Félix de Azúa
Áspero, intrincado, rocoso, acantilado, pura sucesión de subidas y bajadas rompe piernas, el sendero del litoral arranca de Bayona, pasa por Biarritz, llega a Hendaya y luego sigue kilómetros y más kilómetros por Fuenterrabía, San Sebastián, Zumaya, Deva, Guernica, Bilbao… En realidad, lo esencial no está en los centros populosos, sino en el senderillo que los une y que suele permanecer desierto y en silencio. Esa es la costa que nos cuenta María Belmonte, la de la soledad del caminante sumido en sus pensamientos, como el Wanderer de Schubert, extasiado ante unas rocas, unos musgos, una sima, unos líquenes, unas raíces de roble que rasgan la tierra, la cambiante luz del mar con tempestad o serena, el sabor de las gotas de agua en la cara, el olor de la marisma, los fósiles, entrar en un bosque de helechos y salir al claro, los arenales.
Hay algo transparente y luminoso en el libro de María Belmonte titulado Los senderos del mar. Seguramente es su alma. La felicidad que la embarga en todo momento es la euforia de la tierra madre. Ya lo predijo Freud: bel monte. Este es un libro escandalosamente feliz.