Vicente Molina Foix
Fui en septiembre a la Casa de la Moneda antes de que fuera demasiado tarde. Se trata de un edificio algo mesopotámico que ocupa una gran manzana del madrileño barrio de Salamanca y se visita, excepto la parte donde se fabrica el dinero. Yo no iba a por él. Iba a ver sus orígenes, su variedad universal, las artes que realzan su valor real, y también para comprobar su caducidad. No quiero despilfarrar adjetivos, pero tampoco ser avaro: el museo es uno de los más extraordinarios que hay en Europa. Tan bien presentado, tan poco ostentoso siendo tan rico; el más didáctico y el menos apodíctico. Al final de sus salas, jalonadas de hermosas máquinas monetarias de todos los siglos, está el XX, y, entre raras monedas de países remotos, el devenir de la peseta y sus transformaciones locales durante la guerra civil; el llamado "dinero de emergencia". Hasta que, en un lateral cuyo encantador artilugio de paneles móviles que suben y bajan quizá sea metafórico, las muestras de los euros del siglo XXI.
Al salir tomé el bus, y al pagar me fijé, por contaminación iconográfica, en las caras. Euros griegos de diosas mitológicas, euros franceses con las tres palabras republicanas, el rey de los belgas en la moneda de un euro; la de 50 céntimos tenía en el reverso a nuestro Cervantes, con menos poder adquisitivo del que los italianos le dan al Dante (dos euros). Y los discutidos borbones: en la de 2 Juan Carlos, Felipe, más filial, en la de 1. Es de imaginar que el fin de la monarquía preconizado por algunos también las afectaría; el borrado de rostros, como el derribo de estatuas, el cambio de los nombres de hospitales, escuelas y museos. Lo del dinero será menos traumático si la tendencia a no usarlo en papel o metal se impone a la larga; ¿llegaremos a ver tarjetas de crédito con efigies de banqueros? Todo eso si el día de ira anti-monárquica aún nos queda dinero contante para gastar. Si no será el momento de volver a esa Casa donde la historia cabe entera y sin odios.