
Víctor Gómez Pin
Extraña dialéctica entre la heroicidad y la vileza a las que, en ocasiones, separaría tan sólo el espesor de un papel de fumar… La visión de la tauromaquia como esencial vileza subyace en las reiteradas tentativas de abolirla legalmente, con trampolín en ese espejo de narcisista reconocimiento que es para nosotros la idea de Europa. Es duro sentir que la causa a la que un hombre subordina sus inclinaciones y por la que literalmente se expone, la causa en la que vislumbra su cabal realización como hombre, le convierte, a los ojos mismos de los que comparten sus veinte años, en un ser exótico, en agónico representante de un universo periclitado.
Pero estos seres desarraigados con respecto a los valores de su tiempo tienen quizás la suerte de sentir que lo verdaderamente atroz no reside en ser infravalorado por el juicio del otro, sino en serlo por el propio. Saben que el repudio del que son víctimas sólo es letal cuando logra hacer mella en la interna convicción. De ahí que, desterrada ya la fiesta de los toros a los arcenes de la moral bienpensante y amenazada de positiva abolición jurídica, unos hombres, en algún caso rayando la adolescencia, inmunes al clamor de los lapidarios, apuntan en primer lugar a vencer la peste interna (el casticismo y el simulacro que tantas veces degradaba su tarea), tras lo cual nos ayudan a asumir que la fuga ante lo inevitable es más terrible que lo inevitable mismo. Esos hombres nos brindan simplemente un espejo verídico de entereza, esa andreia, literalmente hombría, de los griegos que se atribuía tanto a hombres como a mujeres."En primer lugar -escribe Aristóteles- debe atribuirse la andreia al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte digna."