Sergio Ramírez
En mis primeras visitas al Museo de Arte Moderno de Nueva York siempre me encontraba con su Mujer entrando en el espejo, del que pintó no pocas versiones, ese cuerpo femenino desnudo, de una textura que parece trabajada poro a poro, frente a un espejo oval a cuya luna comienza a penetrar con las rodillas, porque está de rodillas, transportándose lentamente al otro lado, que ya sabemos es siempre el lado del misterio, y la luna irisada de ese espejo recibe a esa mujer, que tampoco tiene rostro, en su viaje sin retorno, un viaje que a los ojos del espectador apenas comienza, y lo último en desaparecer detrás del brillo congelado por el azogue, serán las plantas desnudas de los pies, los talones.
En nuestra casa de Managua tenemos una de esas mujeres entrando en el espejo, regalo suyo, y cada vez que paso frente a ella me detengo a contemplar el milagro de la imagen que se copia a sí misma antes de desaparecer para siempre. También, en la misma pared, uno de sus caballos famélicos que trisca la hierba, restaurado de su propia mano. Las acuarelas, el estallido de colores de una guacamaya entre las ramas de un frondoso chilamate, una anona partida por la mitad, porque mientras fue nuestro huésped nunca dejó de pintar desde que rayaba el alba; una escena de barco y marineros en su viaje de los años ochenta por el río Escondido. Y las dos portadas que hizo para las dos ediciones de mi novela Castigo Divino, la de España, y la de Nicaragua; y dos estampas en lápiz de grafito de la saga de Sandino, que luego convertiría en un portafolio de grabados en color, aquel Sandino que igual que el Gran Lago, el muelle, las bañistas, los coches, las haciendas, los trapiches, viene de lo hondo de sus recuerdos de niño.