Sergio Ramírez
Alguien me pregunta cómo me llevo con las "nuevas tecnologías". Es decir, con el mundo digital. Mi primera reacción, antes de responder, ha sido sonreír con algo de benévola condescendencia frente a mi curioso interrogador. Estas "nuevas tecnologías" sólo pueden parecer nuevas a quien las ve de lejos, o nunca las ha utilizado. Yo empecé a meterme en ellas hace más de tres décadas.
Dejé de escribir a mano desde que tomaba apuntes en las clases de la Facultad de Derecho, pues no tardé en pasarme a las máquinas de escribir mecánicas que sobrevivían en las oficinas públicas como piezas de museo, y luego a las máquinas eléctricas que escribían apenas con un suave murmullo, como la que usé en los años setenta durante mi estancia en Berlín. Pero siempre quería tener a la vista una página perfecta, y cada vez que me equivocaba la hoja iba a dar al cesto de la basura.
Entonces, al comienzo de los años ochenta, cuando en medio de la guerra de los contras el gobierno de Reagan había impuesto un embargo sobre Nicaragua, un amigo me propuso traerme un ordenador de palabras desde Canadá, de contrabando, porque tenía piezas hechas en Estados Unidos, de modo que tuvo que dar una larga vuelta hasta Madrid, para ser embarcada desde allá a Managua.
Llegó la caja donde venía embalada la computadora IBM y sus accesorios, y me hallé frente a un artilugio de propiedades mágicas, como fabricado por las manos mismas del sabio Melquíades. Me dio el amanecer descifrando el manual hasta echarla a andar, y lograr que las letras verdes brillaran en la pequeña pantalla negra, con el cursor que pugnaba inquieto en espera de que presionara la siguiente tecla. Fueron necesarios unos 15 floppies para escribir mi novela Castigo Divino.
Pero aquella computadora primitiva, cuyo lenguaje ya nadie podría hoy descifrar, cambió radicalmente mi manera de escribir. Borrar líneas, suprimir párrafos, trasladarlos de lugar; y esos auxilios de las "nuevas tecnologías", ya para mí tan antiguas, empezaron a reducir el tiempo que antes necesitaba para escribir una novela. Calculo que a la mitad. Y hoy hay que sumar la posibilidad clave de volver sobre los personajes y evitar, como bien puede ocurrir, que uno cambie el color de sus ojos o del cabello decenas de páginas después, ya no digamos los nombres, que es lo menos que puede ocurrir.
Añoro aquellos tiempos en que debía levantarme de la silla a consultar el diccionario, o a buscar un dato en un libro metido en un lejano anaquel de la biblioteca. Pero son nostalgias nada más.
Si un día las computadoras dejaran de existir, algo muy improbable, y las viejas máquinas de escribir no pudieran usarse más, como creo que ya ocurre porque nadie fabrica los carretes de cintas de seda, entonces no dudaría en utilizar la pluma fuente, el bolígrafo el lápiz de grafito. Hasta el cincel, si fuera necesario volver a grabar las letras en piedra. Lo que nunca haría es abandonar el oficio de escribir, porque no es el instrumento el que me condiciona, sino la necesidad de ser escritor, y vivir para serlo.
Y lo mismo debo decir de la lectura. Desde que hace más de diez años mis nietos me regalaron una tableta que ahora me acompaña donde voy, sé que donde la encienda tengo a mano todos los libros del mundo. Soy viejo también en el uso de esta "nueva tecnología". Me encantan los libros verdaderos, hechos de papel, y sigo entrando a las librerías de todas partes del mundo en su busca. Es la primera visita que hago en una ciudad, como quien entra a un santuario, y de vuelta en Managua, ya no hallo dónde ponerlos. Pero puedo leer de las dos maneras, sin dificultades de ánimo, ni mala conciencia. Por el hecho de leer en la pantalla, no siento que esté traicionando a los libros, mis viejos y entrañables conocidos.
Y también están las otras "nuevas tecnologías" en las que me siento como pez en el agua: las redes sociales. Abrí mi página de escritor hace veinte años. Y mis seguidores y amigos en Facebook, en Twitter, son los amigos y seguidores de un escritor y de sus libros, y me siento feliz de poder comunicarme con mis lectores, tenerlos a mano, y que ellos me tengan a mano a mí.
Creo que una de las maneras de no hacerse viejo, es viviendo en el mundo nuevo.