Víctor Gómez Pin
Interrumpo momentáneamente el hilo conductor de las reflexiones que me han ocupado en este foro en los últimos meses, para introducir un asunto desde luego espinoso.
En 1981, la editorial Gallimard publicó en su colección emblemática La Pléiade la obra del escritor francés Frédéric Céline Viaje al fondo de la noche. Dada la catadura moral de Céline, colaborador de los nazis y autor de repugnantes panfletos antisemitas, la publicación dio pie a revivir el viejo debate sobre la relación entre la obra y la personalidad del escritor, pero no hubo entonces voces (al menos con peso) que criticaran el hecho mismo de la publicación.
Nadie ponía en cuestión la exigencia de respetar criterios de moralidad por los que, a priori, habría de basarse todo lazo entre hombres pueblos y culturas, pero se consideraba que a la hora de juzgar el valor universal de la obra de arte es problemático introducir como variable de peso la moralidad o inmoralidad del propio artista. ¿Sería también el caso cuarenta años más tarde?
Ha habido en la historia de la creación canallas paranoicos como el propio Céline, algún asesino, ciertamente muchos seres mezquinos en sus relaciones sociales o en su vida doméstica, y por supuesto más de una excelente persona. Pero cuando se trata la obra de uno u otro hemos de esforzarnos en que estas variables no nos cieguen, hemos de esforzarnos en pensar que las obras son por así decirlo anónimas. Al respecto, tienen enorme ventaja aquellas cuya autoría no es desconocida, así esas “damas” ibéricas que tienen emblema en la de Elche y respecto a las que, afortunadamente, no hay manera de introducir interrogantes sobre la moralidad de su autor. De lo contrario hay riesgo serio de que tengamos que rechazar gran parte de nuestro legado espiritual.
Sea un libro literario-filosófico como el Elogio de la locura, Encomium Moriae, de Erasmo ¿Está hoy esta obra del gran humanista libre de toda amenaza? Obviamente nadie en nuestro entorno cultural propondría que no se publicase, pero es posible que en ciertos medios, sin excluir centros docentes, pudiera funcionar la censura implícita, o simplemente el retoque de párrafos enteros.
De hecho la tentación “correctiva” podría extenderse a libros como “Fuenteovejuna”, en cuyo pasaje central, la incitación de Laurencia a la rebeldía contra el Comendador, se utilizan expresiones ofensivas para enteros colectivos. Traductores en diversas lenguas europeas retocaron párrafos de Platón para camuflar la atmósfera obvia de atracción homo-erótica. Hoy quizás tenderíamos a retocarlos para ocultar la valoración de los efebos y las palabras de Sócrates indicando que el bello Alcibiades, a sus 19 años, es considerado demasiado viejo para quienes desde que era adolescente buscaban sus favores. ¿Y qué diríamos de los insinuantes San Sebastián adolescente de Guido Reni? Y un ejemplo más cercano:
“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”.
Si hacemos abstracción de algún término que pueda sonar a arcaísmo, fácil sería atribuir este párrafo a alguno de los políticos contemporáneos que en Europa han aprovechado la mínima ocasión para alimentar los prejuicios más larvarios y las inclinaciones más rastreras de sus votantes, lanzando anatemas contra la población gitana, por ejemplo en Francia contra la comunidad “Rom” de Moldavia o Rumanía. No es sin embargo el caso. El lector ha quizás reconocido que se trata del arranque de la novela de Miguel de Cervantes “La Gitanilla”.
¿Y cómo se sale de esta aparente incompatibilidad entre exigencia de reconocimiento de la equivalencia en dignidad entre los humanos y la reivindicación del patrimonio espiritual que para la humanidad suponen las obras literarias o artísticas?
Pues evitando un error conceptual de enormes implicaciones. Enuncio una posición de principio y de orden directamente filosófico: es imprescindible delimitar bien lo que depende de la kantiana Razón práctica, que enuncia los imperativos de moralidad, y lo que depende de la kantiana Facultad de juzgar, que explora la singularidad del espíritu humano cuando es motivado por la exigencia que llamamos estética. Si no se hace esta distinción, gran parte de nuestro patrimonio debería efectivamente ser puesto en tela de juicio. Con un catastrófico corolario, esta vez sí de orden moral. Pues, como indicaba Marcel Proust, la única forma en la que el arte puede servir a los demás es ser realmente arte. Si el Guernica hubiera sido una obra mediocre las eventuales buenas intenciones del autor hubieran sido inútiles, o hasta perjudiciales para la causa republicana, pues en el arte “las intenciones no cuentan”. Reconozco que tengo en mente cierta polémica actual en torno a la moralidad del autor de Las señoritas de Aviñón.
Pero el problema va incluso más allá de la estética, y concierne a la asunción de la historia. La exigencia de alcanzar una sociedad en que cada persona pueda reconocerse como representante de la entera humanidad pasa por abolir aquello que, aquí y ahora, impide la realización de tal ideario; no pasa por repudiar nominalmente aspectos de un pasado sin el cual no estaríamos aquí para imponernos tal exigencia moral. Una cosa es ser lúcido respecto al coste que necesariamente supuso un hecho histórico y otra muy diferente repudiar lo efectivamente acontecido en nombre de lo que imaginariamente hubiera podido acontecer, apoyándose en una concepción del lazo entre pueblos y culturas que carecía de condiciones de posibilidad, de lo cual es buen ejemplo la aventura, cargada de connotaciones trágicas, de España en América.
“Arrojar el bebé con el agua del baño”. Con diversas variantes y en diferentes lenguas, esta es la expresión a la que, se alude al estropicio en el que a veces se convierten las tentativas de soltar lastre. Cabe incluso que el bebé sea meramente ahogado y el agua se atasque. El anatema lanzado sin matices contra momentos de la historia y la tradición cultural exacerbando su connotación con estructuras sociales opresivas aún persistentes, no altera realmente a estas, pero deja sin sitio a personas para quienes reconocerse en el pasado supone una suerte de conciliación subjetiva; desarraiga sin liberar, cabría decir, cuando precisamente (como indicaba la pensadora francesa Simone Weil) la auténtica liberación pasa quizás por la fortificación de un sano arraigo.
En su admirable libro Las piedras de Venecia refiriéndose al lazo entre un entorno natural y la arquitectura, John Ruskin ve en Venecia un emblema de ciudad como obra de arte. La construcción de Venecia se realizó ajustando pilotes en el mejor de los casos en un terreno argiloso, y con mayor generalidad en un pantano cuyo fondo había que drenar. Los troncos eran soportados y dispuestos por hombres que amenizaban con ritmos la dificilísima tarea. Es fácil imaginar la cantidad de accidentes calamitosos que ello pudo acarrear… ¿Deberíamos pues lanzar anatema contra Venecia?