Sergio Ramírez
De nada le había servido a mi tatarabuelo barricarse junto con su familia dentro de la casa de altas gradas en lo hondo de la vasta finca que entraba con sus arboledas en las goteras del pueblo. La casa se fue despoblando con cada viaje de las carretas mortuorias, y le tocó a él irse en el último. Mi bisabuela María se quedó entonces sola en las estancias que con sus muebles y utensilios intactos que parecían esperar el regreso de sus habitantes, cercada primero por los lamentos que llegaban desde todos los confines del pueblo, y luego por el silencio. Se acostumbró a la soledad, y cuando la encontró mi bisabuelo Francisco diez años después, era ya una mujer muy dueña de sus actos, capaz de bastarse sola para manejar la heredad.
A mi bisabuelo Francisco la boda lo alivió de seguir caminando distancias con su recua, y lo alivió también de sus accesos de tos febril, siempre respirando aquel veneno blanco de los socavones de las caleras al cargar los zurrones. Y ya casado, se dedicaba a oficios menores, tejer el junco de los asientos, reparar algún cerco, vigilar que los insectos no invadieran las jicoteras, pastorear las vacas y ordeñarlas a veces, bajar a la laguna por agua, y aprovechar entonces para darse un baño, flotando desnudo en la superficie quieta mientras las lavanderas aporreaban, lejos, la ropa sobre las piedras.
A escoplo marcó los espaldares de las sillas del mobiliario de la casa con el nombre Francisco Silva, olvidándose así de su propio apellido y adoptando el de la esposa. Mi bisabuela María simplemente siguió al mando de todo, como desde hacía diez años, y agregó una obediencia más a su poderío, que fue la del marido forastero que se resistió siempre a ponerse zapatos.