Sergio Ramírez
Ambos, Scheherazada en el palacio del sultán, y el narrador callejero en las plazas y en los mercados, se salvan de la muerte y del hambre por medio de su habilidad con las palabras. Se salvan gracias al poder de su lengua. Los salva la imaginación, y el arte de contar.
Y aún hay una tercera dimensión en toda la arquitectura de Las mil y una noche, el aposento de ese palacio encantado que es el libro todo, donde se hacinan los verdaderos autores de los cuentos: el pueblo de beduinos de las caravanas, de mercaderes y arrieros, de pescadores y campesinos, de muleros y camelleros, de esclavos de los palacios reales, de mujeres de los harenes, de comadres y parteras, de vagabundos y pordioseros, de artesanos y marineros, que son los que han inventado a través de los siglos esa miríada de historias, hijas de sus propios deseos insatisfechos, de sus necesidades y temores, de su deslumbramiento frente a la riqueza, de sus ansias del milagro que los convierta en poderosos de la noche a la mañana, de que aparezca el efrit dueño de la lámpara maravillosa, que les entregará todas las riquezas del mundo y aliviará para siempre su pobreza secular.
De alguna manera, ellos también se salvan por las palabras encantadas que la dictan al contador de cuentos callejeros que a su vez las dicta a Scheherazada a lo largo de las mil noches y una noche de su salvación, y de la salvación de las mujeres del reino frente a la furia asesina del sultán engañado.