
Félix de Azúa
Como sus fanáticos lectores saben de sobra, Henry James fue un novelista de aristócratas perversos e ingenuas millonarias. Figuraban, cada cual, a la vieja Europa y los juveniles EEUU como dos órdenes morales adversos. Las cándidas millonarias de Boston ignoraban las fosas de corrupción que daban lustre a un conde italiano o a un lord inglés y caían en sus simas como corderillas. Esto explica el éxito de películas como La copa de oro o Las alas de la paloma, adaptadas de sus novelas más herméticas.
Sin embargo, James también escribió un novelón, titulado La princesa Casamassima, sobre un asunto entonces tempestivo: el terrorismo nihilista. Dada la escasa familiaridad de James con el socialismo asesino, los terroristas de su novela son estupendos: una bellísima princesa siciliana y el hijo bastardo del mayor título de la cámara de los Lores. Algo así como escribir una novela de toreros con protagonista japonés.
Me maravilla la desvergüenza de los grandes clásicos, su seguridad, su aplomo. Hay novelas de Baroja en las que un grupo de haraganes que se reúne todos los días en una tasca madrileña decide irse a Rusia para cambiar de aires. El siguiente capítulo comienza con los mismos discutiendo de política en un café de Moscú. Baroja le da un toque realista poniéndolos a todos en camiseta de felpa, jersey de nudos y gorrilla de lana.
Ese desparpajo sería hoy imposible. Sin un conocimiento de primera mano de los escenarios y los personajes, no hay quien coloque una línea. La gente se sabe el íntegro registro psicológico y hasta los más recónditos rincones del globo, de Mogadiscio a Ulan Bator, gracias a la tele y a los seriales de enfermeras. Ya no se puede dar gato por liebre.
De ahí que para narrar algo imaginativo y turbador haya que recurrir a los tiranosaurios, el código de la Magdala, los brujos impúberes, las pitonisas caldeas, o las momias. El espacio está ya tan domesticado como un colosal Benidorm. Sólo en el tiempo, esa jungla inacabable, quedan pozas salvajes en donde la fantasía puede retozar y darse un chombo.
Artículo publicado en: El Periódico, 30 de agosto de 2008.