Félix de Azúa
Reunión con Manuel Hernández Iglesias para tratar de averiguar si es posible creer algo voluntariamente. ¿Puedo querer creer algo conscientemente? ¿Tiene sentido esta frase? ¿Es posible una experiencia semejante?
En principio, parece que no. Si “quiero creer algo” es que ya lo creo. No puedo “querer creer” que la tierra es redonda o plana. O creo una cosa o creo otra, pero ambas a la vez no puede ser. Cosa distinta es que no sepa si es plana o redonda. Entonces, simplemente, no creo nada.
Sin embargo, es evidente que solemos decir cosas como “Felipe cree que no volverá a mentir a su mujer porque quiere creerlo”. Cuya consecuencia es: “pero se engaña porque no podrá dejar de mentirle jamás”. Felipe, por tanto, se miente a sí mismo.
E incluso (caso todavía más inquietante): “Yo creía que Adelina me amaba; ¡ay, cómo me engañaba!”. Que viene a decir que si bien yo sabía que no tenía ninguna posibilidad con aquella mujer indiferente y calculadora, por debilidad me dejé caer en una creencia engañosa.
Puede parecer algo irrelevante, quizás nimio, pero uno de los mejores filósofos del siglo, Donald Davidson, persiguió el asunto con ahínco. De hecho, se trata de entender cosas como la educación en general (¿cómo se crean las creencias?), ciertos aspectos de la ciencia (¿la ley de la gravedad puede ser una creencia?), o el simple cambio de creencias (¿podemos decir que un mismo sujeto cree A y luego B, o debemos hablar de sujetos distintos?).
Davidson propone dos modos para cambiar de creencia cuando uno quiere: la autotrascendencia y la autocorrupción. Ambos modos nos caracterizan una y otra vez a lo largo de nuestra vida. Estamos constantemente autotrascendiéndonos o autocorrompiéndonos, pero lo más inquietante es que jamás podremos reconocerlo en nosotros mismos. Sólo en los demás, o en nosotros pero en tiempos distintos.
Decir “voy a creer tal cosa porque me da la gana” no tiene sentido, pero decir “aquel tipo quiere creer tal cosa” o “cuando era joven quise creer tal cosa”, sí tiene sentido.
Es una lata, pero el autoengaño, la máquina más poderosa para la educación, sólo puede reconocerse en los otros. O en uno mismo cuando ya es demasiado tarde.