Sergio Ramírez
La muerte que no se esconde ni a la hora de la comida. En el restaurante de Insurgentes, al que se entra por el bar con su cantina de viejas maderas oscuras y cristales biselados, una partida de esqueletos se divierte alrededor de una mesa bien servida, entregados a una amena conversación donde sobran los chistes y las bromas porque uno de los parroquianos allí sentados ríe a mandíbula batiente, y otro abraza a su vecino en franca camaradería de borracho, una imagen que podría ser la de celebrantes vueltos del tiempo de la revolución, como trazados por el buril de los grabados de Posada, sombreros charros y sarapes, cananas de tiros en el costillar, y las mujeres envueltas en sus rebozos, gozando todos de la fiesta que nunca termina.
Pero también allí mismo, yendo hacia el patio umbroso sembrado de palmeras, y en cuyo centro borbotea una fuente de azulejos de Talavera, se alza un altar de muertos adornado con flores de cempasúchil de color oro y amarillo, que son las de la temporada. En el altar hay platos de mole y tamales, servidos en homenaje de los comensales ausentes para ser tentados a regresar, y hay redondos panes de anís espolvoreados de azúcar, de los mismos que Starbucks anuncia a su clientela moderna, y vasos y jarritos de mezcal, de tequila y de cerveza, toda una celebración culinaria en la que presentes y ausentes, vivos y difuntos, comparten viandas y alegrías a ambos lados de la frontera del misterio, porque lo que gusta aquí seguirá gustando allá.