Vicente Verdú
Si escribo un nuevo libro será, muy probablemente sobre la decadencia. Es de lo que sé y voy sabiendo cada vez más, pero también de lo que más conviene a mis emociones y a mis curiosidades. Si algo emprende una carrera próspera, sea la bolsa o las ventas de Larsen, de Auster o de Muñoz Molina, dejan de interesarme por el solo hecho de que se va de mis gastadas manos. La novela -género que detesto en su convención- se aleja tanto de mi como yo la contemplo como un signo al que no deseo incorporarme, hoy menos que ayer. La vida es un compendio cerrado e imposible de recuperar etapas y prácticas pasadas. Yo amo y amaré el tenis, pero ya no puedo jugar ni siquiera dobles y sus golpes resuenan como un pasado muy feliz que, irremediablemente no volverá. Sonido de golpes como besos son hoy un género ajeno que contemplo alejado en la televisión. Somos, fuimos, nos revelamos, nos amamos y nos identificamos, más o menos, con una época que por fuerza se ha agusanado y a nadie interesa su condición. Nosotros mismos la contemplamos como un pretérito sin redención. Pretérito de arena que vuela fácilmente como en el Sahara o en Maspalomas, con el sol iluminando fieramente su desaparición. El tiempo pasa y nos lleva consigo cónsul embate pero no lo hace a la vez con todas las circunstancias que nos hicieron felices y vivaces. La trayectoria exige prescindir de objetos inservibles y pesados, rudimentarios y anacrónicos, cargados de una piel con escamas y excrecencias aburridas. De otra parte, aun intentando nadar, nos estancaríamos como feos bactracios en esas balsas donde al agua putrefacta se añaden plantas turbias como helechos o filamentos que disuaden los ojos.
Un viejo estanque es el pasado donde antes, en vez de su pestilente agua turbia, había una pista de baile y resonaban las músicas de moda. También lucían sobre esa plataforma los cutis de las chicas que tanto nos atraían y que ahora sus vestidos de flores serían ropas de payasos escogidas en un guardarropía de alcanfor. Esta es pues una parte de la existencia de nosotros los mayores, demasiado mayores, para infiltrarnos en las redes, los bites, las it girls o en las rendijas que se hacen amenidades increíbles, sólo para nosotros que, a nuestro pesar, seguimos creyendo en el pecado y su transgresión.
La decadencia poseyó siempre un gran contenido romántico. Lo poseyó al menos hasta ahora. Pero no hay que mostrarse seguros. El pasado es hoy, ante todo, obsolescencia. No hay ya demasiada legitimidad para complacerse en la decadencia porque ni llegamos a oponer nuestros gustos al gusto de ahora ni conocemos a quienes van formando un mundo distinto ni nos hacemos cargo de cómo vivir en la actualidad.
¿La novedad? He aquí el término asesino. No estamos para celebrar las novedades que, por su naturaleza, nos parecen como poco estrafalarias y, al cabo, nos perjudican incluso el tracto intestinal. La novedad nos parece es ahora una pieza tan ligera como metabólicamente pesada y esta contradicción se resuelve en el hecho de que ni apreciamos en sus estamos preparados para apreciar la liviandad como para metabolizar su extrañeza. He aquí el asunto de mi próximo libro si es que logro librarme de la muerte antes de empezarlo o de llevarlo al final. La decadencia, en fin, ha dejado de tener aquel encanto decadente al estilo de las doradas películas que Burt Lancaster interpretaba con Visconti en su madurez fuera Condidencia o El gatopardo. Aquella decadencia daba pie a una obra de arte. Pero ahora, aún siendo tan pronunciadas como antes las pérdidas las trasformaciones, me falta la convicción poética para imbuirlas de toda razón. Pero ya se verá. Ahora prefiero pintar que escribir aunque advierto que mientras pinto voy escribiendo una historia de cine que pugna con el manifiesto de la muerte, antes de llegar.