Sergio Ramírez
Se celebra en Puerto Rico el VII Congreso Internacional de la Lengua, y al responder acerca de la utilidad de una convocatoria como esta, empiezo por decir que se trata de celebrar un idioma que hablan más de 400 millones de personas, dato que puede parecer un lugar común, pero del que no puedo prescindir.
El castellano, español, o castilla, como aún se dice en las lejanías rurales de Centroamérica, es la tercera lengua del mundo, tras el mandarín y el inglés, sin tomar en cuenta a aquellos que lo usan como segunda lengua, o lo hablan de manera insuficiente, con lo que este universo se abriría a 560 millones, según cálculos de los entendidos.
Con semejante envergadura no puede ser una lengua a la defensiva, en proceso de fragmentación, ya no digamos de extinción. Muta y se transforma, agresiva, y avanza cubriendo distancias; y además de eso, o por eso, es una lengua invasiva.
El inglés es una hermosa lengua literaria en el ámbito contemporáneo, sin duda, y podemos comprobarlo sin necesidad de alejar nuestra mirada del Caribe insular donde se alzan las espléndidas voces de dos premios Nobel, Derek Walcott y V.S. Naipul.
Pero además domina las torres de control de los aeropuertos, y ahora la comunicación digital. Y la cultura que produce tecnología es la que designa por ley natural sus instrumentos y procedimientos. Así, el español abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas y volverlas propias.
De esa misma cultura anglosajona recibimos también la avalancha de términos que tienen que ver con el insaciable mercado, con las modas y los espectáculos, el comer y el vestir, la música de punta, la parafernalia del cine y la televisión, y demás artilugios enlatados, o descodificados, manufacturados en inglés.
Y es también, por su lado, una lengua invasiva que afecta y modifica al español con una fuerza que no puede ser ignorada; pero no la sustituye, ni menos la extingue. Es una lingua franca de los menesteres tecnológicos en el mundo, pero no lo es para nosotros ni en la literatura, ni en la calle, ni en la intimidad de los hogares, ni aún entre los más de 50 millones de hispanohablantes dentro de Estados Unidos.
Al hablar de la calidad expansiva del español me refiero al fenómeno de las migraciones hacia Estados Unidos, motivadas sobre todo por razones de marginación y de violencia, y que crean una resistencia xenofóbica que raya en la locura, sino recordemos el muro orwelliano, o soviético, que pretende levantar el señor Trump.
El español es una lengua que atraviesa fronteras bajo la necesidad. Es la necesidad la que somete a quienes emprenden el éxodo, expuestos a iniquidades, despojos, secuestros, y a la muerte, por asfixia, hacinados dentro de vagones de carga y furgones, por sed e insolación en la travesía del desierto. O asesinados. La lengua es también un pasajero clandestino del tren de la muerte que va de Tierra Blanca a Sonora.
En ningún otro momento como ahora el español ha estado sometido a tan amplios traspasos culturales, determinados por la globalización, y cada vez más es territorio de los jóvenes que dominan las cotas demográficas en proporciones nunca antes vistas, y que, además, son los que más emigran. Pero al atravesar la frontera en busca del sueño americano, ocurre un choque cultural, que es también un choque de lenguas, que nunca deja de ser creativo, y que termina en fusión.
¿Es el mismo español? Ya no. Pero no es cierto que a resultas de su encuentro con el inglés se haya corrompido o degradado. Términos que un día ofenden el oído, mezclas de vocablos, neologismos, terminan entrando indefectiblemente en las páginas del diccionario, porque la lengua no expresa sino la vida. Marqueta por mercado, grosería por grocery, tuna por atún, soques por calcetines, sopa por jabón, carpeta por alfombra, un día reclamarán carta de legitimidad.
Surgirán más expresiones, más palabras híbridas o neologismos desconcertantes. Pero tampoco el español del Río de la Plata fue nunca ya el mismo después de mezclarse con el italiano, lengua de inmigrantes, ni, mucho antes, el español peninsular siguió siendo el mismo después de tantos siglos de mezclarse con el árabe.
Esa lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, en la que escribo, se halla en continuo movimiento y me lleva consigo de una a otra frontera, de uno a otro territorio, reales o verbales.
Una lengua que es capaz de ser siempre otra siendo siempre la misma.