Sergio Ramírez
El gordito afable que me recomienda mi hija viene a ver cómo anda mi computadora portátil cargado con su maletín de herramientas secretas. Después de que nos saludamos y le explico el problema, se sienta un tanto lejos de mí en el estudio, y nos ponemos entonces cada uno a lo suyo, yo a escribir, y él al ver qué pasa con la lap top.
La coloca en su regazo —no en balde en el argot de los tiempos se llama lap top—, se restriega con fruición las manos como si lo que tuviera consigo fuera un postre sin nada de eso de edulcorantes artificiales, azúcar pura, mermelada o batido de crema, la enciende con delicadeza, y entonces me doy cuenta que más que un postre el leve artilugio pasa a ser para él una criatura porque comienza a hablarle con palabras cariñosas, a tratar de traerla por el buen camino si es que muestra signos de anarquía, “ah, no, para dónde vas muñequita”, a contentarla porque siente que se ha resentido por algo, “no, mi muchachita, es que usted también sale con unas cosas…”, le pide que espere, que no se apresure, “ah, no, tené paciencia”, y cuando hace lo que no le ha ordenado: “esperate, no estés de loca”.
Luego baja la voz, se queda en un susurro como un moscardón enamorado, parece que canturrea, y cuando me aparto de mi pantalla, lo miro y le pregunto con quién habla, a pesar de que ya lo sé, él me mira a su vez con sonrisa beatífica y me responde que con ella, “yo les hablo a ellas siempre”, dice con ternura, y en su rostro transportado adivino toda la soledad del mundo.