Félix de Azúa
¿Así que te dedicas a esas cosas? ¿Lo del arte y tal? ¿La cultura? Llevábamos ya muchas horas en aquel bar de copas con el estruendo habitual, seguramente estábamos fatigados y la fatiga produce irritación.
Sí. ¿Y no te aburre? Mortalmente. ¿Pues por qué sigues con eso? ¡Y yo qué sé! O a lo mejor lo sé. En todo caso, lo supe, pero me he olvidado. Creo que lo sabía. Ya no sé si lo sabía o me hacía ilusiones.
Entonces me parecía imposible no creer que los egipcios seguían encerrados en sus pirámides, con sus jeroglíficos, sus cocodrilos, una escudilla con cereales, el sistema solar y la momia de un gato. Si no estaban allí, ¿dónde están? ¿En qué memoria? ¿O eran sólo ficción, como los Nibelungos?
O que nuestros abuelos vivían en los capiteles decorados con hidras y con grifos, en los cirios de las ermitas, en los santuarios, hablando en latín con las esculturas y señalando al cielo con el índice. ¿Cómo quieres que acepte que toda aquella gente, tan digna, tan decorosa, tan sabia, es ahora un puñado de polvo, ellos y sus gallinas, sus lechones, limoneros, patatales, focas? Millones de romanos, de tártaros, de fenicios, de persas, de comanches, ¿todos reducidos a un soplo de viento? ¿Y no perder la razón?
Los muertos, creía yo, hablan desde las ruinas cubiertas de signos, aunque no sé quién habla en una coral de Bach, quizás aquellos que participaron en los oficios, con o sin peluca, con o sin hebillas en los zapatos, a lo mejor me interesaron estas cosas alguna vez, las hebillas, las pelucas, los retablos, los campos ensangrentados por una bula papal, las voces de los muertos. Con el tiempo he descubierto que no hablan: gritan y aúllan, están desesperados. Es el coro de los condenados. Las palabras salen muertas de sus bocas de ceniza y golpean como piedras. Nadie puede oírlas excepto nosotros, pero cada vez tenemos menos oído y las pedradas son cada vez más feroces. Cada vez hay más odio, en esos lugares, porque nos alejamos.
Pues yo no sé oír esas voces, y lo siento, de veras que lo siento, pero no tengo órgano, ya me he alejado. Lo que antes eran palabras que cruzaban la eternidad para llegar hasta aquí y echarnos una mano con nuestra insignificancia es ahora el griterío de una nube de cadáveres. Enmudecer a los muertos puede ser la tarea más importante de nuestro tiempo. Arrasar los lugares donde se reúnen los fantasmas. Cobrar entrada para visitar sus tumbas. Convertir el descanso eterno en un programa nocturno con invitados. Taparles la boca. ¡Todo el mundo en chándal!
Intento decir que eso que dices me parecen sesiones de espiritismo, una duquesa, dos coroneles, un proxeneta, varios médicos austriacos, una mujer con los ojos en blanco y la camisa empapada de sudor. Yo diría que nosotros somos irrepetibles. No tenemos nada que aprender de los muertos, fueron tan sólo un ensayo, lo siento mucho, no servían.
Nosotros somos el estreno y el estreno durará toda la eternidad y será un éxito, aunque no haya nadie para aplaudir. Yo no soy el ensayo de unas supuestas generaciones futuras, yo soy el futuro y no conozco otro. Yo no trabajo para los nonatos, yo no muero para que mañana vivan fantasmas que me escuchen como quien pone la radio, ¡ah, mira, signos del pasado, a ver qué cuentan! No dejaré ningún signo en lugar alguno. Y además, es muy tarde, no tengo tiempo.
Se suena los mocos. Aplaudo sin ganas y añado: Ya te digo, creía en esas cosas. Yo invito.