Lluís Bassets
Hillary Clinton nos enseñó a propósito de China que no tenemos que enemistarnos con nuestro banquero. Angela Merkel nos podría ofrecer una enseñanza de porte similar: también es peligroso reñir con nuestra compañía del gas porque nos subirá el precio del metro cúbico o nos puede llegar a cortar el suministro si tan lejos llega su enfado.
La dependencia europea del gas ruso es formidable y se resume en tres cifras: una cuarta parte de la energía consumida por los europeos tiene el gas como fuente, un tercio de este gas es ruso y un 15 por ciento de todo el gas europeo llega a través del gaseoducto que atraviesa Ucrania. El humor de la compañía del gas afecta, sobre todo, a Alemania, Italia y Reino Unido, por este orden, y apenas a España, que depende del gas argelino.
Pero el gas no es el único problema que plantea la tensión entre Moscú y occidente. El tamaño de Rusia y de su economía y, sobre todo, su integración en la economía mundial, convierte cualquier sanción e incluso una represalia, como la suspensión de la cumbre que tiene prevista el G8 en Sochi para el próximo mes de junio, en un arma de doble filo, que daña tanto a quien la usa como a quien recibe el golpe.
Basta con tener en cuenta las inversiones o el turismo rusos en los países de la UE, y más concretamente en España, para imaginar las dificultades y consecuencias de un sistema de sanciones realmente severo, como merecería la acción emprendida por Putin en Crimea si atendiéramos únicamente a criterios morales. Es más fácil en todo caso dictar un rígido listado de sanciones desde Washington, que tiene a Rusia acotada en el uno por ciento de su comercio, que desde las capitales de la UE, que tiene a Rusia como su tercer cliente mundial. Y todavía es más difícil para algunos países, como Reino Unido, donde residen y tienen negocios innumerables oligarcas rusos, o Alemania, que cuenta con políticos jubilados, un ex jefe de Gobierno entre otros, que asesoran a compañías rusas.
La novedad es absoluta. Con muy malos modos, el viejo mundo de las naciones y los imperios decimonónicos ha puesto las botas en Ucrania, y más concretamente en Crimea, pero la realidad económica sigue siendo la del siglo XXI. Se lo dijo el secretario de Estado, John Kerry, al presidente Vladimir Putin como reproche, pero debiera decírselo a sí mismo como observación analítica. Esa guerra fría resucitada cuenta con una disuasión nueva como garantía de estabilidad y esta es la amenaza de destrucción mutua asegurada, ya no por el arma nuclear sino por la globalización económica, que impide infligir daños al otro sin infligírselos a uno mismo.
Urge contar con doctrina y estrategia para enfrentar esta combinación diabólica de interdependencia económica y poder autocrático. Ahora es Rusia, pero la lección valdrá para el día en que China también actúe como una superpotencia del XIX y nos pille de nuevo a todos con las manos atadas por la globalización económica del siglo XXI.