Vicente Verdú
El decaimiento y
la mala salud
cubren, en la vida,
tiempos muy largos
que, a menudo,
se presentan
como el curso natural
de seguir aquí.
Dolores silentes
engastados en
el seno de la carne
como piedras
obvias del ser.
Del ser vivo que
discurre
con sus
o alhajas heridas
hacia el esmerilado
cristal
de una muerte
común.
Una muerte
,vista entonces,
como la borda
de obsidiana o de charol.
Fin sonido ni olor.
Apenas, si acaso,
un gemido la ameniza
y una tez violada
la maquilla.
Y de ahí,
que yo hubiera perdido
la lisonja de la mente,
el jolgorio
o el brinco
del corazón.
Cualquier fiera
puede
arrancarnos
un bocado
del pecho
y, decidir,
en lo sucesivo,
tomar un lado
en nuestra cama
en la ducha
o en el mantel.
Muerte inseparable
que succiona
la linfa dulzona
y deposita en su curso
,vacío,
un puñado de hormigas.
Hormigas suicidas,
negras hormigas
inclinadas a sucumbir
junto a los pulmones
hospitalarios.
Albos pulmones
ajenos
pero, ahora, de su mismo
cantón.
Fue este su destino hormiguero
su criminal razón de ser
¿O será mío este sino
puesto que tales insectos
no vienen a alojarse
en mis vanos
sino que fueron
obra de mis intersticios.
Género de mis anfractuosidades.
Escabrosidades que mi cuerpo
segregaba
como una manifestación
natural de su estilo,
su tamaño
y su paupérrimo
vigor.