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Genius loci

Por 6 de noviembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Cuando los talibanes derribaron los budas gigantes de Afganistán destruyeron dos cosas: un conjunto monumental de cierta importancia religiosa (yo no creo que tuviera valor artístico) y un lugar excepcional para la historia de la esperanza humana (y eso sí era algo propiamente artístico).

En ocasiones, la obra de arte obtiene su valor, no tanto por la perfección del objeto construido cuanto por el lugar donde aparece ese objeto: un lugar que se transforma y deja de ser espacio insignificante para convertirse en fuente de significado. La obra de arte da contenido intelectual al vacío.

A veces, la obra de arte en tanto que objeto puede ser muy poca cosa, como el cirio que arde en la oscuridad de la ermita representando a cada una de las diminutas almas que duermen el sueño eterno. La oscuridad de nuestro destino se construye alrededor de la breve llamita del cirio.

Lo mismo podríamos decir de las ruinas de Palmira, otra construcción que no deslumbra por su excelencia arquitectónica o escultórica, sino por la metamorfosis de los peñascos y arenales en los que aparece, exactamente igual que San Juan de la Peña convierte un descalabrado precipicio en poema. O la portentosa escalinata que baja hasta hundirse en el Ganges. O esos ramos de flores que aparecen en algunas curvas donde un motorista dejó la vida.

La Plaza de Toros de Ronda es uno de esos lugares transfigurados. Situada justo antes de llegar al Puente Nuevo que salta ese precipicio llamado el tajo, se construyó a lo largo del siglo XVIII en arenales sin valor para el cultivo. La ciudad antigua ocupa el portentoso promontorio que da sobre el vacío a cuyos pies se extiende el valle cerrado por la serranía, una de las panorámicas más soberbias de Europa. El puente sobre el tajo atrae la mirada hacia esa caída de cien metros que es uno de los antecedentes de las Elegías de Rilke. Aquí, tras numerosos paseos sobre el abismo, se formó el angel terrible que nos aplastaría si acudiese a nuestra llamada.

La plaza de Ronda es un objeto precioso armado con sillares de piedra acarreados de unas canteras prodigiosamente llamadas del Arroyo del Toro. Los dos niveles de columnas toscanas tienen una escala que le hacen sentir a uno en soledad, como durmiendo. Es un anillo acogedor y amable quizás no muy distinto del de una tumba elegida. Esos terrenos que nadie quería son ahora el corazón de Ronda, el lugar que le da sentido.

La Real Maestranza, representada en la actualidad por Rafael Atienza, ha cuidado del lugar durante tres siglos como si fuera, en efecto, un edificio sagrado. Es la plaza más antigua de España, pero es también la más viviente aunque apenas se use para el juego de los toros. No hay otra plaza en España que tenga esa potencia lírica que permite visitarla con recogimiento, como si uno entrara en la Sainte Chapelle.

En sus espacios adyacentes hay ahora, entre muchos documentos de un tiempo alejadísimo, una colección soberbia, la Real Guarnicionería de la Casa de Orleans. También los caballos se transformaban entonces en piezas de inigualable dignidad, cubiertos por los arneses de ceremonia minuciosamente labrados y preparados por los latoneros, los grabadores, los zurradores y curtidores. Gracias al trabajo de estos artistas, de la gente de oficio, los brutos se transformaban en estatuas animadas. La verdadera escultura ecuestre.

Los lugares se transfiguraban, los animales se transfiguraban, el trabajo de los humanos llenaba de signos el espacio abstracto y los cuerpos sin espíritu. Creo recordar que a esa actividad la llamaba Novalis “moralización de la naturaleza”.

Nosotros, más sabios, ¿verdad?, más justos, más progresistas, hemos restaurado en su estado natural a los animales, es decir, los hemos preparado para la extinción y el zoológico, al tiempo que cubrimos con cubos de hormigón los arenales. Nuestra función consiste, con toda exactitud, en la desmoralización de la naturaleza. Aunque los talibanes nos parezcan gente muy arcaica y maleducada.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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