Vicente Verdú
Vamos a los tanatorios como si formáramos parte de una clase humana que no sólo no se haya inmersa en esa experiencia final sino que le es imposible imaginarla para sí mismo, vivo. De este modo no importa incluso que mueran amigos alrededor y cada vez más cerca. Aumenta el temor pero su acoso no llega a reproducir un genuina molécula de nuestra muerte futura. Mueren siempre los demás y nosotros los contemplamos como desdichados. Sin embargo, sabiendo que esa desdicha se encuentra inscrita en todos, ¿cómo hacer para penetrar aun como un ensayo breve en la especial situación del muerto? ¿Pero amenta el dolor esta impotencia o es precisamente esta impotencia la que enaltece la distancia y su facultad de estar vivos? Efectivamente hasta hace poco era cierta la segunda parte de la interrogación para la gente de mi edad. Ahora ya demasiado mayores, en el filo de la ancianidad, la visita al tanatorio procura la realidad de un olor, un dolor y un polvo que como un cantar susurrante nos solidariza a todos.