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La actividad más misteriosa

Por 15 de agosto de 2011 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Una vez más el Festival de Torroella de Montgri ha tenido la virtud de transformar el insensato mes de agosto en un sustancioso ejercicio espiritual. Ayer la misa de Requiem de Cererols, barroco español insuficientemente conocido (murió en 1680), conmemoraba el asesinato de Ernest Lluch, diputado socialista partidario del así llamado "diálogo" con ETA que sufrió en carne propia la fábula del escorpión y la rana.

    La coral llenaba el espacio escénico situado en la zona del altar y sus voces subían hasta las bóvedas góticas muy bien aventadas por La Stagione Armonica. El concierto se concluía con el Miserere de Allegri, posiblemente la pieza fúnebre más tenebrosa y bella de todos los tiempos. En ella hay un sobrecogedor agudo (de soprano en nuestro caso, pero voz blanca en la Capilla Sixtina donde se ejecutaba cada año) que parece querer perforar los cielos implorando clemencia. La súplica nos llegaba a los oyentes por la espalda, es decir, desde el coro propiamente dicho. Un grito invisible nos atravesaba el corazón con la saeta de una inocencia inmolada.

    Por cierto que el Miserere sólo se interpretaba en el Vaticano durante los oficios de Semana Santa y estaba prohibida su copia, pero nadie pudo impedir que en 1770 un chico de catorce años con cierto talento musical la escuchara y al concluir saliera disparado a su pensión y la copiara de memoria. Era Mozart. Cuando empezó a sonar por toda la Europa, el papa Clemente XIV quedó tan impresionado que nombró caballero al adolescente.

    Mientras atendía yo a aquella música en honor de un inocente asesinado volvía a asaltarme la vieja cuestión de la utilidad. La música no sirve para nada, es cierto, excepto para hacernos humanos. En un reciente y muy recomendable trabajo, El instinto musical (Turner), Philip Ball se lo plantea desde el punto de vista cognitivo. Esta actividad tan perfectamente inútil, dice, es sin embargo universal: no se ha encontrado aún un pueblo, cultura u horda que carezca de ella. Y también es eterna porque los más antiguos instrumentos encontrados, huesos perforados en forma de flauta, tienen cuarenta mil años. De modo que nos acompaña desde el origen y posiblemente el día del juicio final nos pillará cantando y bailando. La eternidad es eso.

    Ball discute con Steven Pinker sobre la inutilidad que el último atribuye a la música. Según Pinker es una actividad exclusivamente hedonista, una especie de "golosina del cerebro" (son sus palabras), pero que carece de cualquier virtud adaptativa por lo que si desapareciera no habría consecuencias dramáticas. El lingüista Joseph Carroll, en cambio, la considera una acción típicamente cognitiva que acrecienta nuestra capacidad para regular funciones extremadamente complejas como los ceremoniales fúnebres. La posición de Ball, pragmática, es de sentido común: da lo mismo que sirva o no sirva para nada, la música es indestructible y aunque fuera una idiotez no hay modo de acabar con ella, ya que responde a procesos cerebrales que se están descubriendo lentamente. Ball, que tanto analiza un ejemplo del barroco flamenco como una pieza de Heavy Metal, usa el término de "instinto musical" con perfecta conciencia ya que no en vano es colaborador y editor de la revista Nature.

    No hace mucho escribía yo que para los humanos la música es como la sexualidad, una actividad que todos pueden (y deben) practicar lo hagan mejor o peor, porque lo que importa no es la técnica sino el sentimiento, siempre que el receptor tenga la suficiente capacidad de gozo. Da lo mismo escuchar con arrobo "La parrala" que "Moses und Aaron", la cuestión es bailar mentalmente con la música como en una fiesta, sin que nos torturen los delirios de competencia, eficacia y jerarquía.

    Toda música es un generador de ideas y el placer musical no es otra cosa que inteligencia en acto. Una inteligencia especial que sólo sirve para entendernos con nuestros semejantes, o sea, para bailar aunque el cuerpo no se mueva. Todos hemos advertido cómo se miran unos a otros los músicos en concierto y cómo en algunos delicados momentos se sonríen con gesto de indescriptible contento mutuo: es la secuacidad del gozo. Yo no creo que cuando escuchamos música a solas hagamos otra cosa. Sonreímos por lo a gusto que estamos en este mundo y lo bien que lo hacemos.

    He aquí que un físico, Philip Ball, no anda lejos de esta misma opinión. Lo celebro.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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