Sergio Ramírez
Es a partir de la obsesión por el paisaje natal que todo lo nicaragüense que hay en Morales se convierte en universal. No hay color local en esta pintura que borra todo lo anecdótico, que suprime lo decorativo. Es la infancia siempre vivida y revivida de donde la memoria saca a flote esas mujeres sin rostro que se ocultan al secarse la cara con un paño tras salir de las aguas del lago. Sus pinceles trabajan siempre gracias a esa corriente que va de la memoria a la mano, un pintor de recuerdos que copia en imágenes misteriosas lo que está viendo de su pasado, y, por eso, quien se sitúa frente al cuadro donde las aguas rugosas del lago, con una rugosidad de animal viejo, se mueven inquietas bajo un cielo de borrasca, se adueña de esa nostalgia.
Su memoria siempre está buscando en los recovecos más íntimos y remotos. Esos coches de caballos suyos siempre nos enseñan algo de desolación y de abandono, como las bañistas desnudas de carne frutal que ya empiezan a envejecer. Y luego las haciendas donde la técnica del color y de la composición lo que busca siempre concretar es el ayer perdido en la textura de los brocales de cemento de las pilas, en las paredes de las casonas, en los trapiches de caña , y ya presentimos, o tenemos la certeza, de que todo ha sido abandonado hace tiempo, que todo es materia del olvido y de la decrepitud, y fue un paisaje de esos el que puso como fondo en el retrato que pintó de García Márquez, y en el de Carlos Fuentes, una manera de hacer entrar la pintura dentro de la literatura.