
Víctor Gómez Pin
He avanzado aquí en múltiples ocasiones la tesis de que persona alguna necesita "profesores de virtud", que todo ser de razón repugna la imagen de la fuerza abusiva y, en suma, que en un registro profundo los seres de lenguaje somos seres morales. Ello tiene su corolario para estudiantes de filosofía eventuales profesores futuros de ética: su tarea no consistiría en enseñar a nadie lo que hay que hacer, si no en poner sobre el tapete las razones kantianas para afirmar que nadie se equivoca -en lo esencial- al respecto. Lo cual no es óbice para ser conscientes de que, a la hora de la aplicación, la moralidad entre en interno desgarro, por ejemplo según la polaridad ley clara-ley oscura, polaridad tan presente en la tragedia griega, y más cerca de nosotros en el emblemático personaje interpretado por Joseph Cotten en El tercer hombre (contrapunto del personaje de una pieza, fiel sólo a la ley oscura, que interpreta de forma conmovedora Alida Valli)
Mas si la moralidad forma efectivamente parte de la arquitectura espiritual del ser humano, si es una determinación inherente a la condición racional ¿por qué en este escrito juega un papel tan importante la consideración de casos que parecerían ser más bien pruebas de lo contrario? Pues simplemente en razón de que el pensar de los seres humanos sólo responderá a los imperativos de su naturaleza, si esta naturaleza se ha realizado, es decir, si el ser humano en potencia ha venido a serlo en acto. Pero tal realización tiene condiciones sociales de posibilidad que, además de no darse, ni siquiera parecen estar en el horizonte, constituir un real objetivo.
Sé que hay en estas líneas una irreductible polaridad. Por un lado revelan una confianza en la intrínseca moralidad del ser humano (kantiano, tema de una razón práctica que complementaría la razón cognoscitiva), mas por otro lado otorgan enorme peso a las tesis de que la falacia y la mentira son algo más que superables contingencias de la organización social.