Sergio Ramírez
Conocí este febrero en Barranquilla a Paco Ibáñez, los dos invitados al Carnaval Internacional de las Artes, y empiezo por decir que se trata de uno de los personajes emblemáticos de mi juventud porque me enseñó, como enseñó a muchos de mi generación, que la poesía era un arma cargada de futuro, como dice el poema de Gabriel Celaya cantado por él en uno de sus discos de vinilo de finales de los años sesenta del siglo pasado, que aún atesoro. El primero de los artistas, que yo recuerde, que se hizo de fama cantando la poesía de los grandes poetas de todos los tiempos, y de esa manera singular llegó al corazón de los jóvenes que en aquel entonces estaban dispuestos a la rebeldía, y aprendieron de esta manera a quedar dispuestos también al influjo benéfico de la poesía.
Paco Ibáñez creó un repertorio de poetas de la lengua española a quienes puso música, desde los clásicos del siglo de oro a los contemporáneos del siglo veinte, y como le dije ahora que nos encontramos, mi deuda con él empieza por el hecho de que, oyéndolo cantar, me hice devoto aficionado de Jorge Manrique, de don Luis de Góngora, y de don Francisco Quevedo, por ejemplo, mejor de lo que había podido lograrlo como estudiante de secundaria en las clases de literatura. Sobre esto, más o menos, versó uno de los apartados de nuestra conversación en los jardines del hotel del Prado, él con su guitarra siempre al lado, porque nunca se despega de ella; sobre el hecho de que la música es una puerta de entrada privilegiada a los recintos de la poesía clásica que, leída, puedes a veces parecernos tan árida.