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Escrito por

Ana Sainz (Anapurna)

Ana Sainz.  Anapurna es el alter ego de Ana Sainz Quesada. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona se especializó en ilustración en el IED Madrid. Trabaja diferentes disciplinas artísticas, pinta paredes en espacios rurales y urbanos y trabaja la narrativa gráfica sobre cualquier soporte que se lo permita. Es sobretodo amante de leer y dibujar cómics. En 2015 recibió el premio Fnac- Salamandra Graphic por su primera novela gráfica, Chucrut. En 2017, el premio Art Jove de Ilustración (Palma). Sus historias se han publicado en revistas como Larva (Colombia), Kiblind magazine (Francia) o Jot Down (España). También ha publicado en Alemania con la editorial Wagenbach y en Estados Unidos con Anthology Editions y Fantagrafics, con el proyecto ‘Illustrating Spain in the U.S.’, un recorrido gráfico y narrativo por la influencia de España en el continente. Expuso su serie de grabados Intimidades en la Staatliche der Bildende Kunste en Karlsruhe (2015, Alemania) y su proyecto colectivo Junglepussy –junto al artista visual Grip Face- en la galería Miscelánea (2017, Barcelona). Ha participado en diversas exposiciones colectivas, entre ellas WALLBETWEEN, en la SC Gallery de Bilbao. ‘Insolubilia’ fue su primera exposición individual (2019, La Causa, Madrid). Ha publicado recientemente Rebel.lió. La vaga de lloguers de 1931, en colaboración con el Ayuntamiento de Barcelona y guion de Francisco Sánchez. Su última novela gráfica, Norbu, se ha editado en Francia de la mano de la editorial Çà et Là.

Portada de 'Animales pequeños', editado por Tusquets

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Mapaches de dentadura redondeada

‘Me encantaría meter la cabeza debajo de la tierra como un ave monstruosa.’ Repaso con la vista esta frase, apenas veinticuatro horas después de haber pronunciado casi exactamente las mismas palabras pero en orden distinto y con la lengua entre los dedos, en un mensaje enviado a un amante: Ahora mismo me gustaría ser una avestruz y tener la cabeza bajo tierra.

Aunque resulte cansado leerse los pensamientos -una ya tiene suficiente con pasearlos arriba y abajo durante los devaneos diurnos y vespertinos-, encontrarse verbos propios en páginas ajenas suele venir acompañado de una momentánea sensación de hogar; sin embargo, ésta deja paso rápidamente a una devastadora resolución: nada tienes de especial, de rara ni de mágica.Tus dobles andan repartidas por el globo terráqueo haciendo, diciendo y resolviendo exactamente igual que tú. Todas venimos del mismo lugar; los ingenios, las frases redondas, las palabras más abandonadas incluso, rebotan en los espejos personales de una generación a la que la soledad, la desesperanza, el narcisismo, el amor y el aislamiento se nos apilan dentro como los filetes de un kebab a medio cocer: goteando sangre.

Cualquier niña de los noventa habrá entendido en algún momento de su existencia el sexo como mecanismo adecuado de validación; el deseo como un dispositivo proveedor de reconocimiento, una lente a través de la cual ser vista. O la disociación como un salvavidas al cual agarrarse y evitar el ahogamiento por una masculinidad atravesada en la garganta.

Mercedes Duque parece encontrar la imagen perfecta en frases simples pero contundentes y, a menudo, aniquiladoras. Un espíritu neo punk sobrevuela su primera novela: la búsqueda de la identidad personal empieza por quemar los puentes que cruzan a la orilla de nuestros orígenes; esto convive en armonía con la poca o nula necesidad de usar gafas de sol ante un futuro amenazadoramente gris. Los días en el Londres que tres mujeres comparten son similares, y en su lectura, la huella sin contornos definidos de una vida tirada a la basura te persigue como una sombra líquida y pegajosa.
Rita y Lis son mejores amigas, y Eva y Rita, hermanas. Unas viven juntas, tratando de honrar una pinky promise - permitidos los anglicismos por la autora- con unos meñiques que ya no responden, atrofiados por el frío y el tiempo. Las otras solo parecen compartir progenitores e infancia.

Rita se encarga de narrar el abismo por el que todas ruedan en direcciones opuestas, utilizando la primera persona para el presente y la segunda para el pasado, ambos enlazados en una trenza de dos cabos: la narrativa del yo y el género epistolar o el te escribo una carta en mi cabeza. Así, arañando la edad adulta y dejando retazos de queratina como caminito para volver a casa, se adentra en la maraña de los recuerdos infantiles y adolescentes, tratando de encontrar las manos a las que un día se agarró para evitar ser arrollada por un camión. Encuentra confort en la odiosa personalidad de las chicas de la serie Girls y, sin darse cuenta de que también forma parte de este club, esnifa cocaína, tiene sexo con desconocidos en cuartos de baño y callejones oscuros y sisa dinero de la caja del bar donde trabaja con la complicidad de su superior. Mientras tanto se le escapan las falanges escurridizas de Lis, quien hiberna al modo de los murciélagos: no del todo ciega, pero percibiendo solo los blancos y los negros.

En Animales pequeños hay poco sentimentalismo para el torrente desbordado que supone un coming-of-age; las imágenes de un aborto crudo y espontáneo -la madre está segura de haber expulsado a una niña, un feto de cabeza desproporcionada con las manos tapándole la boca, autosilenciada desde antes de llegar a ser- o de un ambiguo abuso sexual son retratadas con cierta asepsia, una higiene quirúrgica que nos deja el corazón a medio suturar: el vacío existencial y la necesidad de ser amada propia de los años de juventud transmutan en culpabilidad, excesos, rivalidades y celos, pero también desembocan en la evidencia de una belleza dicotómica en la tristeza: ‘Yo creía que todas las personas tristes eran feas’, dice Rita; no haber conocido el desconsuelo relativo al paso de los años y a la acumulación de la experiencia enmascara inevitablemente su toque de lindura, hasta el día en que lleves ‘la pena echada por encima como una bata de estar por casa’; pero eso sí, una bata de seda suave, llena de encajes y volantes.

Con tal de mantener los niveles de adrenalina necesarios para la supervivencia más puramente natural, Rita perpetúa exiguos actos de rebeldía auto destructiva, incapaz de dejar de arrancarse las costras, de permitirse cicatrizar; entretanto, su antes amiga, ahora relegada voluntariamente al estatus de compañera de piso, va perdiendo agua hasta convertirse en una pasa adherida a la barbilla de su novio. No parecen tener ni ganas ni capacidad para el reencuentro; solo en una brecha momentánea, un punto de inflexión narrativo, ambas colorean en silenciosa cadencia y por segunda vez -la primera fue durante el vuelo que las llevaría a presenciar su propio desmembramiento- las siluetas de dos mapaches.

Que la amistad no es una diagonal ascendente si no un circuito cerrado lleno de picos y valles, el tira y afloja de una goma elástica, un mecanismo que nos acerca y nos aleja cual fuerza gravitacional incontrolable puede parecernos ahora una obviedad; aún así, el instante en el que la certeza se nos instala en el cuerpo es siempre una bofetada: el mordisco de un animal pequeño.

 

Texto para el número 231 de la revista Mercurio, 'Nuestros fantasmas'

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19 de marzo de 2025
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Armarmadura (Encontré tu disfraz de encierro cósmico)

Comparto un breve texto sobre la última intervención del artista mallorquín Grip Face (David Oliver, 1989):

En una postura aparentemente cómoda, recogida -los brazos abrazando las piernas en un gesto protector- una entidad extraña y refulgente va perdiendo el aire que circula por su cuerpo hasta quedar tumbada, desangrada: se asemeja a un erizo explorador que, al salir al mundo exterior el ir alejándose paulatinamente de su hábitat, es sorprendido por unos faros encendidos y arrojado de un golpe en una cuneta.

En un espacio íntimo, alejado del ruido del mundo y su masificación, David Oliver instala un disfraz efímero solo al alcance de unas pocas personas privilegiadas; en su refugio -una cantera bajo tierra-, este ser se esconde de una sociedad que rehúye, de la cual ha decidido activamente no formar parte. La desilusión frente al sistema perfectamente articulado del mercado del arte se manifiesta en forma de espinas que apuntan directamente a los artistas: así, la máscara es a la vez arma y armadura, ataque y defensa, baile y contención.

Es un momento complejo para Oliver; a menudo a gusto en los entornos desolados, busca proyectos que le hagan sentir vivo y le devuelvan el uso de su lenguaje esencial. Acostumbrado a trabajar también fuera del circuito de galerías y museos, esta necesidad de habitar los márgenes no resultará ajena a nadie que se haya abandonado completamente al acto creativo: en un sistema en decadencia, rodeado de campos de batalla abiertos sembrados de minas antipersona, es menester continuar con la búsqueda de lo familiar, lo cálido, lo suave y lo mullido. Delicado con sus alrededores, el artista plantea una escultura site-specific blandita, que se adapta a su contenedor y que, lejos de ser invasiva, le aporta una nueva dimensión: lo universal tornándose cobijo, el silencio y la reflexión apoderándose de los lugares e invitándonos a una reflexión tan fundamental como ineludible.

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27 de diciembre de 2024
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El arañazo

Me permito el atrevimiento de pausar el hilo recorrido en este almanaque de mis lecturas para compartir algo diferente, tal vez más desenfadado ante la pesadez de las festividades: El arañazo, un relato que escribí hace unos meses con el que me divertí mucho y que espero disfrutéis.

Hace ya varias noches que se despierta abruptamente, presa de un sobresalto desagradable; la sensación de tener dos dedos -el índice y el corazón de una mano ajena- apretándole la boca del estómago, justo en medio del vulnerable valle que dejan las costillas. La propia orografía del torso recibe con calidez la intención de perforar la piel: una oquedad en la carne, abriéndose paso hasta los indefensos órganos internos, una succión mullida ejercida desde dentro, un hambre suave y viscosa, una sensación canina. Se toca el hueco, justo por debajo del plexo solar: hay una huella. Recorre la marca que ha dejado la presión invisible y alargando el brazo que le queda libre, cubriendo toda extensión abarcable de la cama, busca su presencia, movida por la necesidad de tocar algo que palpite; las sábanas suaves oliendo a tabaco y provocándole un estremecimiento placentero. Quiere contarle que ha vuelto a pasar, que el poltergeist sigue aquí, con ellos. Acaricia el vacío, no está ni siquiera un poco cerca: hace ya varias noches que duerme en el sofá.

Se levanta sin encender luces, tratando de recordar la disposición de los objetos que conviven plácidamente en su habitación. Identifica los muebles con facilidad; sus cantos blancos reflejan la penumbra, y cuando los ojos se acomodan a la oscuridad puede ver sus contornos refulgentes, como animales dormidos dibujados por finos tubos de neón. El reclamo publicitario de un túnel de lavado protagonizado por un elefante. Lo que hay en el suelo dificulta el andar; túmulos indistinguibles albergando civilizaciones, restos orgánicos, un grinder, zapatillas extraviadas buscando a sus parejas, probablemente demasiado lejos las unas de las otras para que su neumático silbido sea perceptible. Procura deslizarse entre los cascotes a la manera de los murciélagos, prácticamente ciega pero con la atención puesta en percibir el eco inaudible de la materia, esperando que le rebote en los tobillos y pantorrillas. Ya no quiere despertarle, y conoce bien la ligereza de su sueño. La puerta que da al salón está entornada, y la mala costumbre de no cerrar ninguna persiana -hábito que ni siquiera las madres fueron capaces de doblegar-, juega ahora en su favor.
El bulto que yace estirado donde solían practicar siestas entrelazadas, irremediablemente fuera de su elemento, se asemeja ahora a un pedazo de madera arrastrado por el piso, mudanza forzada y forjada bajo la esperanza del cambio: la promesa de un inesperado y optimista giro de guión; también la de tirarles un guante a los vecinos del piso de abajo, que dinamizan los domingos aburridos a base de exabruptos chauvinistas y entrechocar de porcelanas. Gallegaaaaaa es que galleeeeegaaaaa tenías que ser, ¡Estáis todas locas!

Menudo como es, de aparente hombría desmigada, no ocupa el espacio que se le presupone. Se afina el oído para disfrutar unos segundos de su breve ronquido de alimaña que sueña, de nariz aguileña, de gurruño; la espalda mansamente arqueada, gritándole a la cara una caricia que no merece, el espinazo abocetado queriendo reventar la piel. Se pregunta si soñará con el agravio, si es la culpa tratando de escaparse por su garganta lo que escucha, y espera, llenándose lentamente de amargura, gotero venenoso, que así sea. Observa su pelo negro y lacio, a veces pelirrojo, lleno de remolinos insolentes; una vez le dejó cortárselo, y al acordarse del resultado de aquél teatrillo de la domesticación tiene que contener la carcajada que le asoma entre los dedos. Una pulsión reptante y sibilina se le enrosca por los pies y la clava al suelo con una leve descarga: la ternura abriéndose paso entre los lodazales de la cólera, el deseo empapando la tierra añeja, agrietada y seca y llenando sus surcos, devolviéndole la elasticidad; la moldeable plasticidad del barro. Desposeída, sin ningún control y llena de agua, viaja al recuerdo de la tarde en la que se enfadó tanto tantísimo ante la insistencia y el refriegue masculino, pasando del no estoy por la labor al eres un animal, pero aún así dejándose hacer, permitiéndole el alivio porque no se le ponen barreras al campo. Y después el placer. El ruido del velcro al separar la tela de la pulpa provoca que la masa antes inmóvil se dé la vuelta con un suspiro entrecortado, sus párpados cerrados mirándola con lo que, de poder ver a través de las membranas, sería la inspección congelada de unos ojos como aceitunas. Es tan guapo que podría asfixiarle: la idea cruzando las autopistas del pensamiento, tantas veces recorridas en un circuito cerrado e infinito; tantas veces el impulso homicida del requiebro, la ingobernable tentación de morderlo hasta hacerle sangrar y llenarse los labios de hierro viejo, el amor agarrotándole la mandíbula y afilándole los dientes. No amas si no pruebas la chicha.

En las ocasiones en las que se siente inundada -oleadas de un afecto mal entendido saliéndose por todos los orificios, desbordando cualquier entendimiento-, él parece olisquear el peligro y trata de desembarazarse de la prisión que son sus brazos de la manera menos hiriente que conoce, todavía de una brusquedad dolorosísima que la araña desde dentro. Sabedor de su condición de venerado a pesar de todo, se ha exiliado del dormitorio al salón-comedor, donde parece sentirse como rey en su castillo, protegido por un espacio sin fronteras de pladur ante el desasosiego encerrado en el cuarto pequeño. Pero ahora, ausente, no tiene posibilidad de huida; podría arrinconarle, apretujarle las tetas-esternón contra la cara, ahogarle en un desvelo compartido. Sin embargo, después de sopesarlo por un instante, sucumbe ante los gozos del voyeurismo, consciente de lo inapropiado del espionaje frente a la vulnerabilidad.De nuevo bajo el abrazo protector del edredón, la mujer se toquetea rítmicamente la pisada fantasma sobre su abdomen, preguntándose si el ectoplasma que la acecha cuando se acuesta no será el mismo que ahora ignora con desdén su presencia durante las horas diurnas.

La mañana parece traer consigo una quietud inusual; todo sigue en su lugar correspondiente. El desorden voluntario continúa en estado de gracia y perfección. Hábilmente delineados, los perímetros del caos permanecen intactos. Nada se ha movido, nadie ha desatado su furia provocadora contra el irremediable e involuntario inmovilismo de las demás habitantes del domicilio.
No ha venido a buscarla a la cama, haciendo gala del esperado anhelo balsámico y reparador, un gesto inocuo que diera pie al comienzo de su pequeña liturgia diaria y permitiera relegar al cajón de las cosas sin importancia los acontecimientos del fin de semana. No ha registrado su melena con los dedos, cuidadosamente preservada de la electricidad estática mediante un trenzado estrecho y tirante a prueba de garras y enredos, él siempre a la caza del mechón más fresco y de su escalofrío: se le cae mucho el pelo y cualquier precaución es escasa, tan pobre como su densidad y volumen. Tampoco le ha buscado insistentemente la boca, hocico contra hocico, como suelen hacer nada más despertarse y a pesar de las tragaderas estancadas de la fase REM; un almizcle plomizo que parece provocarles más ansia que repulsa. Ha apagado la alarma fija de su remugar, previa ingesta de la dosis adecuada de gasolina, pero la casa no huele ni a café ni a pan tostado.

Se despereza con la elasticidad de una babosa y barre el habitáculo con la vista en menos de 3 segundos: un espacio de apenas 45m2. Lo que cualquier portal inmobiliario denominaría como ‘diáfano’ -menuda capa de maquillaje cuarteado, de tosco gotelé, piensa- le da los buenos días, desprovisto de toda humanidad. La saludan con sorna las torres de platos y vasos chapoteando en la bañera sucia de la cocina, felizmente impregnadas de su propia mugre. Es el mes de mayo y el alba brilla sobre la copas de los chopos que apenas cosquillean los marcos de las ventanas: debe de haber salido al diminuto balcón desubicado, el único espacio desde el cual pueden ver el cielo y al que se accede a través de un amorfo y desproporcionado cuarto de baño (los antiguos propietarios abandonándose al doble placer de ennegrecer su epidermis mientras expulsaban todolomalo). En días que apuntan soleados como hoy es habitual encontrarle sentado en el taburete, las palmas apoyadas en el banco que hace las veces de mesa, estudiando ornitología o simplemente observando la danza estática de las nubes, dejándose calentar. La mujer recuerda: en una ocasión su terapeuta le recomendó iniciarse en las complejidades de la meditación así, mirando hacia arriba, después de confesarle que era incapaz de mantener los ojos cerrados sin que le dieran espasmos en los párpados, el sistema simpático como cuchillo jamonero. ¿Qué estará pensando? ¿Le dolerá todavía el guantazo?¿Hasta cuándo durará esta contienda silenciosa y absurda? Echo de menos su mordisco. Venga, ve a decírselo, dale una sorpresa.

Se desliza en calcetines peludos por el suelo laminado hasta el límite del embaldosado, imbuida por un espíritu antiguo, el aliento de quien se sabe tan letal como imperceptible; asomándose por el quicio pintado de blanco aséptico (Pantone 000C) puede vislumbrar la cristalera abierta, la silla infinitamente multiplicada del Ikea, el hule palidecido sobre el que reposa un cenicero rebosante de colillas. Extremidad jugueteando con un cigarrillo imprudente, quizá funambulista, cabeza chafada contra la cerámica. Él sigue sin percatarse de que está siendo observado, sumido en las abluciones del polvo y del polen, bañado por la conversación de los gorriones que anidan en las ramificaciones próximas; antes cualquier crac, frús-frús, ñeeec, cualquier onomatopeya casi silenciosa le habría hecho correr hacia ella, antes hubiera buscado su compañía por encima de la de los pájaros. Se da cuenta, fue demasiado dura; ningún alma salvaje y despierta se queda donde prevalece el castigo. Es mejor que no lo intente, que no diga nada, dejar que sea él quien dé el primer paso hacia una aproximación, ella ya había cumplido con su parte: le pidió perdón incluso con la voz extraviada -se daba un aire a Ariel, todo hay que decirlo-, le besó hasta casi la babosidad las plantas desnudas llenas de pelusas, de miga de galleta, de hilos desprendidos de la alfombra; le arrastró hasta la cama, rogándole que no la dejara sola, jugando la carta de la bebé asustada acosada por fantasmas. Pero su indiferencia no nacía a borbotones, imparable, fruto de una intención malvada e incontrolable, punitivista: era verdadera, una cueva sembrada de carámbanos atravesándole las pupilas, espadas inquebrantables incluso frente al bosque ardiendo que son sus interiores, azotados por un huracán caprichoso. Niñaseñora desencola la cara de la puerta dejándose un cacho pegado. Rebusca en el bolsillo de su pantalón de chándal y mira la hora en el reloj de la pantalla: todavía puede intentar dormir durante un rato más.

Se levanta entrado ya el mediodía de la misma forma en la que ha despertado en mitad de las tinieblas: agarrándose la camiseta a la altura del diafragma, la boca poco abierta para la cantidad de aire que le falta. Se escucha un repiqueteo rápido en suelo de falsa madera, como si estuviera lloviendo dentro. Hay un mechón de pelo sobre la manta y otro suspendido a medio milímetro de su muslo izquierdo, una nube negra cargada de agua sobrevolando un trigal. Al salir del cubículo, el paisaje que le espera con la mano abierta le cruza la cara de un sopapo: un Holocausto vegetal. Arbustos, plantas y flores desahuciadas, troncos hechos jirones, loza cortante y amenazadora. La rave y la rabia. Los únicos embellecedores posibles de los espacios genéticamente insalvables están decididamente devastados, un mar de turba se filtra por las juntas del suelo. Ni siquiera las cuerdas deshilachadas que cuelgan del techo podrían hacer pasar el asesinato del Potus por un suicidio. Se le derrama por las orejas una fiebre furiosa, la cara como una piruleta y el morro encerrando el grito encapsulado de la Sirenita; transformada en pelota de Pinball, rebota de pared en pared enloquecida, presta a agarrarle del pescuezo y ejecutar un tributo a Carl Andre. La venganza más pasivo-agresiva que ha experimentado jamás. Violencia vicaria. Atraviesa el lavabo fuera de sí, recogiendo extremidades verde bosque verde prado verde francés amarillo naranja marrón, dispuesta a lo peor; arranca la cortina para descubrir un balcón desocupado, el suelo sembrado de pitillos, las aves cacareando, mientras desde lo alto de la alacena, con los ojos Manzanilla a media asta y una sonrisa socarrona que deja entrever unos colmillos de vampiro doméstico, él se atusa los bigotes y se arranca las uñas recién afiladas en el cataclismo con un ronroneo motorizado y feliz.

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12 de diciembre de 2024

El arte de invocar la memoria, de Esther López Barceló

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Frente al salvajismo la memoria

 

Ya nos alerta su autora en la justa introducción -apenas cinco páginas en tamaño cuartilla- de la polisemia de la palabra memoria: su uso en el libro responde mayoritariamente al modo benjaminiano, es decir, que funciona como el grito de la resistencia, la palabra de los perdedores, la voz de las minorías aplastadas en un conflicto del pasado. En este delicadísimo (y utilizo precisamente el superlativo por todas las ampollas levantadas, las ya reventadas, y las que siguen formándose a día de hoy, llenitas de agua y tejido lesionado) y aún fiero ensayo, Esther López Barceló se dirige a su público como una arqueóloga de la palabra, respetando sus pesos, sus artistas y redondeces, quitándoles la tierra y el polvo de los años con la caricia de un pincel; perfectamente documentada y sin dejar que la rigurosidad le coma el terreno a la poesía, su voz se cuela entre datos, fechas, notas al pie y testimonios: su impotencia, su deseo, su esperanza, su rabia y su experiencia. Para ella, como para Ernaux, la memoria es la ausencia.

Barceló estructura el cuerpo narrativo en seis capítulos como seis formas distintas de hacer, ensamblar, reconstruir y blindar el recuerdo colectivo: a través de sus experiencias exhumando fosas como voluntaria e intercalando su propia investigación realiza un análisis que, aunque lleno de subjetividad -¿como podría hacerse de otra forma?- es esclarecedor y desgarrador en sus certezas, pruebas y registros. Los muros carcelarios como testigos, grabados con las voces de los presos, con esos epitafios de urgencia, funcionan de la misma manera en la que funcionan los objetos de los que ya no están. Barceló nos habla de las posesiones materiales de las difuntas como si éstas fueran capaces de transformar su propia materialidad: pasan de ser ‘cosas’ a ser ‘cuerpos’; “su observación, a menudo, invoca en el espectador la memoria de una forma vívida, tanto para quienes conocieron al difunto, como para quienes nunca antes oyeron hablar de él’(...) ese objeto no sólo evoca la memoria de un ser extinto, si no que es también capaz de invocar la de otros".

En la modernidad, a parte de las antiguas pertenencias de los muertos -¡las vajillas!¡los libros!¡las trenzas!- contamos con otros artilugios para el debido reencuentro con quien nos falta: pudiendo  ser tanto obra de arte como basura - y paradójicamente saturando la memoria de nuestros teléfonos y tabletas- algunos dispositivos efectivos en la conservación viva de las ausencias son, efectivamente, la fotografía y el video. Sin embargo, se diferencian sustancialmente en la puesta en marcha y el consiguiente desarrollo del mecanismo rememorador: en una fotografía, aún sin poder cambiar lo que ves, la interpretación es múltiple y abierta. Mucho más libre, pero también de una intensidad más concentrada, menos diluida; dice Ryoko Sekiguchi en su reciente ensayo La voz sombra: "Sucede que mucho tiempo después de que alguien haya muerto, nos impacta su mirada captada en una fotografía. Es el presente que surge durante un instante". Al igual que ocurre con las miradas congeladas en papel o pantalla, las palabras grabadas en la piedra o la madera, la pulsión autobiográfica del graffiti -que responde a un acto visceral y común ante la privación de libertad y la certeza de que ese espacio es el final del camino-, actúan como máquinas del tiempo, mecanismos para traer la historia al presente. A mi aún me paraliza un escalofrío al recordar la sensación de recorrer con mis dedos las marcas grabadas en las paredes del vagón de un tren del Deutsches Techknikmuseum al que entré durante unos segundos: palabras y nombres escritos con arañazos, astillas de queratina, testigos mudos de la barbarie.

Barceló nos recuerda, afilada, cómo funciona la retórica de los vencedores y los vencidos: la gloria de las exhumaciones traducidas a beatificaciones, canonizaciones, nombres en calles y esculturas, o la ley de Amnistía del 77 frente a la desprotección institucional de muchas familias hasta el año 2007. Cita leyes, números, bibliografía y casos reales de comunidades con las que trabajó codo con codo en las exhumaciones. El hecho de recolectar huesos sin agencia, arrebatados, negados ante la posibilidad de recibir una sepultura digna se configura como un acto de amor, como una puesta en práctica de los cuidados y como un proceso comunitario necesario para la restauración de la dignidad humana.
Como estamos viendo ahora con el desastre climatológico, político y humano acontecido en Valencia, el colectivismo se revela parte fundamental del sentimiento de pertenencia, tan contagioso y unificador, indispensable en la recuperación de la historia y en la lucha contra la ocultación, el engaño, el populismo y la impunidad: textualmente, "Cuando el pasado altera la realidad, la memoria se escribe en presente de indicativo."

Comparto con Esther el deseo de tocar la muerte con las manos y la creencia en el imperativo de registrar los recuerdos para, de este modo, convertirlos en lo que llamamos memoria; por eso soy artista. Ya sea en forma de diario, de álbum, de collage, pintura, escultura, performance, dibujo o bordado, el arte trabaja al igual que funcionan las tarjetas SD: códigos cifrados que preservan documentación a veces intangible, reservada su traducción a ciertas mentes o ciertos artefactos. Barceló nos presenta la obra de cinco moldeadoras de la posmemoria, cediéndoles la palabra y el espacio, reivindicando su corpus como otra de las múltiples formas de dramatización y recreación conmemorativas.

(Curiosamente, al igual que para la artista María Rosa Aránega, el dibujo y el lápiz son mi práctica y mi medio favorito; como estudiante de Bellas Artes sentí la presión sorda que el arte con mayúsculas ejercía sobre las dibujantes, siempre pequeñas, menores. Resulta que el lápiz resiste mejor las inclemencias del tiempo que la tinta: en los campos de concentración se escribía todo en lápiz sobre papel).

Para esta arqueóloga/antropóloga, el arte de invocar la memoria consiste en volver a casa, regresar a un tiempo. En sus propias palabras: "Yo lo hago cuando escucho a Franco Battiato buscar el centro de gravedad permanente (...) Y se me llenan de agua los ojos cerrados al sentir la voz de mi padre cantar en un italiano macarrónico por encima de la de Battiato."

Esther, desde mi retorno al hogar primigenio y escuchando el tono desafinado de mi padre, también ausente, dando berridos en un italiano aún más macarrónico si cabe y desbordada por el agua, te saludo de vuelta.

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10 de noviembre de 2024

'Ocàs i fascinació' de Eva Baltasar (Club Editor, 2024)

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Arruinarse la vida en un parpadeo

Sección visual de Kinds of Kindness - FilmAffinity

Escribo constantemente sobre las ocasiones en las que me doy de bruces con la suerte de presenciar la transmigración de un alma genuina, contenedora de una idea penetrante, a un cuerpo narrativo distinto al suyo. Pero es que cuando ocurre -esto significa: leer y trasladarse a una película, a una representación, a una pintura, o viceversa, sin que tengan nada que ver, sin que se hayan conocido nunca- es como estar en una fiesta; una fiesta en la que, sin previo aviso y después de soportar varias horas de música anodina, se pusiera a los platos mi pinchadiscos favorita.

Algo que resulta tan común, tan prosaico, tan de cada fin de semana, se transmuta en el festival de la pirotecnia, en el abrir paquetes uno detrás del otro la mañana del día de Reyes. Que me haga tanta ilusión descubrir el diálogo secreto entre dos relatos morfológicamente distintos (tal vez no sea un hallazgo si no una invención inocente, la manifestación de mis obsesiones; tal vez si se encontrasen se llevarían fatal y no se dirigirían la palabra) solo responde al regalo de saberse rodeada de cristales en los que reconocerse, de reflejos en los que mirarse, con la certeza de que no te girarán la cara, de que siempre y absolutamente siempre van a devolverte el saludo.

Fui testigo de una reverencia de este estilo, de una leve y probablemente inconsciente inclinación de cabeza, al ver Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos, 2024) en el cine Rívoli que está cruzando la calle opuesta a la librería: mi cerebro rebobinó a velocidad x2 hasta marzo, a cuando leí Ocàs i fascinació de Eva Baltasar. Quizás el detonante para este no-tan-obvio intercambio fuese la estructura familiarmente literaria de la película (un formato tríptico, como los anteriores Permagel, Boulder y Mamut; la nueva novela de Baltasar es, en cualquier caso, un díptico moderadamente distópico): sin embargo, a medida que avanzaba el metraje también lo hacía la vinculación anímica entre los dos artefactos, volviéndose cristalina hacia el final. Las tres historias del filme, interpretadas por las mismas actrices y actores en diferentes papeles, enlazan orgánicamente los espacios físicos y metafóricos de la extrañeza y el malestar, de la mística y de la muerte: una facultad que también encuentro en la última publicación de la escritora catalana. En ambas producciones permea la idea de la transacción; ¿Cuál es el precio a pagar por la libertad? ¿Acaso existe el libre albedrío? ¿Se puede decidir sin renuncia?

Los tres retratos de Lanthimos conectan a través de un personaje - bastante insustancial en apariencia, incluso si esperas a la escena postcréditos- de cuyo nombre sólo conocemos las iniciales (R. F. M.), y que morirá al principio y resucitará al final. Un trayecto de la muerte hacia la vida, una representación del arquetipo budista de la reencarnación. En Ocàs, primera parte y Fascinació, segunda, es una mujer con nombre de virgen la que hará el viaje en sentido contrario, pero que permanecerá en el mundo al ser convertida en una imagen, en un objeto de culto.

‘Una feina com una pallissa, que m’estovi el cos i em deixi el cap irreparable.’
‘Em meravello de com és de fàcil injectar en un cap aliè una idea insana.’

En estas frases del monólogo interior de una protagonista sin nombre (a mis ojos una especie de heroína contemporánea de la gentrificación), asoman los tres conceptos que vertebran el primer capítulo de Kinds of kindness: la autoridad, encarnada por la figura del jefe, la subordinación que supone el hecho simple de trabajar para alguien -correspondiente al empleado- y la imposibilidad de concebir un escenario donde no exista la tiranía de las necesidades inventadas. Richard (Jesse Plemons) es el sujeto en el cual Raymond (Willem Defoe), inyecta con facilidad el germen de los mecanismos de la dominación: come lo que su capo le indica, folla cuándo, cómo y con quien él le señala, y bebe el cóctel que, por cualquier razón, él le ha escogido. Hasta el momento, no debería resultarnos ni muy inquietante ni demasiado ajeno. Para la joven de la novela, en cambio, el sujeto aniquilante de la voluntad es la vida en la ciudad y su tiranía. Estos dos personajes, que pelotean entre papel y pantalla, no dejan de ser subordinados devotamente sometidos: en el caso de ella, incluso (y precisamente) hasta después de haber terminado con la vida de su patrona.

Las imágenes que describe Baltasar me trasladan a las atmósferas que graba Lanthimos; leerla es como ver a Emma Stone probarse unos zapatos en los que no le caben los pies, o tirada en una butaca con el cuerpo hecho marioneta y una herida sangrante donde debería estar el hígado. Es observar a Margaret Qualley saltando grácilmente hacia una piscina vacía, aterrizando con la cara, o directamente, a su cabeza atravesando la luna delantera de un coche -una de las seleccionadas escenas que, lejos de resultar perturbadoras, te arrancan una carcajada: marca de la casa-. En ambos ingenios el paisaje está decididamente atravesado por las dinámicas de poder y el cuento del sometimiento, y la violencia y la seducción son las columnas donde se apoyan las criaturas.

En el segundo capítulo, el director griego nos propone experimentar el juego endemoniado de la luz de gas: un marido espera a que su mujer, desaparecida durante una investigación en el océano, vuelva a casa. Aparentemente se cumple el anhelo, pero lo que recibe es una carcasa que, aunque luce igual que ella, ni calza la misma talla ni odia el chocolate; una copia, una doppelganger casi perfecta. Emma Stone interpreta así a una mujer exageradamente sumisa. Jesse Plemons, a un tirano déspota que continuamente pone a prueba la veracidad de quien dice ser su esposa. ¿Quién tiene la verdad, quién conoce lo que realmente ha sucedido? ¿Es siempre el narrador de la historia quién la controla?

Todos los intérpretes terminan boxeando contra su propia trivialidad, noqueados por la falta de sentido de su existencia: al igual que en la película, la cronista del libro también vive entre lo conocido y lo desconocido, el cobijo y el peligro -limpia y cuida una casa a la vez que la viola, vaciándole la nevera, sumergiéndose en su bañera-: ella es una farsante, igualmente una mentira, una máscara. Como la mujer de Daniel el Policía, sólo una copia.

Hacia el final de estas dos narrativas especulares -y con especial notoriedad en el tercer capítulo de Kinds of kindness- se da una simbología compartida: el agua, la sed y la muerte empapan las últimas partes de estas primas separadas por distintas latitudes. Una y otra nos dejan entrever el vagabundeo incesante de quienes buscan escapar de la normatividad, a la caza de algo más grande: Dios, burlar a la muerte, la trascendencia, la entrega definitiva del espíritu a un bien mayor. Total, la vida se te puede ir a la mierda con un solo gesto, y lo saben bien tanto la chica que huye de un marido violador para terminar siendo el utensilio implacable de una secta new age como la que, desalojada a golpes de su casa, se cobija por las noches en su lugar de trabajo. Las dos están entrelazadas por el dibujo infinito eros-thanatos: la madre abandonadora que tiene como misión encontrar a la mesías capaz de insuflar vida de nuevo en un cuerpo vacío y la asesina que, a base de sacralización y cuidados, tratará de mantener viva a su víctima, convirtiendo la habitación donde reposa en un templo. Comparten la hechura asfixiante del amor, el cuestionamiento de la norma y de aquéllo que deberíamos querer. Además, ambas son poseedoras de un conocimiento pretérito; saben que, detrás de lo mundanamente deseable, pueden esconderse montañas de horror, maltrato y abuso.

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9 de septiembre de 2024

Publicado por Alfaguara (2024)

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¿Qué hay más hermoso que una boquita salada y animal?

El celo, de Sabina Urraca

En mi continuada y bien alimentada obsesión por los arquetipos y su consecuente búsqueda entre hojas de papel, paredes y pantallas, encuentro en el último libro de Sabina Urraca dos de mis cosas favoritas al leer a una autora a la que admiro: el uso de un símil familiar -disculpad el auto abrazo- y el eco de sus antiguas narraciones rebotando en las paredes de unas páginas que huelen a nuevo. Escribí un cuento hace no tanto en el que la voz extraviada de Ariel, vilmente usurpada por su madrastra Úrsula, me sirvió para ilustrar la rabia que experimenta la protagonista en un momento dado; una rabia que, en lugar de reventar el cuerpo como piel de fruta madura, se le atasca en la garganta, generando un tapón que impide el balsámico flujo del grito. Aunque con una intención ligeramente distinta, en esta historia también la estructura reverencia la escritura: un cuento clásico al servicio de un cuento contemporáneo. En este caso, un cuento ofrecido y dispuesto (piernas bien abiertas culo en pompa rabo levantado) a una novela constituida bajo los preceptos, la magia y la simbología de las narraciones aparentemente infantiles.

(Me pregunto, más allá de la genealogía compartida del abuso, qué nos impulsa a utilizar ciertos recursos). 

Barista-Urraca, filtrando la información gota a gota, nos va dejando trocitos de caramelo amargo y requemado anárquicamente repartidos por el suelo, para que, ya seamos Hansel o Gretel, tengamos que agacharnos a recoger las pistas que apenas indican el acceso a un sendero sombrío e irregular. En el relato se presentan lo que podrían ser dos caras de una misma moneda: ¿Quién es la Humana y qué le ha pasado? Una experiencia traumática -vislumbrada a través del lino claro de la infancia, oscurecido por las tinturas de la adolescencia- le ha provocado una parálisis incapacitante de tal magnitud que no puede ni lazar unos cordones ni rozarse los pezones sin padecer un dolor insoportable. ¿Y la Perra?¿ Cuál es su pasado? ¿Acaso son la Humana y la Perra la misma cosa? 

Existe en ambas una animalidad compartida, un pulso firme -como lo define Sabina- entre pelo y epidermis. Justo después de una rave -espacio supuestamente lúdico, hipotéticamente comunal y comunitario del que la protagonista no deja de huir- ambas se tropiezan y da comienzo una vorágine de miedos que, gracias a una prosa hermosa e hiriente, terminarán transformándose en admiraciones, en amores. La escritora entronca relaciones y acontecimientos pasados y presentes - la familia/infancia, la pareja/postadolescencia, la comunidad/el ahora- en un vaivén temporal que reposa en las imágenes de una corporalidad doliente, tanto humana como perruna. La somatización del padecimiento psíquico a través del dolor físico encarnado en una mastitis  - las tetas que fueron apéndices deseables y la envidia de su madre, ahora sacos asquerosos y supurantes, inmunes a la sexualizacion, siempre demasiado temprana-, o el celo de la Perra, acontecimiento sísmico que abrirá su caja de Pandora particular, son solo dos de las esquinitas del despliegue de materialidad simbólica que arropa con ternura a las dos hembras de esta novela. 

El mito de la maldición masculina -entre otras tantas supersticiones- astilla las cabezas y corazones de las mujeres retratadas; yo me mataré y tu te pudrirás toíta por dentro. El resultado: una histerectomía, tejido endometrial expandiéndose por los interiores de Wendy, compañera de terapia, después del suicidio de su marido. Sabina Urraca sitúa el poder de las creencias donde verdaderamente le corresponde: en lo alto de una buena montaña amalgamada a base de soledad, ritos - la Humana untándose en los labios la grasa que mana de la tumba de su Abuela- manipulación, pasión, vergüenza y benzodiacepinas. 

Dos muertes apuntalan los muros de El celo; la de la Abuela, llevándose consigo más de un secreto, hacia la primera mitad, y la del Abuelo, en la segunda, que se niega rotundamente a ser enterrado en la cripta familiar, ofreciéndonos algunas respuestas: no solo los amantes son malos.

Sabina Urraca manipula y dilata la cotidianidad de los actos pequeños para romper los barrotes y liberar al campo; una manicura torpe en los pies a modo de despedida, poder decir en voz alta cómo te llamas, no ser capaz de atarte los zapatos. Gestos aparentemente sencillos ahora imposibles por esconder demasiado, por significar demasiado, por tener las costuras a punto de estallar. El deseo, tan mundano, tan común a todas las criaturas presentado como un vínculo irrompible, como candado de las cadenas que te amarran a quien no te quiere bien. Qué Perra no ha olfateado esas esquinas alguna vez.

Leer El celo es leer un cuento popular, una leyenda urbana, una rondalla, un cuento realista, un cuento de terror, un cuento fantástico. El cuento de todos los cuentos es en realidad, una novela. Y así, como el buen cuento que sigue la tradición folclórica y con un -a mi parecer- magistral uso final en el giro de las voces narrativas, termina con una moraleja más empoderante que aleccionadora: como le dice la santera (por el acento tal vez puertorriqueña) a la Humana cuando la Perra desaparece ‘lo que no se nombra, se pierde'.

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26 de junio de 2024

Las Malas, de Camila Sosa Villada

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Trilogía Argentina (parte III)

 

Llego a Las malas gracias a la generosidad de mi compañera de trabajo en la librería. El ejemplar que leo es el suyo; procuro hacerlo rápido porque no me gusta retener por más tiempo del estrictamente necesario los libros ajenos, me siento como si estuviera perpetuando un secuestro. Lo primero que identifico en el relato es la clara intención demarcativa de la autora en el uso de la palabra travesti en lugar de trans - algo común en Latinoamérica, o por lo menos en Argentina, como señala Mariana Enríquez durante la presentación en Sevilla de su último libro publicado como editora, Cuerpos para odiar, de la escritora Claudia Rodríguez, una novela que bien podría ser el bebé encontrado por Camila en medio de los arbustos del Parque Sarmiento, tal vez su hija adoptiva-: utiliza travesti porque es una palabra que proyecta sombra, que pesa, llena de mugre y de costras, que trae consigo cartones de vino y tiros de cocaína cortada con escayola. Travesti no es, al menos, una palabra blanca, pues está ineludiblemente vinculada a la oscuridad.

Camila cuenta su experiencia como trabajadora sexual en la Córdoba que transita durante sus años de estudiante; la ciudad -un personaje más de la novela- y sus habitantes orbitan alrededor del centro de operaciones de un grupo de mujeres transgénero, mujeres cuarto hadas, cuarto brujas, cuarto animales, cuarto seres humanos. Es fácil vislumbrar su voluntad apenas devoradas las primeras treinta páginas: Las malas es un relato sobre la supervivencia y sus mecanismos. La actriz y escritora cordobesa ejecuta la literatura del yo no con la persistente voluntad de realizar una práctica narcisista, sino con la de forjar el filo de una arma blanca con la que cosquillear nuestras gargantas, siempre preparada para una traqueotomía de urgencia. La primera lección de este retrato de la resistencia es sin embargo la que hemos olvidado -o puede que obviado- con más facilidad y, por eso (entre otras muchas cosas) este es un libro que todas deberíamos leer: no podremos permanecer en esta hostilidad solas, por mucho que se nos empuje hacia la creencia contraria.

El gran triunfo del capitalismo ha sido el de arrebatarnos la creencia en la posibilidad bienhechora de la red y la esperanza de la comunión con tus semejantes. Nos ha desposeído del poder, del único poder al que cualquier individuo, independientemente de su estatus, raza, color, procedencia o género, indistintamente de cualquier término cortante que divida y separe, de cualquier palabra que profese la religión dicotómica del mundo, puede recurrir: el de generar un escudo común contra la basura que nos rodea, una barrera protectora construida a base de cimentaciones compartidas, del concepto participativo de familia -no necesariamente con, y a menudo sin, consanguinidad alguna-, de la generación y preservación de una comunidad. Con las luces y sombras que esto pueda traer consigo, en el caso de esta narración, traducidas a los conceptos fiesta y furia.

Una de las muchas imágenes que dibuja la novela sobre el acercamiento natural e inevitable de las heridas compartidas es la del desfile de los Hombres sin Cabeza -los soldados que emigraron a Argentina después de combatir en las guerras africanas- rindiendo tributo a la Tía Encarna, la madre de todas las travestis del Parque; ellos siempre preferirán la compañía de aquéllas mujeres leídas como una mitad a la de cualquier otro tipo de mujer: los cuerpos seccionados por la violencia se huelen y se buscan como animales en celo, conscientes tal vez de que cualquier otro tipo de unión supondría un riesgo para la supervivencia de la especie. Uno de estos Hombre sin Cabeza despierta cada día a la tía Encarna con un ‘Qué hermosa estás mi amor’ y con eso es suficiente; un sortilegio, un amuleto protector contra las desgracias, las vejaciones, los desmembramientos.

Sosa recupera el imaginario del realismo mágico latinoamericano -tendencia por otra parte muy acorde al zeitgeist-, balanceándose en un precipicio lírico que mira hacia un océano de cursilería, y lo hace sin dar ni un pequeño traspiés, con la gracilidad de una bailarina, librándose de dejarnos la boca pastosa por la sobrepasada ingesta de azúcar. Su honestidad y transparencia, su habilidad para tornar hermoso lo abominable es capaz de disipar el olor dulzón de los ramos podridos, evitando con inteligencia que se nos quede pegado al cielo del paladar. Síntoma de lo que nos quiere decir, el libro registra y recuerda como lo hacen los cuerpos; hay en él una conciencia del talle y de la culpa que sólo pueden pertenecer a una mujer -por si existe alguien que todavía dude de su mujerosidad- y que refleja magistralmente sirviéndose del uso de metáforas referidas al cuerpo y sus fragmentos. Es una historia contada en un equilibrio precario pero constante, que consigue embellecer la podredumbre y la inflamación, una capa de base de maquillaje aterciopelado y sedoso aplicada sobre una piel a punto de reventar. Una narración tan binaria como este nuestro territorio, que oscila entre los límites de la esperanza y el desasosiego, la sororidad y la natural pelea por la supervivencia, la tensión y la ternura, la violencia y el amor, y que traslada el si nos tocan a una nos tocan a todas a la realidad del fango y la lucha.

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14 de mayo de 2024

Portada de la edición de Tusquets

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Trilogía Argentina (parte II)

Leí Las primas hace cosa de un par de meses. No exclusivamente por el hecho de trabajar en una librería era ya consciente del hype que la novela estaba generando; Lucía Litjmaer la había recomendado en su podcast Deforme Semanal -ese rinconcito que hicimos nuestro, al que muchas acudimos pre y post pandemia en busca de carne fresca que diseccionar y devorar- y, a pesar de ser proclive a la tardanza en cuanto a tendencias, me apeteció subirme a este tren para recorrer La Plata. Mi compañera de trabajo, por quien andaba sintiendo la fascinación característica de la novedad cuando es reflejo, me comentó cuánto la había disfrutado, y en un gesto de simpatía y generosidad (nos conocíamos desde hacía dos semanas), me regaló la novela por mi cumpleaños, tal vez con una intención concreta, motivada por la necesidad de hablar sobre ella.

Me obsesionan desde hace tiempo tanto la simultaneidad como la sincronicidad; ¿cuáles son los elementos que, habitando un tiempo y un espacio distintos, sintonizan a dos mentes en una misma frecuencia?¿Qué sucesos acontecen -y cómo- en el recorrido vital de dos cabezas divergentes, para terminar siendo traducidos a un mismo lenguaje, sin conocerse, sin tan siquiera olfatearse primero?

Leer Las primas es someterse al martilleo rítmico y constante de la duda; ¿acaso había leído el texto Cristina Morales antes de escribir Lectura fácil? Es probable, pero la probabilidad aburre y arrebata lugar a la magia, la fantasía, lo impredecible, al abandono del control. Resulta más hermosa la idea de que dos bombillas se enciendan a la vez y arrojen luz, un cálido rayo que al reposar sobre dos objetos de formas imposibles, proyecte la misma sombra.

Yuna, una adolescente con sensibilidad, dotes artísticas y una dislexia galopante -si no algo más complejo- es la narradora de este sueño poético y disfuncional; conformada en un monólogo interior, la escritura de Venturini se aproxima en su forma al pensamiento de su protagonista. Es rústica, diagonal y autoconsciente: la voz que nos habla no deja de culpabilizarse por su supuesta estupidez, y se disculpa ante las lectoras por su incapacidad de usar una correcta puntuación, sin olvidar el adecuado manejo de los artículos. Aún sorprendentemente delicada en la narración de la violencia, el atropello y el drama que parece perseguir con el empeño de un jinete del Apocalipsis a su familia (conformada únicamente por mujeres que han sufrido abusos y vejaciones de atroz pelaje por parte de los hombres), incluso cuando parece que el azote de la desgracia amaina, un nuevo chaparrón te deja calada hasta los huesos, tiritando no precisamente a causa del frío.

La metáfora, que abraza amorosamente los pensamientos de Yuna, protegiéndola de los horrores del mundo - la porcelana de su muñeca rota por la madre dañándole el hígado, la expresión nadie le huía al frasco, la dualidad hombre/fuego, mujer/paja…- puede acercarnos al reflejo real de su discapacidad, que no se nombra, pese a empapar completamente su conciencia; el prisma a través del cual observa la realidad no la deforma, sino que la aumenta, dotándola de una percepción milimétrica y de una honestidad que podemos reconocer en las personas con cierto grado de autismo.

Este es un libro punzante hasta el asco, doloroso, un diario personal que retrata sin tamiz el absurdo de la suposición hecha estigma, el deseo inefable y corrupto de los hombres - Yuna apenas poder contener las náuseas en cuanto se le habla de sexo, o en cuanto lo piensa-, la violencia y el desmembramiento de una familia en la que las desgracias suceden como mirándose en un espejo, pero también la amistad entre mujeres, el poder transformador del arte, la virtud hecha flotador. La narración de Aurora Venturini encuentra el equilibrio en los contrastes, entre lo inmundamente feo y la ternura más incapacitante, por medio de un contenido repulsivo envuelto en la forma más hermosa - y en realidad Petra sufría fuertes dolores de estómago seguidos de vómitos porque la infeliz tenía motivos suficientes para flotar en un lago de ascos y náuseas -, en apariencia de una lectura fácil que en realidad esconde la promesa de una digestión difícil, casi hasta ulcerante, como de las que te arruinan el día después de una siesta demasiado larga, demasiado ansiosa.

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6 de abril de 2024
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Trilogía Argentina (parte I)

Durante el pasado mes de enero las protagonistas de mis nunca satisfactorias pausas entre las ocupaciones y el dormir han sido indudablemente escritoras argentinas -contando también con la estelar interpretación de algunos personajes secundarios oriundos del extenso territorio latinoamericano-; Schweblin, Fabbri, Venturini. Tres generaciones. Tres apellidos de la diáspora. Tres escrituras divergentes aún con raíces compartidas.

Por la proximidad de su espíritu al mío -resulta calmante imaginarlos encarnados en dos alacranes danzando, crujientes y venenosos, o en dos gatos afilándose las uñas, naturaleza salvaje empaquetada en suavidad, pudiendo metamorfosear según convenga-, es La reina del baile quien, como buena monarca, encabeza esta hilera de palabras-hormiga. Paulina (o lo que en ese momento queda de ella) recupera la conciencia después de un accidente de tráfico. En los asientos de detrás del coche hay una adolescente y un perro, a quienes no reconoce. Este acontecimiento prelude la atmósfera de extrañeza en la que nos moveremos de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, durante una hora o dos, hasta llegar a reconocer a Gallardo, el cuadrúpedo fiel, y a Lara, la quinceañera fugitiva.

Fabbri se preocupa por desgranar las mismas estructuras que muchas de sus contemporáneas: entremezcla más de 400 hilos de romanticismo, desamor -definido en su máxima expresión gracias a la imagen de un nudo de pelo espeso que hay que desenredar-, deseo femenino, autoexploración, amistad y familia -con sus correspondientes vapores tóxicos-, con otros como la sororidad, la esperanza, la maternidad, el regocijo del sarcasmo o el dolor que supone el mero hecho de respirar, para terminar tejiendo una sábana exquisita, de aquéllas que no quieres utilizar si fumas en la cama, de aquéllas que te cuesta tantísimo abandonar aún sabiendo que vuelves a ellas cada noche. Con unas gafas de un aumento terrorífico, observa a las personas y sus movimientos hasta encontrar la más mínima espinilla, la pústula escondida, el grano todavía sin madurar y apretarlo hasta que sangre, hasta que se infecte, pus diseminado por gran parte de la superficie del espejo. Utiliza a sus personajes para ofrecernos la dicotomía humana en bandeja de plata, con sus correspondientes cubiertos para una mejor disección de la carne; ¿alguna vez habéis querido tanto a un animal -el que os acompaña- que habéis tenido que soltarlo de vuestro psicopático abrazo justo en el instante previo a que se le quebrasen los huesos? Esta antagonía atraviesa el pensamiento de Paulina, al igual que la certeza de la irremediable confusión entre realismo y pesimismo que sufren algunas personas, la condescendencia de lo familiar, el conflicto causado por exceso de hastío, el aburrimiento de la postal navideña -el novio, la casa, el perro-. Identificar la bandera roja, ponérsela de capa y saltar por la ventana: esto hacen las tres mujeres de la novela, tal vez sin saber que en el asfalto se esperan las unas a las otras con un buen parapeto de tela.

Con ternura, pero sobre todo con una sinceridad recién afilada -¿puede o debe ser una mujer tan honesta que acaricie la maldad?- Camila Fabbri sacude de las relaciones de pareja cualquier fibra de romanticismo, dejando una superficie asquerosamente limpia para que la soledad se acomode; Paulina, como muchas de nosotras, habla sola para confirmar su existencia. Paulina, como otras tantas, sufre un ataque de pánico en una cita orquestrada sólo para tratar de superar el haber sido abandonada. Paulina ve pornografía lésbica de tintes literarios, disfruta las historias incestuosas, necesita del contexto para avivar su deseo, requiere de lo prohibido, de lo ajeno, para darse placer; ella entiende que la fantasía debe existir sin ser jamás cumplida, que es el motor que nos mantiene vivas y cabales: lo que impide su transformación en un monstruo.

Paulina, al contrario de lo que pudiera parecer al inicio de sus andanzas, no es la Reina del Baile; es más bien el hada madrina, la acompañante, la secretaria levantando acta. La que mira a las demás para ser vista, para ser reconocida. Tan solo a medida que avanzamos entre sus nubes negras -y transitamos también las de Maite, su amiga, la única relación disfuncional con la que cuenta- vislumbramos la silueta de la auténtica regente de la pista.

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20 de febrero de 2024

'Chica de interior', de Frankie Barnet (Paloma Ediciones)

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El calcetín del revés

 

Cuando Frankie Barnet escogía palabras en busca del título perfecto para su libro de relatos (puede que colocándolas en post-its imaginarios sobre la mesa de su cerebro), un gato -o tal vez una capibara, o quizás una tortuga- se paseaba impunemente de esquina a esquina del tablero, haciendo alarde de la malévola elegancia propia de su especie y dispuesto a poner a prueba aquello a lo que los humanos llamamos gravedad. Radiografiando su alrededor provocativamente -estoy convencida de que esa mirada solo existe cuando es vista por una persona- el felino habría atrapado los vocablos con sus perfectas y curvadas garras para después empujarlos grácilmente hasta el borde de madera, con la intención de observar con plácida satisfacción la suave danza de los papeles en el aire antes de caer al suelo. En el mapa mental de Frankie, la frase contaba con un orden distinto; tal vez Indoors girl - o, por preservar el argumento, aunque Barnet hable y escriba en inglés, Interior de chica-.

 Los cuentos que configuran esta preciosura de libro -impecablemente editado por Alba G. Mora y Jorge de Cascante- podrían habitar un mismo interior aunque sus protagonistas tengan nombres distintos: todas querrían atravesar otras habitaciones, pasearse por escenarios ajenos que apaciguaran el hastío de los días. Su escritura es fluida y amontonada porque funciona como el pensamiento; es flagelante, obsesiva y, en los momentos donde no queda otra, mágica. Como lectora, puedes disfrutar subiéndote a un tren sin destino de autofustigación femenina -¿acaso los hombres piensan así?-, de culpabilidad autoimpuesta, de precariedades foráneas, solo para que más adelante, cuando te apees, te des cuenta de que es el mismo trayecto que recorres tú cada día, solo que en otro vagón. Vemos los mismos campos áridos, las mismas tierras secas y yermas a través de la ventanilla, solo para caer en la cuenta de que sí, se puede padecer el síndrome de la impostora también limpiando casas. 

En las historias de esta joven escritora canadiense la representación de la masculinidad oscila entre la absoluta ridiculez y la maldad más genuina. Barnet posee la extraordinaria capacidad de hacer de la ironía y la nostalgia una imbatible pareja de baile, que exhibe en un delicado bamboleo funambulista: ‘Sus últimas palabras fueron una cita de Ghandi…no, una cita de la primera película de Rocky’, nos cuenta -aparentemente de forma anecdótica, porque pocas cosas en su narrativa lo son- sobre un Entrenador fallecido a causa del cáncer y acusado de varios abusos a menores. Y tú sin poder decidirte por el peor de los dos. 

Las relaciones de su(s) protagonista(s) con los hombres pasan necesariamente por el sexo; ellas no parecen disfrutarlo, si no que lo viven como una especie de peaje, un tránsito ineludible hacia un lugar sin definir pero que necesariamente las aleja de donde no quieren estar: el instante presente.

-’Oh ya, soy la chica, no tengo que hacer nada,’ piensa la protagonista de Lo que estaba buscando mientras se está acostando con un compañero de trabajo.-

Los interiores de Barnet están tintados de rojo cereza, de una extrañeza que resulta hasta familiar -bebés de tortuga que salen de las tuberías para instalarse en apartamentos, la juventud usada como un eufemismo para colocarse, la capibara suicida-, un surrealismo que, al sostenerse en una apatía continuada y permanente, deja de ser leído como extraordinario o fuera de lo común para fundirse con el paisaje cotidiano. La violencia machista y la melancolía adolescente atraviesan a las heroínas -o antiheroínas, según como se lea-; incluso la amistad, pilar que apuntala los cimientos, que impide que se derrumben las paredes de las habitaciones donde suceden las historias de Chica de interior y los cascotes y escombros entierren a sus moradoras, aparece como algo fácilmente corrompible, manipulable, hasta tóxico en su efigie. Mientras leía no podía dejar de pensar en la relación de la protagonista de Mi año de descanso y relajación con su única amiga, Reva-; no es de extrañar que, en la entrevista que concluye el volumen (o un pequeño meet and greet con la escritora, una grata sorpresa final), al ser preguntada por la importancia de sus amistades, Barnet responda que se alegra de tener una pareja que, a pesar de las discusiones, se mantenga estable, pues de sus amigas solo es capaz de estirarse del pecho abierto un ‘esas señoras están como cabras.’

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16 de enero de 2024
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El Boomeran(g)
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