embellecer la escena pintando de negro su pelo canoso.

Embellecer es el mecanismo con el que se construye The Act of Killing: se trata de volver sobre un hecho abyecto y cubrirlo a través del barniz de los géneros (no se trata de verse matar, sino de verse matar como en una película de cowboys). El acto fallido de Anwar se transforma en el centro moral de la película: el asesino descubre su abyección, y Oppenheimer capta a Anwar volviendo al lugar del crimen para asfixiarse y hacer ruidos guturales delante de la cámara, incapaz de verbalizar el horror. The Act of Killing narra el deseo del criminal de recrear compulsivamente el suceso traumático -incluso situándose, en una de las recreaciones, en el lugar de la víctima--. Este documental es inquietante, sobre todo en esos momentos en que la reconstrucción de los crímenes deja de ser performance y se convierte en real para los actores.

 

 (La Tercera, 16 de noviembre 2013)



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18 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Espías en el continente

La editorial Libros del Asteroide ha reeditado hace poco una de las escasas novelas latinoamericanas de espionaje que valen la pena: El complot mongol (1969), del escritor mexicano Rafael Bernal. La historia de los espías chinos que supuestamente planean en México un atentado contra el presidente de los Estados Unidos explota la idea del continente como pieza estratégica en la lucha geopolítica de la guerra fría (aquí hay espías del FBI y también del KGB). Filiberto García, el matón que intenta desenredar la intriga internacional, es el estandarte del viejo orden que se resiste a morir, alguien que en su recorrido por la ciudad critica al México que sueña con la modernización.

Aunque hay alguna que otra novela más de este subgénero digna de resaltar -por ejemplo, La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes--, lo cierto es que en América Latina nos ha ido mejor a la hora de inventar policías y detectives corruptos que cuando toca crear espías (los de afuera sí ven al continente como un espacio fértil para el espionaje, a juzgar por novelas como Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene, o El sastre de Panamá, de John le Carré). No es una buena excusa decir que la novela de espionaje necesita de servicios de inteligencia de alto nivel o superpoderes en conflicto; después de todo, se han hecho grandes cosas con el género negro a pesar de la fragilidad de la ley y de nuestras instituciones del orden.

            La corta historia de este subgénero en la literatura latinoamericana comienza, como tantas otras cosas, con Borges. En "El jardín de senderos que se bifurcan", relato ambientado en la primera guerra mundial, Yu Tsun, al servicio de Alemania, se enfrenta a Madden, un irlandés al servicio de Inglaterra. Su misión es compleja: enviar a Berlin el nombre de Albert, la ciudad que debe ser atacada porque allí se encuentra un peligroso parque de artillería británico. Yu Tsun resuelve el problema con ingenio: matando al célebre sinólogo Stephen Albert. Así, su nombre aparecerá en los periódicos y los alemanes podrán entender el mensaje cifrado. En Borges, el relato de espionaje se convierte en un capítulo más de la lucha constante, a lo largo de la historia, por esconder un mensaje o descifrarlo; puede haber sangre en la batalla (Albert, el inocente descifrador de laberintos en el tiempo, morirá), pero en el fondo se trata de un problema textual: para jugar a los espías, hay que saber leer.   

 

(La Tercera, 2 de noviembre 2013



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2 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ciencia pop de Malcolm Gladwell

            Todos hemos leído algún libro de Malcolm Gladwell o conocemos a alguien que nos ha contado una anécdota o destilado una enseñanza de un libro de Gladwell. El autor canadiense-inglés, colaborador regular de The New Yorker, está en todas partes: es muy solicitado en el circuito de conferencias -sus charlas en TED son populares--, y sus libros llegan regularmente a las listas de los más vendidos. Hay parodias (ver, por ejemplo, "The Malcolm Gladwell Book Generator"), y ha surgido una industria de imitadores de su estilo de "ciencia pop" (un crítico de la revista Slate lo define como "autoayuda de un sabelotodo"). No importa que tenga detractores de peso como Steven Pinker; lo que cuenta es que Gladwell parece haber encontrado la combinación adecuada para narrar historias fascinantes mientras el lector siente que aprende una verdad de rigurosa comprobación científica que va a contrapelo de lo que creía que sabía.

            El nuevo libro, David y Goliat (Little, Brown and Company), insiste en la receta. Lo que Gladwell quiere demostrar esta vez es que, en la lucha entre débiles y poderosos, los débiles tienen ciertas ventajas que los poderosos no tienen, y que las desventajas pueden convertirse en una fuerza positiva, los defectos en virtudes. En la lucha entre David y Goliat, ¿por qué asumir que Goliat va a ganar? El Goliat de la leyenda era grande, pero eso lo hacía vulnerable si se enfrentaba a alguien tan pequeño y ágil como David, experto en el uso de la honda: según un experto en balística del ejército de Israel, una piedra lanzada a 35 metros de distancia por alguien hábil con la honda golpearía la frente de Goliat a una velocidad de 34 metros por segundo, "más que suficiente para penetrar su cráneo y desmayarlo o matarlo".

            Con esos datos seductores en el prólogo, un lenguaje accesible y una capacidad admirable para usar expertos y experimentos no muy conocidos y consolidar sus argumentos con gráficos y estadísticas, Gladwell no tardó en convencerme de que era mejor ser el débil en una confrontación. Pero hay más ejemplos: están las chiquillas rubias de un equipo de basquetbol en Silicon Valley, más pequeñas que sus oponentes y con un entrenador indio que nunca ha jugado ese deporte; aun así, casi llegan a ganar el título de su división gracias a que el entrenador las hace jugar presionando en toda la cancha (con ese estilo de juego, un equipo débil supuestamente podía neutralizar las ventajas de un equipo de buenos pasadores y encestadores).

            La primera parte del libro me la creí toda e incluso me conmoví: Gladwell es un genio, me dije (imaginé la película que haría Hollywood con las chiquillas rubias, con Sandra Bullock en el papel del entrenador indio). En la segunda parte, el paisaje se fue espesando y comencé a desconfiar. Gladwell argumenta que hay "dificultades deseables" que permiten que nos concentremos en desarrollar otras virtudes capaces de llevarnos a la cima. David Boies, uno de los abogados más célebres de los Estados Unidos, es disléxico. Debido a sus dificultades con la lectura, Boies se puso a leer en la universidad resúmenes de los casos importantes y a ejercitar su memoria. De ahí a convertirse en un gran abogado, capaz de condensar para los jurados los detalles más importantes de un caso mientras otros abogados de formación convencional se perdían en el fárrago de las notas al pie de página, sólo había un paso.    

            Gladwell escoge los ejemplos que le convienen para reforzar su argumento y no nos dice que David suele perder en sus enfrentamientos con Goliat, que los equipos malos en cualquier deporte las más de las veces son derrotados, que los disléxicos lo tienen harto más complicado que los que no los son. Uno puede convertir defectos en virtudes, pero eso no significa que haya "dificultades deseables". Disfrutemos de las anécdotas de Gladwell, aplaudamos su deseo de ir contra las verdades establecidas y celebremos la diversidad de sus intereses. Pero también desconfiemos de sus conclusiones.

 

(La Tercera, 19 de octubre 2013)  

 

 



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21 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fue Halloween y fue navidad

En la portada del último número del New Yorker se puede ver el edificio del congreso de los Estados Unidos dibujado como si fuera una mansión embrujada. Hay en la puerta una telaraña, lápidas y un gato negro en el jardín; en la parte superior izquierda se ven cuatro figuras suspendidas en el aire, como saliendo del edificio: dos son de fantasmas, y en una se reconoce al speaker de la Cámara de Representantes, John Boehner, y en otra a Ted Cruz, líder de la oposición republicana al plan de salud del gobierno (conocido popularmente como Obamacare). El mensaje es claro: el cierre de la administración federal debido a presiones republicanas ha convertido al Congreso en un edificio abandonado en el que no se legisla. El color anaranjado de la luna nos recuerda que estamos cerca de Halloween, y podemos pensar que las últimas dos semanas los republicanos se han dado su propia fiesta de los muertos: han sido derrotados por completo, por más que algunos desubicados lo celebren como un triunfo principista.

El cierre de la administración fue real, aunque no completo. En la ciudad donde vivo, Ithaca, pude entrar a un parque nacional, aunque en la puerta no había nadie para cobrarme la entrada de siete dólares. Las oficinas de la seguridad social estuvieron cerradas, aunque no el correo. Más que detenerse el gobierno, lo que hizo fue demorarse: hubo personal que fue enviado a casa, mientras los servicios esenciales permanecieron abiertos. Y hubo alguna que otra protesta en las calles, sobre todo frente a las oficinas del único representante republicano que tiene este pueblo de mayoría demócrata. Se protestaba, claro, contra esa una fiesta anticipada de Halloween en el Congreso, con monstruos que asustan y todo.

Pero si hubo Halloween en el Congreso, la Casa Blanca ha tenido una anticipada y larga fiesta de navidad. Para Obama, el comportamiento intransigente de los republicanos del Tea Party ha sido, traduciendo un dicho del inglés, "el regalo que no se acaba". Antes de que los republicanos decidieran cerrar la administración federal, Obama se encontraba en un momento complicado de su presidencia, con un porcentaje de aprobación en el 41%. Pero los republicanos, apoyados por varios grupos conservadores para quienes el plan de salud es anatema, decidieron jugarse todas las cartas al cierre de la administración, sin siquiera tener una clara estrategia para salir del problema que estaban creando. Así, le dieron a Obama la oportunidad de ser el líder inflexible que le reclamaban sus aliados liberales, el hombre dispuesto a no hacer concesiones a las demandas de un grupo vociferante que, después de todo, es minoría en el Congreso (eso sí, una minoría capaz de paralizar el país). Gracias a los malos cálculos republicanos, hoy el partido demócrata se encuentra más unido que nunca.

Los republicanos del Tea Party defendían su propia lógica: la instauración de Obamacare como la nueva ley del país puede permitir que los demócratas capten votos entre los blancos pobres, votantes tradicionales del Tea Party (ese grupo es el más favorecido por Obamacare). Luchar contra el plan de salud no sólo significaba evitar la expansión del gobierno federal, sino también impedir una sangría de votantes entre sus partidarios. La forma impopular que tomó esta batalla de un grupo populista hizo que, al final, el pacto para reabrir la administración federal terminara sin ninguna concesión de parte de los demócratas. En su lucha por un presupuesto más favorable a su causa, los republicanos podían haber logrado más a través de una batalla legislativa que con el Congreso cerrado. Ni hablar de su imagen, golpeada en las encuestas, ni de su unidad de grupo: hay analistas que sugieren que a los republicanos les iría mejor si el ala del Tea Party se independiza y crea su propio partido.

El pacto para reabrir la administración federal es en realidad una forma de ganar tiempo. Después de año nuevo, los problemas volverán, y habrá que tomar decisiones impopulares en relación con el techo de la deuda y el presupuesto fiscal. Pero es dudoso que los republicanos vuelvan a cerrar el Congreso, al menos por un tiempo. Aunque lo cierto es que, tal como están las cosas, no hay que subestimar la capacidad de los líderes del Tea Party de seguir enamorados de su propia fiesta de los muertos, ni su habilidad para regalarle de tanto en tanto una navidad prolongada a Obama.

 

(revista Qué Pasa, 18 de octubre 2013)

 

 



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18 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La celebración de Jesús Urzagasti

Hace mucho tiempo escribí que De la ventana al parque me parecía una de las mejores novelas bolivianas contemporáneas. Algo asustado, decidí emprender su relectura. Pensé que quizás había vivido en el engaño y que debía nomás mencionar Tirinea o El país del silencio como mis novelas favoritas de Jesús Urzagasti (pero Tirinea me había dejado frío y El país del silencio también necesitaba una relectura). Pero no. De la ventana al parque se mantiene tan fresca como cuando se publicó (1992). Me dejé llevar por las frases encantatorias de Urzagasti, el ritmo interno de la prosa y los hallazgos del lenguaje, llenos de revocar la covacha y conchabarse y fajarse a tiros cuando uno está en sus cabales y demasiado colorinche en su rostro hermoso y el otro, en cambio, un chicato privado de dientes.

Lo que ofrece esta novela es una cosmovisión poética acerca de la continuidad entre la vida y la muerte y un ethos para entender un mundo en el que incluso las figuras malignas tienen un lugar que se respeta. De la ventana al parque no como un inquietante cuento de fantasmas a la manera de Pedro Páramo, sino como una visión celebratoria del más allá, un más allá sin melancolía. Mejor: una celebración de la vida, siempre y cuando uno sepa asumir su cercanía con la muerte. Los muertos -chaqueños y andinos, argentinos y bolivianos-- están contándose historias y pueden no haberse cruzado sus caminos en vida, pero para eso ahora nos usan a algunos de nosotros, para eso lo usan al narrador: somos intermediarios, cajas de resonancia en torno a la cual confluyen muchos de ellos. Nuestros muertos se sirven de nosotros para dialogar, para conocerse entre ellos. Y los poetas son seres privilegiados (Urzagasti es un ser privilegiado), porque a sus seres más queridos los hacen "saltar por la ventana rumbo al parque... porque ese aire del alba y esa vegetación jamás podrían dañar a los personajes que algún día se sintieron mágicos e inmortales".

De la ventana al parque está marcada por los apariciones del diablo: el tío Segundo se encuentra con él en el monte, "y como no sabía quién era", lo invita a pelear "de sopetón" (se irá asustado pero no abrirá la boca y al día siguiente encontrará a Dios gracias a una secta protestante); a Don Victorino, el diablo lo cura de su asma y le hace prometer "que sería bueno y servicial con sus semejantes"; Manuel Pantaleón se cruza con el "Maestro de la Noche" y aprende de él las artes menores (enamorar a las mujeres, ser divertido, saber tirar la taba, hacer brujerías); Santarra se asusta tanto que se escapa y se vuelve bizco. En cuanto a Cranach -una versión de Jaime Sáenz--, el narrador aprovecha para mostrar sus diferencias: mientras el diablo de Cranach es "serio y soñador... con mucha bruma y tinieblas y noches alborotadas", el diablo llanero de De la ventana al parque es más cercano, menos solemne, "muy lejos de la destrucción y la resurrección". El diablo como una presencia capaz incluso de hacer el bien, una suerte de otro Dios con el que uno puede entenderse mientras no haya miedo en el encuentro.

Urzagasti propone en De la ventana al parque una visión que reconcilia extremos. La última fisura la cubren la escritura y la lectura: en las páginas finales, el narrador se encierra en su habitación con sus amigos muertos. Y escribe. Escribe sobre ellos, sesenta páginas que quizás llegarán a llamarse De la ventana al parque. Terminada la escritura, él también abre las ventanas y salta a la calle y brinca hacia el "gran parque latinoamericano". Y somos nosotros, los lectores, quienes, en la comunión de la lectura, servimos como intermediarios para que hable a través de nosotros ese gran muerto vivo que es Jesús Urzagasti. 

 

(El Desacuerdo, 15 de octubre 2013)

 



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15 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cerrar el gobierno

Después de varios días de cierre del gobierno federal de los Estados Unidos, no han faltado comentarios burlones acerca de que el país ha funcionado incluso mejor que antes; quizás haya que cerrar el gobierno con más frecuencia, han sugerido algunos. Lo cierto es que, para prevenirse frente a este tipo de incidentes, hace un buen tiempo que varias áreas del gobierno funcionan de manera autónoma, independientemente de la aprobación o no del presupuesto federal, con lo que el cierre del gobierno no ha sido total. Aun así, aparte del golpe significativo en la economía -caída de los mercados, disminución del PIB trimestral de los Estados Unidos- y la mala imagen para el turismo -los museos de Washington cerrados, al igual que atracciones como la Estatua de la Libertad y todos los parques nacionales-, el hecho de que 800.000 trabajadores federales hayan sido enviados a casa evidentemente tiene un gran impacto en la maquinaria a veces invisible del gobierno. Lo peor de todo es que ni el presidente Obama ni los republicanos parecen tener el menor apuro para llegar a una solución negociada.

En el núcleo del problema se encuentra el plan de salud de Obama, del cual algunas partes centrales entraron en funcionamiento la semana pasada. El ala radical del partido Republicano -los congresistas afiliados al Tea Party- había amenazado hacía tiempo con no dar los votos necesarios para aprobar el presupuesto si Obama no renunciaba a su plan. Por supuesto, Obama no cedió, confiado en que se impondría su postura de sentido común -un plan clave del gobierno reelegido en las recientes elecciones no podía depender de una minoría de diputados del partido derrotado-. No contaba con que el Tea Party estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias, arriesgando incluso una demora en la recuperación de la imagen del partido republicano para los votantes moderados (en la últimas encuesta del Washington Post, el 70% de los votantes desaprueba la forma en que los republicanos están manejando el impasse).

Sería fácil descartar el obstruccionismo del Tea Party como prueba de la irracionalidad extremista, incapaz de aceptar la legitimidad de Obama como presidente. Esta postura intransigente, sin embargo, es más bien otra forma de sentido común: aprobar el plan de salud significa expandir el gobierno federal, y con ello, en cierta forma, captar a un nuevo grupo de votantes para el partido Demócrata (los blancos pobres, tradicionales votantes de los candidatos del Tea Party, serían los más favorecidos por el plan de salud de Obama). Enfrentarse a Obama hoy significa adelantarse a una batalla que de todos modos iba a ocurrir en las próximas elecciones. Ante sus seguidores, los congresistas del Tea Party se muestran como políticos dispuestos a todo por defender sus principios (así nacen nuevas estrellas como Ted Cruz, líder en la lucha contra el plan de salud y sin duda futuro candidato a presidente), aunque es difícil que una postura cerrada sea aplaudida por el votante promedio.

Obama, muchas veces veces acusado por el ala liberal de su partido de ser muy pragmático y ceder fácilmente a las presiones republicanas, se ha mostrado esta vez inflexible, lo que ha valido recuperar la estima de los votantes y oscurecer el hecho de que su gobierno se encontraba en horas bajas. Cuenta, además, con antecedentes a su favor (el previo cierre del gobierno, de 1995, terminó favoreciendo al presidente Clinton). De modo que habrá que esperar a la nueva fecha crucial: el 17 de octubre, cuando el gobierno se quede sin dinero para pagar sus deudas si un acuerdo entre demócratas y republicanos no aumenta el techo de la deuda. El sistema financiero mundial depende tanto de que el gobierno norteamericano sea capaz de pagar sus deudas, que un impago tendría un impacto muchísimo mayor que el cierre del gobierno, con amenaza de una recesión más profunda que la del 2008. Ninguna de las partes quiere ceder, pero no les quedará otra alternativa que hacerlo, aunque sea en el último minuto del 16 de octubre. El ejemplo lo deberían dar los republicanos, pues son ellos los principales culpables del cierre, pero no hay que subestimar su capacidad para encerrarse en sí mismos, fieles a su discurso estridente, y seguir, así, ayudando a que los demócratas expandan su mayoría y se mantengan en el poder durante un buen tiempo.

 

(El Deber, 13 de octubre 2013)

 

 

 



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14 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las librerías de Jorge Carrión

Un fin de semana años atrás, Jorge Carrión vino a visitarme a Cochabamba. Habló de series de televisión hasta marearme, dijo incluso algo así de exagerado como "si Shakespeare viviera hoy sería un guionista de HBO". Yo ya lo estaba situando como uno más de esos teleadictos que se pasan el fin de semana tirados en cama viendo serie tras serie, cuando me pidió que lo llevara a un tour por las librerías de la ciudad. Un paseillo antropológico, pensé, una curiosidad turística. Sí, era eso, pero no sólo eso. Fuimos a la librería Sea, en la esquina de las calles Colombia y España, donde durante mi infancia el dueño, don Gregorio, me vendía comics argentinos y me canjeaba novelas policiales, ejemplares mustios de los cuales podían salir arañas y también, con suerte, una vez en casa, la maravilla. "Como las primeras librerías griegas y romanas", dijo Jorge mientras tomaba notas en su Moleskine, "donde se vendían libros o se alquilaban". Hablé de mi pasión por Conan Doyle, y Jorge dijo que en la librería Stanfords de Londres Sherlock Holmes había encargado el mapa del páramo que le permitiría resolver el caso de El sabueso de los Baskerville. No había nada que no remitiera a Jorge a una librería. Había estado por casi todas las librerías del mundo y tenía la esperanza de que esas notas que tomaba pudieran formar alguna vez un libro, que se llamaría, vaya originalidad, Librerías. Y sí, el lugar podía interesarle, pero, fetichista como era, lo que quería era ver libros, y como en la Sea no había muchos, decidimos continuar viaje y fuimos a Los amigos del libro, en la calle Heroínas, donde en mi adolescencia yo compraba emocionado los libros de los autores del Boom -La guerra del fin del mundo, El amor en los tiempos del cólera- y best-sellers -Tiburón, Encuentros cercanos del Tercer Tipo--. A Jorge le llamó la atención que la librería fuera también parte de la editorial Los amigos del Libro, la más importante del país en ese entonces, que funcionaba en el segundo piso del establecimiento, hecho que también remitía al origen de las librerías como lugares anexos a las editoriales en la antigüedad. Se impresionó por los estantes dedicados a literatura e historia boliviana y dijo que eso le daba una mejor imagen de Cochabamba: una ciudad debía ser una trama de comercios de libros, un negocio económico y simbólico donde se reafirmaba un gusto dominante o se inventaba uno nuevo, la literatura no era una abstracción y hasta el canon podía formarse entre los pasillos de esos núcleos culturales (había que pensar en cuánto le debía La Generación Perdida a Shakespeare and Company y la Beat a City Lights). Jorge se compró un montón de libros, entre feliz y resignado: sabía que no llegaría a leer ni la mitad, pero su pulsión consumista lo ganaba. Salimos de la librería y me notó triste y preguntó qué me ocurría. Le dije que me acababa de dar cuenta de que yo no tenía tanta fe en mi ciudad, que esa red de comercios de libros no existía y que me sentía como aquel amigo de Tarija que se había puesto a llorar cuando se cerró el último cine de su ciudad. Jorge me abrazó: no había que ser apocalíptico. Él también había creído algún día que con la llegada de Amazon y los libros digitales se acabarían las librerías. Había visto cómo se cerraban librerías en su ciudad, cómo eran transformadas en restaurantes de comida rápida. Sí, era un lugar cada vez más frágil y asediado, pero estaba convencido de que las ciudades necesitaban de esos espacios rituales, de esas topografías eróticas, de esos ámbitos estimulantes en los que nutrirnos de materiales para construir nuestro lugar en el mundo. Habría nuevos desafíos para las librerías, sí, pero eso permitiría reinvenciones, formas creativas de adaptarse al presente. Lo acompañé al aeropuerto y no lo volví a ver. Hace poco me llegó su último libro por correo. Se llama Librerías, acaba de ser Finalista del premio Anagrama de Ensayo, y derrocha inteligencia y lucidez y se maneja muy bien tanto en el análisis cultural o literario como en el dato histórico o la anécdota visceral. Me quedé pensando en la ironía de no haberlo comprado en, no sé, Tipos Infames en Madrid o Metales Pesados en Santiago. Pero supuse que Jorge, a quien imaginé viendo en ese momento la miniserie neozelandesa de moda, o quizás recorriendo una librería de viejo en San Cristobal de las Casas en busca de libros autografiados por el subcomandante Marcos, entendería esa ironía mejor que nadie.

 

(La Tercera, 7 de octubre 2013)

 



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7 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Turning la página: solbre la literatura latinoamericana y la española en los Estados Unidos

La semana pasada, el escritor mexicano Mario Bellatin presentó en la universidad de Cornell la traducción al inglés de Shiki Nagaoka: Una nariz de ficción. La novela, publicada en los Estados Unidos por una editorial pequeñísima (Phoneme Books), ha tenido una calurosa acogida: reseñas en el New York Times, presentaciones con un público ávido de escuchar a Bellatin y conseguir el libro, y repercusiones editoriales (Bellatin acaba de firmar un contrato con una editorial inglesa para la traducción de seis de sus libros).

La recepción a Bellatin no es una norma para los escritores en lengua española y portuguesa en los Estados Unidos, un país notoriamente difícil para las traducciones (menos del 3% de la literatura que se publica es en traducción). Sin embargo, tampoco es una excepción estos días: hace apenas un mes, el prestigioso suplemento de libros del New York Times le dedicó portadas consecutivas a El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez -que ya va por la cuarta edición-- y Los enamoramientos, de Javier Marías; han habido reseñas elogiosas a libros de Enrique Vila-Matas, Patricio Pron y Eduardo Halfon; autores como Rivka Galchen y Junot Diaz han elogiado sin reparos las novelas de César Aira y Alejandro Zambra; hay emprendimientos editoriales de calado, como el proyecto de New Directions de publicar nuevas traducciones de toda la obra de Clarice Lispector, y el de University of Chicago Press, que aspira a (re)descubrir autores clásicos y contemporáneos para el mercado norteamericano (entre sus primeros lanzamientos se mencionan novelas de Rómulo Gallegos, Guillermo Cabrera Infante y Ricardo Piglia).

Después de un par de décadas de desinterés, las editoriales norteamericanas han vuelto a mirar a la literatura que se produce en América Latina y España. Aunque hay varias razones para que esto ocurra, buena parte de la atención se debe al éxito que ha tenido la obra de Roberto Bolaño en los Estados Unidos (un éxito que no da señales de agotarse). Esa recepción ha hecho pensar que Bolaño era sólo la punta del iceberg y que algo más debía haber ahí (por suerte, había mucho más). A eso se añade el trabajo de revistas como Granta, que en los últimos años ha dedicado dos números a selecciones de autores representativos de España y América Latina, y de instituciones como Words without Borders y PEN Center USA, dedicadas a la traducción, publicación y difusión de la literatura contemporánea internacional. El crecimiento demográfico de la población hispana en los Estados Unidos también influye; hay un público naturalmente interesado en la literatura latinoamericana que quiere leerla en inglés.

Es muy posible que los focos de la atención se muevan pronto hacia otros países e idiomas. El sueño es que algo quede y que la relación de Estados Unidos con las literaturas de América Latina y la península ibérica se normalice y no dependa tan sólo de tendencias de mercado o del éxito de un autor. Por suerte, esta vez parece que ése es un sueño de muchos.      

 

(revista Qué Pasa, 27 de septiembre 2013)

 

 



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27 de septiembre de 2013
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