Sergio Ramírez
Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, el relato de su visita a Nicaragua en el año de 1986, habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortázar, el autor de "la diabólicamente esotérica y complicada Rayuela" hubiera llegado a ser popular entre las gordas mujeres de delantal que sirven la comida a sus comensales en las largas mesas nubladas por el humo de los peroles que hierven en las cocinas. Allí comió Julio alguna vez. Era lo que siempre le pedía a mi esposa Tulita cuando lo acompañaba a en sus excursiones en Managua, que no lo llevara a restaurantes, sino a los mercados. Por eso lo conocían aquellas mujeres, no, por supuesto, porque leyeran Rayuela, como si fueran personajes de Lezama Lima sacados de Paradiso, o como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad.
La policía política de Somoza solía exhibir delante de los periodistas las pertenencias encontradas en los refugios de los guerrilleros urbanos, capturados o abatidos a balazos; y entre magazines de municiones, granadas de mano, y folletos de instrucción política, alguna vez estaba a la vista un ejemplar de Rayuela, fácilmente reconocible por sus tapas negras.
¿Por qué un guerrillero habría de leer Rayuela? Porque era un libro de iniciación crítica que ponía en cuestión todo el catálogo de valores burgueses. Las categorías éticas de Rayuela iban más allá de la patafísica, y ya se ve que llegarían a tener consecuencias políticas. Algo tan insólito como una escoba dentro de un avión, porque Rayuela, no contenía propuestas, más que la del salto en el vacío. Una operación de demolición que no aspiraba a más, pues en las respuestas se incuba ya el error.
Pero para construir, ya se sabe, es necesario primero destruir, ir a fondo en el cuestionamiento, es decir, en las preguntas. Incesantes preguntas capaces de abrir paso a otras preguntas, y entonces más preguntas aún. Era una propuesta sana, y lo sigue siendo para los jóvenes de este siglo veintiuno donde parece que las preguntas se van agostando.
La inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no pueden compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminan buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje, a veces rápido, desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños, Morelli pudo haberlo dicho, Oliveira pudo haberlo pensado.