Félix de Azúa
En otro de sus muy bellos libros, la editorial Elba ha publicado un escrito de Michael Peppiatt cuyo título, "El taller de Giacometti", describe con toda exactitud su contenido.
El artista suizo no sólo es uno de los más seguros inmortales del siglo XX, sino además un tipo estupendo. Basta verle en la foto que hace de frontispicio. Era bajito, un tanto corcovado, con la cara hecha a puñetazos, más feo que Picio y maravillosamente hermoso. Más hermoso y más alto que Perceval y que Orlando.
Tras su llegada a París se instaló muy pronto en el taller del que ya no se movería en el resto de su vida, un agujero de veinte metros cuadrados, sin agua ni calefacción, pero de altos muros que auspiciaban una especie de terracilla donde dormía envuelto en trapos su hermano Diego. Ni la más alta influencia pudo arrancarle de aquel lugar, y mucho menos cuando, años más tarde, era un artista famoso y había ganado millones. Nadie sabe qué se ha hecho de aquella fortuna, porque a Giacometti, como al Santo Padre (en palabras del secretario de la reina Isabel II), no había modo de adivinar en qué se les iba el dinero.
En aquel lugar donde al principio tropezaba constantemente con la silla (una), la mesa (otra), la escultura (dos o tres), un caballete, el orinal, la frasca de vino, y otros menesteres imprescindibles para la creación artística, poco a poco fue construyendo sus piezas y llegó un momento en que él mismo se sorprendía porque cabía perfectamente el coloso de tres metros dando un paso adelante. Llegó a creer que el taller se ensanchaba y crecía al mismo ritmo que su energía artística, como si él fuera un pianista y el taller la orquesta. Se diría que el edificio había sido construido con un material que se expandía por estímulo espiritual.
Es muy posible, además, que así fuera. Los lugares sagrados son espacios desconcertantes, caprichosos y generalmente baratos. Aparecen en donde menos se piensa, es inútil buscarlos porque sólo es posible encontrarlos, no se perciben a simple vista ya que su naturaleza sacra sólo se muestra mediante el sacrificio, que es lo propio de los espacios sagrados, si no, se llamarían de otra manera.
Cuando Giacometti entró en el taller, seguro que era un agujero maloliente y mezquino. Fue su sacrificio, terco, dramático, su ígnea voluntad de arrancarle al vacío una figura humana y más que humana, lo que iría transformando el agujero en un lugar sagrado. Naturalmente, una vez entró en funcionamiento lo sagrado, no hubo quien le arrancara de allí, más bien al contrario, por el estudio pasó todo el mundo, desde el suntuoso Picasso hasta la zorzal Anette, entraban siendo individuos de escasa calidad y salían refulgiendo como el oro.
En una ocasión disputé con un amigo la escandalosa y augusta diferencia de dos lugares sagrados tan opuestos como significativos. Uno era el Monte Sinaí y el otro el Oráculo de Delfos. En el primero sólo había carrasca, derrumbe, pedruscos y un puñado de huesos de cabra. En el otro, fuente con charco, gruta de ninfas, frondosas encinas y lo mejor de la sociedad helena paseando en peplo de gala. En el primero y por la típica indecisión hebrea, el cliente, Moisés, tuvo que volver a subir para que le rehicieran el producto porque las Tablas se le rompieron nada más pisar el valle. En el segundo, muy al modo griego, la dispensación de oráculos estaba perfectamente organizada y al entrar se podía leer un cartelón escrito en aquella lengua tan bonita en donde se especificaban los diferentes precios del oráculo, si era cantado, recitado, en verso, si era en prosa, si se prefería esculpido en mármol de Paros, etc.
Un agujero maloliente, un collado reseco y yermo, un mercadillo… Y sin embargo, sobre los tres había descendido la divinidad tras aceptar el sacrificio por escaso que fuera su valor ya que las divinidades no atienden a nuestra manía de poner precio a las cosas, sino al deseo, tan sólo al deseo. Y mucho desearon Giacometti, Moisés y las mozas de Atenas que acudían con su borrego sacrificial a preguntar a Apolo si las iba a amar un hoplita muy hombre que les había guiñado un ojo mientras aspiraba una ramita de romero en las últimas celebraciones eleusinas.
Es el deseo y sólo el deseo, unido al sacrificio y sólo al sacrificio, lo que hace descender a las divinidades y convertir modestos lugares en templos perdurables. Todavía hoy sigue sucediendo.