
Caída del muro de Berlín en 1989
Sergio Ramírez
Hace medio siglo emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía treinta años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica, recién electo secretario general del consejo de universidades de Centroamérica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín Occidental, que convocaba a artistas plásticos, George Hamilton y Edward Kienholz ese año, y cineastas, músicos, escritores de todas partes del mundo, entre ellos no pocos de Europa Oriental, la que entonces se hallaba del otro lado del “telón de acero”, entre ellos mi amigo el poeta Marin Sorescu de Rumanía, ya muerto.
Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el muro levantado en 1961 por el gobierno de la República Democrática Alemana, el país creado tras el final de la segunda guerra mundial en el territorio que había tocado a la Unión Soviética en el reparto; un muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida, la sociedad y a los seres humanos.
Parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín Oriental. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Sarro sobre el rótulo donde se hallaba escrita la advertencia, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, calles partidas por la mitad, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; en el baldío junto al muro, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las torres de vigilancia, y el muro como el largo convoy de un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, y marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.
La caída de ese muro en 1989 representó todo un cataclismo geopolítico que volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.
Dos años intensos y aleccionadores vividos en Berlín Occidental, una ciudad que, siendo una isla dentro del territorio de la RDA, funcionaba como un brillante escaparate de las virtudes de occidente, y también de sus miserias, en medio de los fuegos artificiales de la guerra fría; la vieja ciudad trepidante de la república de Weimar que prefiguraba la Metrópoli distópica de Fritz Lang, y patente en la novela Berlín Alexander Platz de Alexander Döblin, y en las pinturas expresionistas de Max Beckmann o Ernst Kirchner; la ciudad luminosa y perversa en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag, y que resucitaba en la película Cabaret, basada en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, en cartelera en los cines durante toda mi estancia allí.
Una ciudad abierta a todos los vientos, donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los salones y los corredores de la Universidad Libre de Berlín se alineaban las mesas donde se distribuían hojas volantes y folletos de las decenas de tendencias políticas de la izquierda, como en un bazar, y en los mítines, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.
A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoeslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.
Norte y sur estaban entonces a mano, eran territorios vecinos que se tocaban. Tras la caída del fascismo y el fin del tercer Reich, apenas 30 años atrás, era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Y me recuerdo marchando por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz, en las multitudinarias manifestaciones reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año, en medio de las voces de los trabajadores emigrantes que clamaban ¡eleutería í tánatos!, ¡libertad o muerte!
En Europa se pasaba página a las dictaduras, y en América Latina seguían reverdeciendo. Llegué a Berlín en agosto de 1973, y un mes después se daba el golpe militar en Chile que ponía fin al gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, sacados con salvoconductos de las embajadas donde se habían asilado por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.
No lo conocí entonces, sino años después, una de las figuras que construyó el siglo veinte europeo, y la Europa que conocemos hoy, y que dejó en mí una huella indeleble. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia en busca del acercamiento de aquellas dos Europas entonces tan opuestas, en un sorpresivo acto de coraje se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. «Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.
El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Estasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.
Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la guerra fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible.