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Estado de emergencia

Por 23 de febrero de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Decir que la nación se halla dividida o ferozmente enfrentada es, además de una obviedad, una salida fácil. En efecto, de un lado están los chavistas fanáticos -difícil imaginar maduristas-, que se solazan en mil variaciones de la teoría de la conspiración: los otros son por fuerza fascistas, enemigos del pueblo, topos de la CIA, traidores que deben ser condenados de manera expedita. Y del otro lado se encuentran, por supuesto, los antichavistas fanáticos: quienes antes aborrecían al líder no por su deriva autoritaria, sino porque detestaban a cualquier gobierno que renegase de su ortodoxia financiera o porque no toleraban su popularidad, y ahora ven en Maduro a un títere manipulado desde ultratumba.

            Pero, insisto, decir que hay dos bandos enemigos, con radicales en uno y otro, resulta anodino. Olvidémonos pues de los izquierdistas irredentos que defenderán a Maduro haga lo que haga; y olvidémonos, a la par, de los ultras de derechas -y muchos de sus aliados liberales- que no le reconocerán un solo mérito a Chávez por una alergia visceral hacia su figura. Y concentrémonos en lo que de verdad está pasando en Venezuela: un país sometido a un estado de emergencia que no ha hecho sino acentuarse con cada nueva medida tomada por Maduro, un hombre sin la astucia política de su mentor.

            Si, como ha señalado Giorgio Agamben a partir de las ideas de Carl Schmitt, el estado de emergencia en el que un individuo o un grupo se desembaraza de la legalidad para hacerse con poderes extraordinarios que les permitan enfrentar una "grave crisis" se ha vuelto el sello de nuestra época, Venezuela -y sus aliados- lo han conducido al extremo. Imbuido con la idea de que el antiguo régimen no hizo otra cosa sino explotar a las mayorías, el chavismo ganó su legitimidad en las calles, y luego en las urnas, a fuerza de desacreditar a las viejas instituciones democráticas, mostrándolas como los instrumentos usados por la oligarquía para preservar sus privilegios. Aunque parte de éste análisis fuese certero, a partir de entonces Chávez no cesó en su empeño de desvalijar a la democracia desde el consenso, asumiendo que las votaciones que ganó, al menos hasta su penúltimo intento, le permitirían arrogarse la tarea de combatir, como los antiguos dictadores romanos, todas las amenazas que se cerniesen sobre la república bolivariana.

            El fallido -y torpe- golpe de 2002 no hizo sino confirmar su paranoia: en efecto, la ultraderecha conspiró en su contra y lo apartó de la presidencia por la fuerza. Una vez que Chávez recuperó el poder, ya no había marcha atrás: el estado de emergencia se volvería permanente y sólo él, provisto ahora con esa legitimidad secundaria generada por su regreso, podría salvar al país de sus enemigos. Más allá de la retórica bolivariana, de eso se trataba: de erigirse en el único prócer de la nación. Hasta que lo consiguió.

            En esta lógica, Chávez aún logró convertirse en un émulo del Cid cuando, postrado y moribundo, consiguió que el líder opositor Enrique Capriles reconociese su postrera victoria. El poder puede heredarse; el carisma, no. Y Maduro no es -y nunca será- Chávez. De allí que, para enfrentar una crisis cada vez más alarmante, su apuesta fuese por exacerbar el estado de emergencia al conseguir que el congreso lo habilitase con nuevos poderes especiales. Todo lo ocurrido desde entonces no es sino consecuencia de este acto de soberbia, pues si, como en Roma, el dictador no contiene la amenaza -en este caso la doble hidra de la inseguridad y el desabasto- su legitimidad no tardará en desvanecerse, como ha ocurrido.

            Aprovechando el descontento popular, la parte de la oposición encabezada por María Corina Machado y Leopoldo López apostó, contra la opinión del gradualista Capriles, en impulsar manifestaciones que aceleraran la caída del régimen. Amenazado por todos los flancos -la crisis batiente; las protestas callejeras; los grupos armados sin control; y en especial el amago de los militares-, Maduro decidió dar un golpe de fuerza. Desde entonces ha silenciado a todos los medios críticos y perseguido a los líderes opositores, responsabilizándolos de la violencia. Y ha querido presentarse, de nueva cuenta, como salvador. No se trata aquí de ser de izquierda o de derecha, bilioso chavista o furibundo antichavista, sino de condenar sin titubeos a un régimen que, de por sí dueño de poderes que exceden cualquier espíritu democrático, se ha decantado enfáticamente por la represión.

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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