Sergio Ramírez
Al fundamentalismo le interesan los colores, asunto curioso. Escoge unos, y veta otros. La felicidad podría ser verde, o azul, pero no roja. Si las flores están prohibidas para San Valentín, más lo están las rojas, que son emblemáticas ese día. La Policía de la Felicidad considera el rojo un color lascivo que provoca el deseo sexual en las mujeres. El ojo del estado está muy abierto para cuidar la virtud.
El dueño de una tienda de regalos en Rabat, Samer al Hakim declara pesaroso: "Me han dado un folleto sobre una fatua que prohíbe la fiesta del amor. Han sido amables en sus consejos, pero me han advertido contra la venta de cualquier producto rojo, aunque sea un muñeco". De todos modos, flores y regalos se venden de manera clandestina; puede más la ambición por la ganancia que el miedo a los azotes.
No pocas veces la literatura adivina las intenciones de quienes quieren imponer la felicidad en la vida real. En Un mundo feliz, Aldous Huxley empieza explicándonos cómo los cerebros de los niños que crecen en un laboratorio dentro de unas botellas reciben mientras duermen determinadas verdades morales que el estado decide. Es la docencia del sueño, la hipnopedia. Desde entonces aprenden que la sociedad es más importante que el individuo. Que no hay felicidad hacia adentro, sino hacia afuera.
Y en la novela 1984 de George Orwell, la Policía del Pensamiento, que es una Policía de la Felicidad, enseña a pensar de la misma manera porque el que piensa diferente es infeliz. Seamos felices entonces, a la fuerza.