Sergio Ramírez
Mario vivía en Montevideo en la calle Zelmar Michilini, que se llama así en homenaje al dirigente político íntimo amigo suyo, secuestrado y asesinado en 1976 en Buenos Aires, donde se hallaba exiliado, una de esas complicidades tan corrientes para entonces entre los gorilas del cono sur con grados de almirantes y generales. De allí caminábamos una cuadra hasta su restaurante preferido, el San Rafael, un modesto local de camareros cordiales y pulcros donde todo el mundo lo conocía, empleados y clientes que lo saludaban de lejos con respeto, sin perturbarlo, nos sentamos al lado de una ventana, ordenamos milanesas, una conversación apacible y a veces agitada, ¿y Nicaragua?, insistía Mario.
Yo estaba en Montevideo esa vez en agosto de 2005 para presentar mi novela Mil y una muertes en la Biblioteca Nacional, invitado también por Hortensia, mi amiga de años y su biógrafa, para un taller literario en el Centro Cultural Español que ella dirigía, una antigua ferretería transformada en casa de la cultura, la ferretería más hermosa del mundo, y Nicaragua seguía sobre la mesa entre los platos, las copas y los vasos, ¿y Nicaragua?, ¿qué pasó, cómo es posible?, perdidos los dos entre nostalgias sobre lo que pudo haber sido y no fue, ¿los infantes de Aragón, qué se fizieron?, aquellos muros de la patria mía si un tiempo altivos hoy ya desmoronados.
Y la vez anterior de noviembre de 1998 en Madrid, con Juan Cruz en el taxi para recoger a la carrera a Mario en la puerta de su casa en la calle Ramos Carrión del barrio Prosperidad, el barrio de los uruguayos eminentes, allí había vivido Juan Carlos Onetti en la Avenida de América, ya estaba Mario esperándonos, con la gabardina doblada sobre el brazo, íbamos rumbo a la presentación de mis Cuentos Completos que él había prologado, subió al asiento delantero, y apenas el taxi arrancó volvió la cabeza, ¿y Nicaragua?.
Y aquella otra noche de agosto del mismo 2005 en Montevideo, qué se le va a hacer, repetía Mario, su hermano Raúl al volante, él al lado, Tulita mi mujer y yo en el asiento trasero, mientras regresábamos pasada la medianoche de una cena larga y cordial en el piso de Héctor y Hortensia en Pocitos, Eduardo Galeano y Elena su mujer también presentes, qué se le va a hacer, cómo teje y enreda el destino sus marañas, la esposa de Raúl con Alzheimer internada en un sanatorio, y Luz, la esposa de Mario, igual con Alzheimer en otro sanatorio, Luz.
Luz, sin la que Mario no podía vivir, tantos años juntos, repetía, aquel olvidarse de nombres y de cosas al principio tan lento como una marea que empieza a lamer el borde de las cosas y luego las inunda sin remedio, si se olvidaba donde había dejado algo convertían en un juego el buscarlo, cuenta Hortensia en la biografía, pero luego ya el agua llegaba a la rodilla y era demasiado, contaba Mario mientras íbamos en el auto, y Raúl, sin apartar la mirada del parabrisas, aferrado al volante como si en conducir por las calles desiertas le fuera la vida: me resistía al consejo del médico de que ella mejor estaría en un sanatorio, hasta que una vez empezó a cortar toda la ropa en el closet con unas tijeras. El destino repartiendo equitativamente la carga entre los dos hermanos por parejo. Nos dejaron en la puerta del hotel y el auto se perdió a la vuelta de la esquina, qué se le va a hacer.