Sergio Ramírez
Regreso a Nicolás Ceausescu, que tanta inspiración sacaba del príncipe Vlad, alias el conde Drácula, porque acaba de ser removido de su sarcófago, junto con su esposa Elena, poco más de veinte años después de que ambos fueron fusilados tras un juicio sumario el 25 de diciembre de 1989, bajo cargos de genocidio, enriquecimiento ilícito, daños a la economía nacional y toda clase de abusos de poder.
No les cobraron en esa lista la megalomanía, el desorbitado culto a la personalidad, ni los delirios de grandeza, pues las efigies y las estatuas de ambos estaban por todo Bucarest y por todas las demás ciudades del país, y el Palacio del Pueblo, que se habían mandado construir en la capital, competía por ser el edificio más grande del mundo, sólo comparable al Pentágono, y sino el más suntuoso, el de peor mal gusto.
En 1989 el matrimonio Ceausescu se hallaban en la cúspide de su poder, después de haber empezado desde muy abajo, él electricista y ella obrera textil, lo que no impidió que la universidad le obsequiara el título de doctora en Ciencias Químicas. Eran dueños del mando supremo sobre el ejército, sobre el aparato del Partido Comunista, sobre la burocracia gubernamental, sobre los servicios secretos, los tribunales de justicia, los sindicatos, las fuerzas de choque, las organizaciones juveniles, y en fin, sobre las masas que acudían a sus manifestaciones, y dueños del poder, claro está, de mandar a empalar a cualquiera que no estuviera de acuerdo con el credo de que Ceausescu era el Gran Conductor, armado de un cetro real que él mismo se había mandado hacer en oro puro. Ella, mientras tanto, se hacía llamar la Madre de la Nación. Pero es lo que pasa con todos los dictadores, que cuando creen hallarse en la cúspide, es cuando la polilla se les ha comido el piso sin que se den cuenta.