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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Con los ojos de Hilda Hilst

Una editora venezolana me recomendó con entusiasmo a la escritora brasileña Hilda Hilst (1930-2004). Me dijo que era mejor que Clarice Lispector y eso avivó mi curiosidad. Compré sus libros en una librería de Rio De Janeiro y me esforcé por leerlos, pero mi portugués no era suficiente para la complejidad de su prosa; como no tenía a mano las dos novelas de Hilst recientemente publicadas en español por Cuenco de Plata (La obscena señora D. y Diario de un seductor), acudieron a mi rescate las ediciones en inglés, sobre todo la traducción de Com os meus olhos de cão (Con mis ojos de perro), publicada la semana pasada por Melville House.

La obra de Hilst tiene parecidos con la de Clarice Lispector, sobre todo en ciertas cuestiones temáticas y en la libertad con la que trabaja las formas narrativas, pero su poética es muy diferente. Vamos a ponerlo así: Lispector describe sus crisis existenciales y epifanías místicas con elegancia (lo cual no significa que se la entienda siempre); Hilst, en cambio, es la rebelde que puede contar chistes vulgares e insultar a Dios. Si Lispector fue canonizada muy rápidamente, con Hilst la cosa se complica porque fue una excéntrica hija de millonarios locos del café (su padre era paranoide esquizofrénico, su madre fue diagnosticada con demencia) que rechazó al mundillo literario de San Pablo y se fue a vivir en las afueras de Campinas, en una casa por la que deambulaban sus cien perros y poetas jóvenes fascinados por ella.      

Con mis ojos de perro intenta, como en varios textos de Lispector (sobre todo La pasión según G. H.), narrar una experiencia mística y sus repercusiones en el sujeto. El matemático Amós Kerés ("doctor en números, hambriento de letras") ve un día, en una colina cerca de la universidad en la que trabaja, un "fulgor... hermoso, un sol-origen sin ser fuego"; una invasión de colores que no se resuelven "ni en formas ni líneas, contornos ni luces". Como dice el crítico Alcir Pecora, el encuentro con este Sol Original, anterior al de la naturaleza y de las formas, llevará a Kerés a abandonar su vida civilizada y racional en busca de un nuevo encuentro con lo divino.

Los narradores de las nouvelles de Hilst saltan sin transiciones de la prosa a la poesía y relatan su historia a partir de la asociación de ideas: "Me invade la compasión por Amanda. Ella tiene una mirada infantil y estúpida. Algunos seminaristas dirán que un niño no puede tener una mirada estúpida. Yo siempre he tenido miedo de los niños (mi padre también tenía ese miedo, en el fondo), temeroso de que me escupan en la cara los ojos el pecho". Kerés comienza hablando de su esposa y termina perdido en un recuerdo en el que un niño lo escupe. Esa escena condensa lo que ocurre en la novela: en la escena inicial, el decano de la facultad le dice a Kerés que se tome una licencia porque se ha enterado que en sus clases se toma pausas de quince minutos entre frase y frase; al final, estamos con un amigo que vive con un cerdo, con recuerdos de la infancia y en un burdel en el que las prostitutas cuentan historias de hombres que tienen erecciones antes de morir.

Uno de los epígrafes de Con mis ojos de perro es de Bataille: "la verdad del hombre es una súplica sin respuesta". No es casual la cita del pensador francés del encuentro de lo sagrado con lo obsceno: en la poética de Hilst, la búsqueda de lo divino lleva a sus personajes a un encuentro con lo sórdido, lo abyecto, lo animal (de ahí el título). En un poema final, Kerés se dirige a Dios:                          

 

Pensar en la gran incomodidad

De sentirte aquí, en la náusea, en el excremento [...]

Y descubrir que tus medios

Son iguales a los pasos de los borrachos.

 

Kerés es visto como un loco por los demás, al abandonar su familia y su trabajo, pero esa locura tiene sentido: es "la locura de la búsqueda, hecha de círculos concéntricos y que nunca llega al centro, la ilusión encarnada y oscura de descubrir y comprender". De eso va esta escritora radical: a través de su ojos, podemos sentir la desesperada búsqueda de un Dios que se afana en el silencio.

 

(La Tercera, 4 de abril 2014)



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4 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El poder y los medios en García Márquez

El Gabriel García Márquez que descubrí unas vacaciones en Santa Cruz, durante mi adolescencia, era el conocido por todos: el realista maravilloso dedicado a explorar cómo lo extraordinario es cotidiano en la cultura rural del Caribe y, por extensión, de América Latina; el que privilegiaba una forma de conocimiento mágica, pre-moderna de las cosas, contrapuesta a la mirada científica, racional, dominante en Occidente. Con los años descubrí que había otros García Márquez en los márgenes de ese mundo hegemónico; me sigue fascinando el primero, pero me interesa muchísimo uno que lo subvierte y está a contrapelo del más conocido: este escritor tiene una enorme lucidez para hablar de los medios masivos y las nuevas tecnologías como elementos centrales de la sociedad moderna.

En La hojarasca (1955), los medios de masas están asociados a valores foráneos. En uno de sus monólogos, Isabel, hija de un antiguo compañero de armas del Coronel Buendía, dice: "En Macondo había un salón de cine, había un gramófono público y otros lugares de diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos las muchachas de mi edad. ‘Son diversiones para la hojarasca', decían" (76). Treinta años después, en El amor en los tiempos del cólera, los medios son un elemento positivo: sin el telégrafo, en el que trabaja Florentino Ariza, su relación sentimental con Fermina Daza no podría continuar. La novela narra el amor en los tiempos de la tecnología.

Entre ambas obras, se encuentran Cien años de soledad (1967), en que la visión de los medios y la tecnología está cerca de la visión negativa de La hojarasca, y El otoño del patriarca (1975), la más compleja de todas al abordar este tema: en ella García Márquez nos entrega una visión de un mundo en la que la magia está subordinada a la tecnología y el poder sabe preservarse a partir de una perversa utilización de la imagen. Quizás no podía ser de otra manera: uno de los escritores más mediáticos de la historia tenía que saber algo acerca del impacto de la fotografía y la televisión en la vida cotidiana; uno de los escritores más fascinados por el poder debía estar interesado en las formas que tenía éste de perpetuarse.  

En El otoño del patriarca hay una clara conciencia de la forma en que el poder se sirve de los medios masivos para transformar al dictador en mito popular. El narrador colectivo ni siquiera conoce en persona al dictador; solo sabe de él a través de su imagen omnipresente: "su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y escapularios". Esas imágenes, por cierto, no son originales, sino "copias y copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa". El patriarca puede envejecer y encontrar la muerte, pero su historia es transformada en mito gracias a litografías, grabados y fotos que congelan el tiempo y lo presentan a sus súbditos eterno, incapaz de envejecer, y proyectado al infinito.

Pero el dictador no es el personaje más fascinante de El otoño, sino su feroz asesor Sáenz de la Barra. Es él quien lleva al extremo la manipulación de la imagen del patriarca, para seguir en el poder incluso después de la muerte de éste. En una escena que los teóricos del simulacro deberían leer -para así dejar de citar tanto a Borges-- el General se sorprende contemplándose a sí mismo en la televisión, diciendo cosas "con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir". El fantasmagórico misterio es aclarado después por Sáenz de la Barra, quien le dice que ese "recurso ilícito" ha sido necesario "para conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso". Sáenz de la Barra lo ha grabado y filmado sin que se diera cuenta y ha elaborado con esos fragmentos de voces e imágenes una realidad artificial que sustituye, para el pueblo, a la verdadera y confusa vida real.

Sáenz de la Barra ha descubierto una cualidad fundamental de las sociedades modernas: el poder necesita de la complicidad de los medios para sostenerse. García Márquez sabía más de lo que sospechábamos acerca del funcionamiento de las sociedades modernas en la era de la imagen y su reproducción masiva.

(La Tercera, 20 de abril 2014)



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Queríamos tanto a Lorrie Moore

Hubo un tiempo en que todos queríamos a Lorrie Moore. Esto ocurrió a fines de los noventa, principios de la década pasada. Podíamos discutir los méritos de Jonathan Franzen o David Foster Wallace, pero Lorrie era intocable. Admirábamos sus chispeantes juegos de palabras, sus salidas mordaces, la engañosa levedad con que escribía de cosas trascendentes. Los cuentos de Lorrie te hacían reír y te partían el alma. No importaba que una vez, en España, hubiera dicho que no leía nada de literatura latinoamericana; sí que había escrito Pájaros de América (1998), Anagramas (1991), Self-Help (1985).

El culto de Moore no ha llegado a las nuevas generaciones. No solo no ha publicado mucho, sino que lo último publicado no está a la altura de sus mejores libros. En Al pie de la escalera (2010), que relata la vida de una estudiante universitaria en el Estados Unidos post-11 de septiembre, estaba la voz irónica e ingeniosa de Moore, pero la suma de las partes no alcanzaba a armar una novela potente. Su nuevo libro de cuentos, Bark (2014), es, para decirlo sin vueltas, sorprendentemente flojo. Leerlo es como asistir al triste espectáculo de un mago que solía encantarte con sus trucos y al que hoy casi nada le sale.

Los personajes de Moore son mujeres y hombres en la edad madura, con sus fracasadas relaciones sentimentales a cuestas y una combinación de "deseo frustrado, remordimiento sin vueltas y ambición mal dirigida". Están solos o a punto de estarlo. Han alcanzado cierta aceptación de sus desastres personales, aunque su mirada está, sobre todo, teñida de amargura: "una mujer tenía que escoger cuidadosamente su particular infelicidad. Esa era la única alegría en la vida: escoger la mejor infelicidad". Quieren hacer bromas pero les salen frases torpes. Preocupados por la situación política, son bien intencionados liberales que intentan implicarse en la discusión cotidiana y terminan ganados por los lugares comunes, las generalizaciones.

El mejor cuento del libro es "Paper Losses", la historia de una pareja, Kit and Rafe, contada desde su encuentro en manifestaciones pacifistas hasta su matrimonio y posterior divorcio. Moore es hábil para captar cómo el "amor lujurioso" se convierte en "rabia" y cómo la pareja es "cómplice" en ese nuevo proyecto juntos, "como un cuerpo de baile de malos sentimientos". Con los papeles del divorcio en la mesa, Kit y Rafe viajan a una isla caribeña con sus hijos porque era un plan acordado de antemano; como se anticipaba, todo sale mal, y Kit llega a casa a tirar a la basura "los preservativos y las velas, su pequeña bolsa de amor sin usar"; el párrafo final es maestro, pues Kit da un salto en el futuro, hacia ese momento en que todo lo ocurrido se convertirá en relato, leyenda de la que apenas quedan rastros.

Las buenas noticias de Bark concluyen ahí. Los otros siete cuentos del libro sufren por obvios. "Foes" es sintómatico de los problemas de Moore; reaparece una vieja preocupación suya, las relaciones entre arte y comercio, pero esta vez se resuelve sin elegancia. Bake y su mujer viajan a Washington a una cena para recaudar fondos para una revista literaria; a Bake le toca sentarse junto a una mujer de cara "intrigantemente exótica" que se le pasa criticando al presidente y sus "amigos terroristas". Cuando la discusión se eleva de tono y Bake ha llegado a conclusiones facilonas sobre la mujer, viene la sorpresa: ella ha estado en el ataque al Pentágono del 11 de septiembre (de ahí su cara desfigurada). Bake vuelve a casa mortificado, buscando asirse al mundo que conoce.   

   Después de leer "Foes", conviene regresar a uno de los mejores cuentos que se han escrito sobre las "mezclas parasíticas" del arte y el comercio: se llama "People Like that are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Oink". Lo escribió Lorrie Moore.

 

(La Tercera, 6 de abril 2014)


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7 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El ataque de Toz

Todos los visitantes de Rio de Janeiro en algún momento se han topado con los dibujos de Toz, pero no lo saben. Es lo que tiene el grafiti: crea arte en los lugares más inesperados de la calle y termina mimetizándose con el paisaje. Por un Banksy que conocemos, hay miles de grafiteros anónimos que han intervenido sus ciudades y la han transformado. Toz (Tomaz Viana), un "artista urbano" nacido en 1976 en Salvador (Bahía), alguna vez fue anónimo; hoy Rio no sería Rio sin sus grafitis. En el centro portuario está el más grande (más de 2000 metros cuadrados), pero hay mucho más. Dibujos que aparecen y desaparecen. Un arte efímero que los cariocas han adoptado como uno de los emblemas de su ciudad.

Toz no necesita de ninguna institución cultural que lo legitime. Sin embargo, se ha tomado como uno de los pináculos de su carrera que el Centro Municipal de Arte Hélio Oiticica albergue la primera muestra dedicada a él: es el reconocimiento simbólico del humilde arte urbano por parte de la cultura oficial. Tiene sentido que este Centro sea el que lo haga; lleva el nombre de uno de los más importantes innovadores de la pintura brasileña del siglo XX. En los años cincuenta y sesenta, Oiticica quería, a partir de los logros de la vanguardia, romper de una vez por todas con la distancia entre el espectador y la obra de arte; anárquico y popular, buscaba un arte que fuera "anti-arte". El arte debía estar en movimiento, en la calle, y el espectador debía participar activamente en su construcción.

No me fue fácil llegar al Centro: se encuentra alejado de las rutas convencionales. Me bajé del metro, me perdí en un mercado en el que se ofrecía desde ropa a viejas colecciones de Playboy, y llegué a una calle desamparada. A lo lejos asomó un tablero que me sirvió de guía. A la entrada me dijeron que la exposición estaba en el segundo piso. Una galerista me orientó hacia una sala, y de pronto, en plena tarde, me sentí en una casa embrujada: Toz la había convertido en la habitación de Insomnio, uno de sus personajes más reconocibles (con un toque gótico que recuerda The Sandman, la novela gráfica de Neil Gaiman), de ojos fosforescentes y plumas de colores en el cuello. En una cama en el centro de la sala oscura, Insomnio trataba en vano de dormir, rodeado de otras criaturas de la noche que le iban sirviendo de inspiración (y libros de Kafka y de orixás). Porque, si uno no puede dormir, ¿ qué mejor que crear? 

La instalación de Toz, llamada "Metamorfosis", cuenta una historia relativamente simple: la de la transformación de la oscuridad en luz. La del necesario paso por las tinieblas ante de que aparezca la creación. Todo el segundo piso se centra en Insomnio, Nina y el Vendedor de Alegrías, personajes nacidos en las calles de Rio, en un viaje que va de la casa embrujada al parque temático: después de estar en el cuarto de Insomnio, fui a dar a una sala invadida por globos y luego a otra sala iluminada con cuadros del Vendedor de Alegrías, tan rodeado de globos que a veces estos formaban parte de él. Aparecía el ethos más carioca, el de la celebración, el de la fiesta. Ante tanto regocijo, extrañé la sala inicial.

Salí a la calle, me fui de la casa embrujada y del parque temático. El trazo fácil y alegre de Toz, sus personajes influidos por distintas tradiciones del cómic, podía servir para que sus dibujos se popularizaran e invadieran los cuartos de los niños; pero ahí, en medio del cumpleaños, asomaba algo harto más amenazante. Me olvidaría pronto del Vendedor de Alegrías, pero Insomnio quedaría.

 

(revista Qué Pasa, 30 de marzo 2014)



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2 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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True Detective y la ficción "weird"

Hace algunos años fui invitado por el escritor y académico Mike Wilson a participar en un simposio de narrativa "weird" en la Universidad Católica en Santiago. Confieso que pensé que el título se lo había inventado Mike. En la descripción del simposio, se habla de "fisuras" en los dogmas del realismo, y de la aparición de narrativas extrañas que "transgreden los límites de los géneros y... samplean la ciencia ficción, el terror, lo fantástico, el cine clase B, la televisión, los comics y los videojuegos". Esos días  en Santiago, aprendí lo importante que era lo "weird" para la narrativa chilena contemporánea (marca la obra de escritores tan diferentes como el mismo Wilson, Álvaro Bisama, Jorge Baradit y Francisco Ortega).

Uno de los logros de la serie televisiva True Detective consiste en haber resumido en ocho capítulos la historia de la narrativa "weird". Nic Pizzolatto, el único guionista de True Detective, ha sembrado su obra de guiños a esta narrativa, desde sus inicios a fines del siglo XIX, con las citas a Carcosa y el Rey de Amarillo, provenientes de Robert Chambers y su capital El Rey de Amarillo (1895), hasta las parrafadas del detective Rust Cohle (Matthew McCounaghey) acerca del sinsentido de la vida, que toman como punto de partida la obra de Thomas Ligotti, un maestro del horror y del "new weird".

La narrativa "weird" aparece antes de la consolidación de los géneros populares (horror, ciencia ficción, policial), cuando escritores como Lord Dunsany, Arthur Machen y Robert Chambers -muy queridos por Borges y Javier Marías-- tenían libertad para mezclar las fórmulas. Lo "weird" era, digamos, aquella ficción que podía coquetear con lo fantástico pero no encajaba bien en ninguna parte. En textos paradigmáticos de Machen como "El pueblo blanco", el horror provenía de un caldo que juntaba las tradiciones galesas con corrientes místicas y ocultistas y la obra de Stevenson.

Fue Lovecraft quien dio una de las mejores definiciones de la ficción "weird", al apuntalar sus ambiciones metafísicas y existenciales: más que muerte, sangre o fantasmas, debía haber "cierta atmósfera de temor inexplicable y sin aliento de fuerzas desconocidas que provienen de afuera... una suspensión o derrota maligna y particular de aquellas reglas fijas de la naturaleza que son nuestra única defensa ante los asaltos del caos y los demonios del espacio insondable". Por supuesto, Lovecraft estaba definiendo su propia narrativa, tan imponente que convirtió a los escritores de la ficción "weird" en sus apenas precursores y en cierta forma los hizo desaparecer. La idea del Necronomicon, el libro prohibido y mágico de Lovecraft, tiene conexiones con la obra teatral citada por Chambers en El Rey de Amarillo, que vuelve loco a quienes lo leen (en Chambers, el Rey de Amarillo es también un personaje de la obra teatral y está conectado con fuerzas siniestras; en True Detective es un asesino serial, que mata a casi todos a los que se les acerca; quienes sobreviven terminan enajenados). 

En los primeros capítulos de True Detective, el detective Rust Cohle (Matthew McCounaghey) habla de fuerzas extrañas provenientes del "espacio insondable" y las conecta con un mirada nihilista de la condición humana. Sus frases están inspiradas por The Conspiracy Against the Human Race (2010), un ensayo de Thomas Ligotti (1953) contra la idea misma de la existencia en el universo ("Quienes se reproducen no deberían ser injustamente vistos como los peores conspiradores contra la humanidad. Cada uno de nosotros es culpable de mantener la conspiración viva"). Junto China Mieville y Jeff Vandermeer, Ligotti es uno de los maestros de la ficción "new weird". En los magistrales cuentos de La fábrica de pesadillas (1996) -"El retozo", "El último festejo de Arlequín", "Nethescurial", "El manicomio del doctor Locrian", "La torre roja"--, está claro que Ligotti ha aprendido de Lovecraft: lo suyo es el horror cósmico, que se "arrastra con sus innumerables cuerpos por todas las islas giratorias del espacio impenetrable".

A veces Ligotti no necesita contar una historia; le es suficiente crear una atmósfera siniestra, con edificios abandonados -el manicomio, la torre roja- que devoran todo aquello que les rodea. Las ruinas góticas donde vive el Rey de Amarillo en True Detective conectan con toda la historia de este subgénero: se llaman Carcosa, como el territorio amenazante de El Rey de Amarillo de Chambers (quien tomó el nombre de un cuento de Ambrose Bierce), y también remiten a los edificios en ruinas de los cuentos de Ligotti.    Eso sí, la televisión comercial termina traicionando el ethos oscuro de Ligotti: en el último capítulo de True Detective, Cohle habla del enfrentamiento entre la luz y la oscuridad y sugiere que la luz está ganando la batalla (en Lovecraft y Ligotti, la luz nunca gana la batalla).  

Como dice Álvaro Bisama, True Detective "se propuso como lugar de encuentro de varias tradiciones de géneros menores o invisibles de la literatura y el arte del siglo XX". El éxito es tal que la ficción "weird" se ha vuelto muy visible. En tiempos revueltos en que la mezcla es la norma, quizás pronto esta narrativa se vuelva demasiado popular para su propio bien. Por ahora, sin embargo, importa más que, gracias a esta serie, hay lectores que están descubriendo a Ligotti y redescubriendo a Chambers.

 

(La Tercera, 22 de marzo 2014)

 

 

 

 

 

 

 



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22 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El regreso de Banville/Black/Chandler

Una tarde de verano el multipremiado escritor irlandés John Banville se puso a escribir una novela policíaca y decidió publicarla bajo el seudónimo de Benjamin Black. Los que creían que sólo se trataba de un divertimento se sorprendieron de la calidad de El secreto de Christine (2006). Casi una década después, con siete novelas publicadas con el agrio patólogo Quirke como personaje principal, Black es tan respetado que los herederos de Raymond Chandler no dudaron en ofrecerle que se encargara de "resucitar" al icónico Philip Marlowe. El que dudó en aceptar fue Black --¿o se trataba de Banville?--. No debió hacerlo: el resultado, La rubia de ojos negros (Alfaguara), es una novela de alta calidad que cumple con creces el triple cometido de devolvernos al mundo noir de Chandler, confirmar el talento de Black para el policial y mostrarnos que, incluso adoptando los manierismos de un escritor muy conocido, Banville es uno de los mejores estilistas de la lengua inglesa.

            El género policial se caracteriza por la variedad dentro de la similitud. En las primeras páginas de La rubia de ojos negros, descubrimos un territorio tan familiar, tan mítico ya, que sorprende pensar que alguna vez fue original para los lectores. Ahí está el solitario y melancólico Philip Marlowe, en su despacho, observando por la ventana el paso de los autos y la gente. De pronto, suena el timbre, aparece en escena Clare Cavendish, una heredera de un emporio de perfumes, "rubia, con unos ojos negros, negros y profundos como un lago de montaña", y la trama echa a andar. La debilidad de Marlowe son las mujeres, y ella no es la excepción: "Por alto que seas, algunas mujeres te hacen sentir más bajo que ellas. Aunque Clare Cavendish era más pequeña que yo, me sentí como si la mirara desde abajo". Clare quiere buscar a Nico Peterson, un ex-amante, y Marlowe sospecha que no debería meterse en ese lío, pero, simplemente, no puede no hacerlo.

            La trama de la novela es compleja y eficiente: involucra a corruptos hombres de negocios --¿las hay de otro tipo en un policial?-- y a estafadores de poca monta que se hacen pasar por muertos, en un recorrido que va desde clubs privados hasta las residencias de los ricos. Marlove circula por Bay City recibiendo golpizas sin dejar de lado su sarcasmo ni su talento para atar todos los cabos. En el trayecto aparecen las marcas del estilo de Chandler: el diálogo punzante ("Soy Edwards, Everett Edwards. En realidad, Everett Edwards Tercero". "¿Quieres decir que ya ha habido dos como tú?"), los similes acertados ("Yo permanecí hierático e impasible, como uno de esos indios de madera que colocan a la entrada de los estancos"), la ironía ("Su expresión se endureció, lo que no era fácil en un rostro como el suyo"), la capacidad descriptiva para evocar el ambiente tan soleado como sombrío del sur de California ("El cielo parecía una cúpula de un limpio azul que se iba oscureciendo hasta tornarse violáceo en el cénit").

            Para reconstruir el mundo de Chandler, Banville/Black toma prestados ciertos motivos del cine y la pintura del período; se fija, por ejemplo, en una secretaria en el interior de una oficina, inclinada sobre la máquina de escribir, y esas líneas convocan de inmediato a un cuadro de Edward Hopper. Black también le agrega a Chandler un diálogo continuado con motivos irlandeses, desde bares a camareros a guiños a Oscar Wilde. Y, por supuesto, hay ciertas frases que sólo podían haber sido escritas por Banville: "Los murciélagos chillaban y aleteaban, como fragmentos de papel carbonizado sobrevolando una hoguera". Lo cual lleva a preguntar cómo es posible que este escritor haya podido escribir una brillante novela de Chandler sin dejar de ser Black o Banville. Ése, y no otro, es el principal misterio de La rubia de ojos negros.     

 

(La Tercera, 9 de marzo 2014)

 

 

 

 

 

 

 

 



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10 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Contarlo todo, de Jeremías Gamboa: Una novela monumental sin monumento

Contarlo todo, la primera novela del peruano Jeremías Gamboa, es un híbrido curioso: una novela monumental sin monumento. Por sus personajes, por sus espacios, remite a Conversación en la Catedral, la gran novela de Mario Vargas Llosa: es la historia de un periodista y sus relaciones con un medio social clasista y racista. Hay, sin embargo, varias diferencias, entre ellas una de objetivos: Vargas Llosa estaba muy preocupado por radiografiar de manera incansable el funcionamiento de la sociedad limeña de los años cincuenta; quería encontrar el nucleo duro, la ideología hegemónica que se revelaba a través de los actos más inocentes de sus personajes. Gamboa también nos revela cómo funciona la Lima de finales del siglo anterior y principios de este, pero ésa no es su preocupación central. Lo suyo, a pesar de su apariencia ampulosa, es más humilde: narrar la educación sentimental de Gabriel Lisboa, "un tipo mestizo, por ratos algo blanco, por ratos algo indio", un aprendiz de escritor de clase media baja que descubrirá que la vocación literaria exige todos los sacrificios.     

            Contarlo todo es, sin ambages, la historia de un triunfo: la novela se inicia con el descubrimiento que hace Lisboa de que ya está listo, después de más de diez años de peleas con la escritura, a escribir su novela. Asistiremos entonces a la forja minuciosa de esa vocación, desde el verano del 1995, en que trabajaba como practicante en una "redacción inverosímil" de una revista limeña, hasta el presente de la escritura. Habrá muchos descubrimientos en el camino, desde las victorias y sinsabores del periodismo hasta la complicidad y la camaradería de un grupo de amigos que también quieren ser escritores (el Conciliábulo, que da pie a las mejores páginas de Gamboa) y las frustraciones del amor entre seres de distinta clase social. Pero esos descubrimientos no alteran la trayectoria invenciblemente ascendente, la carrera "meteórica" de Lisboa. Puede tener percances, pero al final siempre termina con un ascenso, un mejor sueldo, un mejor barrio (de "las casas sin tarrajear de Santa Anita... y los mercados mayoristas de frutas a los que internamente me juraba que jamás volvería... a ese espacio limpio y con olor a brisa marina que se asomaba a las canchas de tenis del club Terrazas"), una mejor posición social. Puede luchar con la página en blanco, pero al final termina contándolo todo. Se las da de humilde, pero entiende las reglas del juego y sabe usarlas.

Gamboa ha elegido un narrador caudaloso, de emociones vehementes. Ante que la sugerencia, prefiere ser explícito: es presa fácil del llanto, de la "rabia inmensa", y suele ser de gestos excesivos. Dispuesto a sacrificar todo en procura de una exaltada "autenticidad", su poética consiste en dirigir sus esfuerzos "al logro de una frase que no fuera bonita ni sonora sino ‘auténtica', una que contuviera realmente una verdad". Su búsqueda transmite fuerza y convicción: sabe plantear escenas y resolverlas, y deja la sensación visceral de estar poseído por el deseo de decir su historia. También funciona su decisión de desdoblar al narrador, a medida que avanza la novela, en una voz en primera persona y otra en tercera, como si Lisboa estuviera descubriendo que para escribir uno necesita mirarse desde afuera. A la vez, el narrador lleva demasiado lejos su credo de no escribir frases bonitas: abusa de los adverbios, se queda "quieto como un poste", quiere que se lo "trague la tierra" o espera como un "león enjaulado"; su pareja, Fernanda, tiene el rostro "lívido como un papel". Se abusa también de algunas analogías: Lisboa llora en el baño como "un niño" y corre a la habitación de su tía "como un niño", su amigo Montero comparte su mundo "con la ilusión de un niño", Montero y Lisboa preparan sus trabajos para un concurso "con la ilusión de dos niños", Gabriel y su pareja Fernanda juegan "desnudos como dos niños"...

La primera parte, que trata de las andanzas de Gamboa en el periodismo, es repetitiva en su estructura, aunque tiene muy logrados personajes (el gordo Vegas, el atildado Francisco de Rivera) y capta muy bien la atmósfera intensa y enrarecida de una redacción; cuando el enfoque pasa al Conciliábulo, la novela gana: Spanton, Ramírez Zavala y Montero, otros jóvenes al asalto de la vocación literaria, son el verdadero corazón de Contarlo todo, "los monstruos que velaban por ti y que a pesar de que empezaban a ser distintos entre sí estaban juntos a tu lado, ebrios a tu lado, y a esos tres no los ibas a perder jamás, y de eso extrañamente estabas seguro entonces". La novela también narra el descubrimiento del amor, en la historia cruzada de Lisboa con Fernanda, una chica de una clase social superior. Aquí, al igual que en tantos romances fundacionales latinoamericanos del siglo XIX (y en tantas telenovelas), la nación se proyecta en el encuentro o desencuentro de seres de clases y razas distintas.

Curiosamente, Lisboa parece recién descubrir en su relación con Fernanda que vive en un país racista y clasista. ¿No debería haber sabido esta verdad en su piel? Después de todo, proviene de una clase humilde, se ha criado con el tío Emilio y la tía Laura, de trabajos modestos. En sus trajines periodísticos, Lisboa también podía haber aprendido de la estructura imperante, pero estaba demasiado preocupado en entregarse a su vocación y en que gente de la clase de Fernanda lo aceptara (gente como Rivera, "el hombre más alto de la redacción", de "piel muy clara" y "rasgos simétricos", un hombre demasiado elegante para "una ciudad que parecía Calcuta"; alguien que, definitivamente, "no parecía de este mundo"). Es sintomático que Lisboa haya descubierto su vocación literaria leyendo novelas clásicas del siglo XIX: él es, después de todo, un descendiente de "esos personajes humildes pero inmensamente ambiciosos" de las novelas que tanto admira, "que lograban ingresar y apoderarse de los salones más respetables de París o Milán y que pensaban todo el tiempo en ellos y en sus circunstancias del mismo modo en que yo había empezado a pensar infatigablemente en las mías".

Roberto Bolaño escribió alguna vez que "ahora, sobre todo, en Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniz de respetabilidad". Humillado y ofendido, Lisboa podía haber sido un escritor marginal, un crítico del sistema; su elección es más bien la opuesta: no cuestionar la clase social superior, admirarla, tratar de insertarse en ella. Contarlo todo no es una crítica del orden establecido sino su confirmación.          

           

(Letras Libres, febrero 2014)

 



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4 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La luz de Hernán Ronsino

        El narrador de Lumbre (Eterna Cadencia, 2013), la magnífica tercera novela de Hernán Ronsino, deja la capital por unos días y vuelve a su pueblo, Chivilcoy, en la pampa argentina. Ha muerto un amigo, Pajarito Lernú, y le ha dejado una vaca. Se trata de un inicio pintoresco, tragicómico. ¿Qué hará Federico Souza con la vaca? Pregunta inquietante, aunque sabemos desde el principio -desde los epígrafes, desde el tono mismo de la escritura--, que en responderla no radica el principal interés de Ronsino. El narrador va en busca de la vaca, y de pronto, le asalta un mundo que creyó haber dejado atrás: "Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia".

            Lumbre narra la forma en que se construyen las historias individuales y la gran historia colectiva. Es una novela ambiciosa, que deja atrás el pequeño universo de Glaxo, la novela anterior de Ronsino (menor, a pesar del juego con las múltiples perspectivas y la adscripción a ese gran libro de Walsh que es Operación Masacre), para adquirir, en su misma forma digresiva, ramificada, el fondo mismo del relato. Souza encuentra rostros de su pasado, y le cuesta reconocerlos: "el follaje avanza, espeso, cuando hay descuido y, entonces, impide que coincidan, como en este caso, el nombre de Sebastián Prado y su cara -esa cara- diluida en la niebla del pasado. El follaje teje velos. Y se devora, sin tregua, la senda hecha a fuerza de insistencia". Somos esos recuerdos difuminados, esas falsos reconocimientos, esas invenciones de fábula a partir de la trama precaria de la memoria. No solo el recuerdo es mentiroso; también la escritura de ese recuerdo deforma.

            En su mirada sobre la ciudad, Ronsino recuerda a Juan Cárdenas, que está narrando como pocos acerca de la descomposición de nuestras ciudades y el fracaso del proyecto modernizador. Como en Los estratos, la maravillosa novela de Cárdenas, el narrador de Lumbre ve, al caminar por un barrio, cómo éste "se va cubriendo de capas que se montan unas sobre otras, componiendo suelos, planos sedimentados que ocultan el tiempo, las horas viejas". Estaciones de tren, "edificios amputados", casas "avejentadas", "el chasis quemado de un micro": todo es erosión, decadencia. Y así, mientras camina por Chivilcoy, Federico Souza va imbricando su historia personal a la de la ciudad-pueblo. La novela se abre a los ruidos de la política --en las batallas decimonónicas entre unitarios y federales que todavía marcan el lugar, en la presencia inevitable de Sarmiento-- y a los de la cultura -en el paso de Cortázar por el pueblo, en la muerte de un poeta modernista. Todo se mezcla, y ya no se sabe a qué Borges recuerda un letrero con el que se topa Souza (¿al coronel? ¿al escritor?). De manera paradigmática, cuando Pajarito trabajaba en el museo -cuenta el padre del narrador-, había cambiado el orden de las tarjetas de unos carruajes: la historia es un equívoco. La novela es el relato de cómo se construye ese equívoco.

La paradoja de Ronsino consiste en su capacidad para hablar de manera tan luminosa de las oscuridades de toda historia. No es casual el título, ni tampoco el despliegue abundante de imágenes y metáforas en torno a la luz, el vuelo poético del lenguaje. Federico recuerda que Pajarito quería escribir una teoría sobre la luz y las cosas: "Quería desmenuzar los cambios de luz. La manera en que la luz iba definiendo un lugar, las cosas... La forma misteriosa que iba tomando el cementerio a medida que oscurecía". En Lumbre, Federico articula esa teoría buscada por Pajarito: toda historia es un juego de luces y sombras; aunque puede que estén equivocados, tanto el recuerdo como la escritura son "partos luminosos".    

           

(La Tercera, 23 de febrero 2014)           

 

 



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24 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Giovanna Rivero: la vida está en otra parte

98 segundos sin sombra (Caballo de Troya), la nueva y espléndida novela de Giovanna Rivero, cuenta la educación sentimental de Genoveva, la narradora adolescente, distanciada de sus padres y rebosante de ternura hacia Nacho, su hermano retardado. Genoveva vive en Montero, una ciudad que "disfruta" el auge del narcotráfico en la Bolivia de mediados de los ochenta (la novela sirve de complemento y contraste a Jonás y la ballena rosada). En esa ciudad paradójica, ese Culo del Mundo en el que la modernidad y el progreso se miden de forma equivocada -hay, digamos, muchas motocicletas importadas, pero las calles son de tierra--, Genoveva sueña con escapar. Con desaparecer, como en ese juego de la sombra que da título a la novela y que practica de vez en cuando con su amiga Inés ("...paradas allí, bajo el Sol del casi mediodía, contamos los segundos que tardan nuestras sombras en meterse bajo los pies igual que gusanos grasientos").

 Acompañada de la filosofía "brutal, sincera" de su abuela Clara Luz y el cariño de su amiga Inés, la mirada de Genoveva se posa, con lúcida y divertida ironía, en las marcas de la época (el spray Aquanet, los Reebok, la música de Queen), en los gestos provincianos de sus compañeras que se visten copiando a Madonna, en el ethos de un pueblo que "es solo un puente entre ciudades más grandes donde hay trabajo de verdad, porque aquí lo único a lo que se dedica la gente es al ‘negocio'". Pero esa ironía no la puede proteger del deseo de irse y trascender. Su educación disparatada, en la que caben tanto las enseñanzas de la revista Duda como influyentes libros de época sobre encuentros con extraterrestres (Yo visité Ganímedes), la hará receptiva a las enseñanzas del maestro Hernán, que sueña con escapes siderales gracias a hojitas lisérgicas, viajes en ovnis en busca de la verdadera vida, que siempre está más allá.

En 98 segundos sin sombra, el delirio de Giovanna Rivero está siempre al límite, con un registro engañoso, pues habla con total control de una adolescente descontrolada. Genoveva parece saberlo todo, pero en el fondo es una niña que solo quiere creer en algo. Es un personaje entrañable que llegó para quedarse.

 

(Página Siete, 20 de febrero 2014)



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20 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El futuro y sus disidencias

Tuve la oportunidad de visitar en San Francisco Dissident Futures, la exposición sobre futuros alternativos posibles organizada por el Yerba Buena Center for the Arts. Resulta natural que un museo del área de la bahía ofrezca esta exposición; en esta región se encuentran algunos de los más influyentes creadores de nuestro futuro: Silicon Valley está a menos de dos horas de aquí (con todo lo que ello implica: Apple, Microsoft, Google, Facebook, una legión de compañías de alta tecnología), y Berkeley y Stanford, con sus laboratorios de investigación de alta tecnología, también están cerca. Por supuesto, por más que uno se esfuerce en imaginarlo de la manera más pragmática y detallada posible, el futuro nunca es lo que queremos que sea, y esta región también es ideal para explorar cómo las más bien intencionadas utopías pueden convertirse rápidamente en distopías. En los años 60, San Francisco fue uno de los centros del movimiento hippie, con el sueño de un mundo posible para todos, una comunidad universal. ¿Quién hubiera pensado que el boom tecnológico experimentado por esta región en los últimos veinte años habría producido aquí una suerte de versión un poco más sofisticada de Los juegos del hambre, con una ciudad que sigue siendo liberal y progresista pero es cada vez más excluyente de tan caro que se ha vuelto vivir en ella?

            En una exposición como Dissident Futures, la división entre artista y científico resulta obsoleta a la hora de imaginar el futuro. Los artistas deben tener una mirada científica y cierto dominio de las nuevas tecnologías; los científicos visionarios necesitan tener una imaginación de artista para conjugar futuros posibles. Así, todo posible invento en un laboratorio puede ser entendido como una instalación artística, y los cuadros post-apocalípticos de un pintor la base para explorar científicamente nuestros futuros posibles. De esa hibridez conceptual salen los proyectos más interesantes de Dissident Futures, llenos de nombres extraños como "documental de ciencia ficción etnológica" o "idea art".

            Imaginar el futuro significa dar cuerpo al presente, a ciertos sueños, ansiedades y pesadillas de hoy. La exposición recibe al visitante con un ruido de estática y varias pantallas con escenas de metal compactado: se trata del "Cyber Landscape" de Kamau Ann Patton, que filmó horas de material en una compañía dedicada a la basura electrónica (los equipos de DVD, televisores y celulares que se descartan todos los días). En un circuito infinito, la basura electrónica compactada parece un cuadro de Pollock, y esa estática permanente es el "ruido blanco" de nuestro futuro (también el del presente). El fotógrafo Trevor Paglen, que también es geógrafo, se ocupa de capturar otras imágenes que aluden a un futuro que de pronto se ha vuelto de actualidad: las de actividades militares clasificadas de los Estados Unidos. Paglen fotografía a satélites de reconocimiento norteamericanos orbitando en el espacio; están ahí, en medio de las estrellas, observándonos todo el día, transmitiendo su información a la malhadada y omnipotente N.S.A. (Agencia de Seguridad Nacional). Con sus fotos, Paglen es al mismo tiempo un artista y un periodista de investigación, trabajando al límite de lo que puede hacer la fotografía documental. 

            Algunos de estos futuros imaginados cuestionan al sistema capitalista: The Otolith Group se enfoca en las pantallas táctiles de nuestros celulares y tabletas, formatos digitales que todos los días, a través del muestrario alegre de sus colores, entre aplicaciones y emoticones, van introduciendo la ideología del capital en nuestros "espacios psicológicos y emocionales"; David Huffman, pintor "Afro-futurista", se inventa el "traumonauta", un ser africano-americano del futuro que representa a las minorías raciales oprimidas en un sistema basado en el abuso de su mano de obra; Melanie Gilligan trabaja en videos y medios digitales los resultados distópicos de la crisis del sistema financiero del 2008. No hay muchos espacios para la esperanza en estos futuros.

            Los de Future Cities Lab, un grupo de científicos y artistas liderados por Jason Kelly Johnson y Nataly Gattengo, se atreven en cambio a ser más optimistas, y reimaginan San Francisco como una ciudad eco-amigable, llena de jardines, parques acuáticos y granjas hidropónicas. Una ciudad verde para el ser humano del futuro, un individuo conciente de la necesidad de establecer una relación orgánica con su entorno. El problema, sin embargo, es que no sabemos cómo será esa ciudadano; en sus trabajos, Lynn Herhman Leeson hace instalaciones que muestran el impacto de la tecnología biológica en el concepto mismo de nuestra identidad. ¿Cómo evolucionaremos, ahora que el AND también puede ser programado y todos nos vamos convirtiendo en ciborgs y avatates?  

            William Gibson escribió alguna vez que "el futuro ya ha llegado, sólo que está distribuido de forma desigual". El futuro no siempre se comportará como el futuro; habrá también espacio para tradiciones ancestrales, como muestra el trabajo de Neïl Beloufa, que hace "documentales de ciencia ficción etnológica". Beloula entrevistó a los jóvenes de un pueblo en Mali y les pidió que hablaran en presente de cómo concebían el futuro. El resultado es fascinante: de esas voces surge un mundo animista, donde los seres humanos hablan con las vacas y se casan con ellas. Entre tanto sueño y pesadilla tecnológicos, ese fue uno de los futuros que me resultó más creible y conmovedor.

 

(revista Qué Pasa, 3 de enero 2014)

 

 

 

 

 



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1 de febrero de 2014
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