Desde que nuestros hijos no son tan contestatarios, ni revolucionarios, ni emprendedores como nosotros creemos que fuimos, los miramos con desilusión porque damos por hecho que no van a cambiar el mundo. Desde que les dejamos este caos de mierda y sin sentido y no encuentran estabilidad laboral, ni siquiera trabajo, nos parecen excesivamente perdidos y sin fuelle. No como nosotros, que tampoco lo tuvimos fácil, a decir verdad mucho más difícil, y aquí estamos dándoles ejemplo, y sin embargo, nada, como predicar en el desierto.
Desde que viajan con sus mochilas y saben idiomas y comprueban que el mundo es ancho, pero sobre todo ajeno porque los puestos, los huecos, las sillas ya están ocupados y porque no encuentran la manera de canalizar lo que han aprendido, tendemos a pensar que todo es culpa de su comodidad y que lamentablemente no han heredado nuestra capacidad de lucha.
Desde que de pequeños les dimos lo que nosotros no tuvimos y les rodeamos de juguetes, zapatillas de marca, cortes de pelo exclusivos, videojuegos, comida con colesterol y cincuenta mil chorradas, se lo estamos echando en cara. Desde que fracasan masivamente en la escuela porque enseñanza y aprendizaje no acaban de casar, por mucho que se cambien los planes de estudio de modo bastante absurdo por cierto, empezamos a añorar el viejo lema de "la letra con sangre entra".
Desde que no quieren largarse de casa de cualquier forma y no están dispuestos a pasarlas canutas por esos mundos de Dios y prefieren la seguridad de sus cuartos de adolescentes aun con un par de canas que les están robando la juventud, no podemos mirarles con orgullo. Desde que hemos decidido que nuestra juventud fue más interesante e intensa, les hemos vaciado de heroísmo y energía. Pero cuando estos mismos hijos se lanzan a la calle protestando, en este caso contra el proceso de Bolonia, nos empiezan a poner bastante nerviosos.