Vicente Verdú
Las discusiones de pareja son de las peores y más grotescas que se pueden enumerar. En este tipo de disputas se cruza el odio y el amor a una velocidad inmensurable y, además, con una continuidad sin fin al modo de una resbaladiza cinta de Moebius. Esta celeridad intrínseca -no visible en el exabrupto- hace que la dialéctica se transforme de por sí en un artefacto autónomo que va tomando las palabras de uno y otro para reelaborarlas automáticamente como un efecto de su funcionamiento particular. Es por ello que a los resultados de la máquina los vivimos como maquinaciones. Productos semiacabados que se emiten de ida y vuelta. Se emiten con unos caracteres y se reciben, de regreso, con atributos que tato uno como otro de los emisores no reconoce como frases de su intervención. Ninguno cree haber dicho lo que el otro cree haber oído. Ninguno escucha lo que el otro dice, sin importar lo claro que esté. Más aún, la claridad nunca contribuye a un entendimiento más fácil sino que más bien favorece la ocasión de reinterpretaciones peregrinas. No oímos -y de ahí crece progresivamente el rencor- lo que desearíamos oír porque aún admitiendo que sería insatisfactorio convertirse en el ventrílocuo del otro, oyendo sin falsedad lo que se quisiera oír no podríamos aceptarlo como sincero dada la circunstancia del desentendimiento radical. De la sinceridad a la sinceridad pues no hay sucesión de continuidad ni posibilidad de saneamiento. La polémica sube así de tono hasta la saturación y si decae como consecuencia de la mera fatiga pensaremos que el abatimiento procede de haber sido humillado hasta la debilidad. Debilidad que, desdichadamente, nunca procurará el camino previo a la humildad sino a la enfermedad. El otro nos pone enfermos. Uno a otro se contagia de hecho una insalubridad que convierte la conversación en patología y el sentido común en un sentido maldito donde en ningún modo queremos caer. Ser razonable en las discusiones de pareja es igual a no amar, no sentir, no resentir. Lo apropiado es la jactancia del amor propio, amor ridículo que choca frontalmente con el otro amor. Por ello, raramente se hacen las paces en las discusiones de pareja tras un acuerdo efectivo y afectivo final. Se hacen las paces al borde del desistimiento y la desesperación acaso temiendo que seguir perdiendo las fuerzas nos haría ser perdedor y en medio de ese infierno. Un infierno tan demediado que visto desde fuera apenas es la pavesa de una pobre o humana sinrazón.