Félix de Azúa
Una vez más la ejemplar editorial Acantilado rescata un título de alta tensión para hacernos felices. Se trata de "Los náufragos del Batavia" relato absorbente de un singular escritor, Simon Leys, de quien Acantilado ya había publicado el exquisito "La felicidad de los pececillos".
Ahora nos cuenta la historia de un naufragio verdadero que tuvo lugar en 1629 en las costas inexploradas y mortales que forman una barrera de arrecifes coralinos en el sur de Australia. Este episodio fue uno de los más terroríficos de la muy accidentada y bien documentada historia marítima del barroco, pero yo creo que lo más cautivador del breve relato de Leys es su mirada intelectual. Sobre este naufragio ya había publicado Lumen el definitivo estudio de Mike Dash, modelo de trabajo histórico cabalmente documentado y bien escrito. A Leys no le mueve la voluntad histórica, sino la curiosidad por una nube de perversión que se fue cerniendo sobre los cientos de supervivientes hacinados en los islotes coralinos y que estalló en una tormenta de atrocidades por causa de un personaje digno de Dostoievsky, el siniestro Jeronimus Cornelisz.
Suele despacharse este individuo con la etiqueta de "psicópata", pero es tan solo un velo que encubre el auténtico enigma del personaje. No quiero narrar el terror que desató con gran eficacia Cornelisz entre los pobres náufragos porque castraría al librito de su componente emocional. No obstante, me interesa remarcar que para Leys la posible enfermedad mental del criminal no justifica dos evidencias capitales: su capacidad organizativa y eficacia indudable, así como el atractivo que ejercía sobre la pobre gente. En este sentido Leys presenta a Cornelisz a la manera de un arcaico precedente de modernos tiranos como Hitler y Stalin. Buena parte del montaje criminal de Cornelisz en los islotes del atolón es similar a la KGB y sus consecuencias conforman una primitiva Auschwitz.
Dicho con mayor impudor: cree Leys que el mal, la malignidad, los individuos malvados, esa potencia negativa convertida, desde Freud, en una enfermedad o como mucho en una "desviación", no sólo es una constante perfectamente habitual de nuestra existencia, sino que asombrosamente obtiene un seguimiento alucinado por parte de las masas cuando las circunstancias invitan a la histeria. ¿Cómo pueden poblaciones enteras caer subyugadas por el encantamiento de genocidas como Stalin, Hitler, Mao o Fidel? El pequeño experimento del Batavia ofrece algunas claves sobre la sumisión y el mal.
No es caprichoso que en nuestros más antiguos relatos aparezca siempre un Dios del Mal a quien nunca faltan ejércitos de seguidores. Algo que, en principio, parece que la evolución genética, por lo menos, debería haber corregido. ¿Qué clase de suicidio busca el individuo que se deja arrastrar por la belleza del mal? Y sobre todo, ¿cómo es ello posible y en qué consiste esa seducción?
La explicación "psicopática" sólo retrasa la pregunta. ¿Por qué llamamos de ese modo a algunos individuos con extraordinaria capacidad de dominio y fuerte voluntad, que se deleitan en la destrucción de sus semejantes con las más diversas excusas? ¿Qué hemos explicado cuando le damos ese calificativo a Himmler o a De Juana Chaos que encargaba ostras y champán cuando ETA asesinaba a alguien? ¿Y a sus adictos, los que llevan su foto como si fuera la de la novia? ¿Psicópatas? La palabra "malvados" me parece más digna de consideración y plena de sentido. O el antiguo y hermoso apelativo de "mala entraña". Cornelisz era un malvado difícil de olvidar porque, de hecho, forma parte de nuestra vida cotidiana.