Víctor Gómez Pin
¿Cabe pues hablar de máquinas que piensan? A la pregunta de Alan Turing hace casi tres cuartos de siglo lo primero que pasa por la cabeza es la de que todo depende de lo que entendemos por pensar. El propio Turing escribe en el arranque “Deberíamos empezar definiendo lo que significan los términos máquina y pensar”. No parece que esta exigencia se haya siempre respetado.
Etimológicamente pensar es “sopesar”, alzar, relevar, hacer que algo sea relevante a fin de pesarlo o… pensarlo, dirimir respecto a sus posibilidades con vistas a obtener un resultado que se espera. Pero, obviamente, de entrada esto puede ser aplicable tanto a la compleja reacción que tiene un animal que valora opciones de fuga ante la presencia de un depredador, como a la disposición de un político que tantea o calibra los beneficios y perjuicios de adoptar tal posición. Y cuando Turing plantea la pregunta se está refiriendo a algo más que a esto.
De hecho Turing parece tener en mente un ser (“una cosa que piensa” Descartes dixit) cuya reacción ante el entorno fuera homologable a la de los humanos en las circunstancias en las que actúan racionalmente. Y quisiera al respecto insistir en un aspecto problemático ya señalado:
Cuando nos dirigimos a un ser humano, tenemos como punto de arranque, presupuesto o condición, que estamos dirigiéndonos a un ser pensante y no esperamos la respuesta para determinar que efectivamente es así (si responde mal o caóticamente, diremos que es un ser confuso, pero no ponemos en cuestión su condición de ser pensante). Esto no podía escapar al propio Turing, de ahí la dificultad de interpretar su texto en el sentido de juzgar a la invisible entidad de la misma manera que juzgaríamos a los humanos, es decir, sólo si responden a nuestras preguntas de un modo que nos parece razonable diríamos que su respuesta es resultado de que han estado pensando, es decir que son seres inteligentes. Pero con independencia de este problema, cuando quien considera la eventualidad de una máquina inteligente es un pensador de la envergadura de Alan Turing, hemos forzosamente de considerar que no se trata de un uso abusivo del término inteligencia.
Estamos ante la hipótesis de que una entidad que (al igual que ocurre en nuestro caso) se activa incluso cuando nada relativo a las condiciones de posibilidad de su existencia está en juego; una entidad cuya percepción digamos sensorial fuera (como en nuestro caso) mediatizada por entidades que no cabe sin más reducir a elementos sensibles, como son los conceptos, los contenidos del platónico campo eidético; una entidad que a partir de de un conjunto finito de elementos físicos estuviera en condiciones de desplegar una pluralidad potencialmente infinita de elementos “significantes”; a lo cual cabe añadir que esa entidad estaría atravesada por los elementos emocionales, las ansias creativas y la frustración por no alcanzarlas que son rasgos de nuestra inteligencia.
En la intersección de la ciencia y la filosofía, el proyecto de Turing abre el siguiente interrogante: siendo el hombre un animal de razón y de lenguaje, ¿llegará él mismo a ser creador de razón y lenguaje?; ¿creador de algo que (parafraseando a Descartes) afirma, niega, siente, conjetura, concluye teme, se motiva y sobre todo duda, aspectos todos ellos que son expresión de inteligencia? Los cerebros artificiales solucionarán mucho mejor que el hombre ciertos problemas antes evocados, reemplazándonos en tareas tecnológicas. Pero ¿serán émulos de Dante o Calderón, compondrán como Mozart o Vivaldi? Interrogación a la cual cabe añadir:
¿Serán esos nuevos seres capaces de formular algo análogo al principio de equivalencia de la relatividad general o al principio de incertidumbre de Heisenberg de la Mecánica Cuántica? ¿Serán capaces de “interesarse” por algo como las figuras cónicas que fascinaban al pensamiento griego y que sin embargo no tuvieron durante siglos utilización técnica alguna? ¿Serán susceptibles de ser movidos por la pura exigencia de inteligibilidad que, desde la física elemental de los jónicos hasta las discusiones sobre los fundamentos de la física cuántica (¡que se prolongan desde hace un siglo!) son un aspecto esencial de la ciencia (no el único por supuesto)? ¿Serán capaces de sentir ese “estupor” (según Aristóteles punto de arranque de la filosofía) que experimenta un científico cuando constata algo que, funcionando perfectamente, parece escapar a los principios mismos de la ciencia, ese estupor que -por mucho que hubiera previsto el resultado- no pudo dejar de experimentar Alain Aspect ante su experimento de no localidad? En suma:
¿Dará el hombre lugar a un ser artificial dotado de la inteligencia a la vez conceptual y sentiente (por utilizar la expresión de Zubiri) que ha posibilitado un Garcilaso, pero también un Descartes o un Einstein, y que además tenga esa trágica certeza de la propia finitud que acompañaba a esos creadores, como acompaña a todo ser de palabra?