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Lampedusa, Tamaulipas

Por 28 de octubre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

A veces es un río. Un caudal proceloso que debes nadar eludiendo las corrientes, aterido hasta los huesos, en una noche sin luna. O un lecho lodoso y fétido, en donde cada paso se convierte en una proeza. Otras veces -muchas otras- se trata de un desierto. Una planicie infinita y pedregosa, salpicada de cactus y matojos, poblada de alacranes y alimañas. Abandonado a tu suerte, no te resta sino avanzar, primero trastabillando en la tiniebla, y luego, durante horas que te desecan como siglos, bajo el sol homicida, resguardándote en cuanto adviertes un motor en lontananza. En otras ocasiones es un muro. Una cerca electrificada o una torva muralla que has de escalar quebrándote las uñas, torciéndote los dedos y dejándote el pellejo entre sus piedras.

            Y también puede ser el mar. Ese vasto océano que, sin embargo, tanto recuerda a la Estigia, esa mancha que divide el reino de los vivos y el reino de los muertos. De nuevo: la penumbra callada, el oleaje denso y engañoso, y los sobresaltos de las barcazas que se aventuran hasta allí desde Cirenaica o el Cuerno de África. Tu cuerpo entre los demás cuerpos -decenas, cientos de pieles cubiertas con harapos-, asfixiado por el humo y con el agua que te llega a la cintura. Mientras luchas por alcanzar la superficie distingues a esa chica con el bebé en brazos que oteaste al embarcar en Eritrea y el rostro de ese rapaz que se aferró a tu pierna durante la primera parte del trayecto.

            Igual que tus anónimos compañeros de viaje, le entregaste todos tus ahorros a esos desdeñosos carontes para que te abdujesen del cementerio que es tu patria a fin de conducirte, sano y salvo (eso prometieron), a la tierra del vino y la miel. ¿Qué podías perder? Entre la desdicha cierta y un atisbo de futuro, los héroes -los auténticos héroes- siempre eligen lo segundo. Como en los trenes de camino a Birkenau, en las camionetas que serpentean por las hondonadas de Coahuila o en las miserables pateras que zozobran en el Mediterráneo, el hacinamiento y el hambre de esos peregrinos ansiosos y asustados, dispuestos a todo -incluso a esto-, a cambio de un brote de esperanza, continúan siendo la medida de nuestra infamia colectiva. Como si el siglo xx y sus catástrofes no cesasen de pringarnos.

            De pronto, en lontananza, adviertes un hálito de luz. La luz que has perseguido desde que abandonaste a tu familia, ese diminuto faro que representa la vida, otra vida. No puede estar muy lejos. Unos pocos kilómetros, si acaso. Después de atravesar la selva o la montaña y por fin hacerte a la mar, después de haber sobrevivido a las amenazas, a las heridas y a la fiebre, tu sueño -tu ilusión- se encuentra al alcance de tu mano. Es entonces cuando el bamboleo se decanta en un vaivén enloquecido, y las cabezas chocan unas contra otras, como nueces, mientras el agua los azota con sus golpes de látigo. Los chillidos de los niños no tardan en ser devorados por las llamas que de pronto surgen de los maderos, no adviertes más que brazos, hombros, piernas al garete, como si la turba se hubiese desmembrado. Y luego, nada.

            Al amanecer te descubres en un centro de detención -de acogida, rezan los hipócritas-, de nuevo cautivo. Tienes suerte, te susurra alguno. Permanecerás aquí sólo el tiempo indispensable, luego serás devuelto a esa patria de la que huiste. Sin otra cosa que el vago recuerdo del naufragio y un par de costillas rotas. Afortunado, sí, pero no tanto como los cientos de peregrinos -hombres, mujeres y niños- que, en un gesto de gracia extrema, fueron premiados con la nacionalidad italiana. Al menos ellos podrán reposar en la sagrada tierra europea, por más que se les haya negado el funeral de Estado que se les prometió.

            Lampedusa, diminuta isla del mediterráneo, habitada por no más de cinco mil personas, es el nuevo nombre de la infamia. De nuestra infamia. De quienes inventamos las fronteras y de quienes las toleramos con los brazos cruzados. Un nombre que se suma al de Arizona y Texas, al de Gaza y Cisjordania, al de Tracia y el estrecho de Gibraltar, al de Chiapas y Tamaulipas, esas zonas intermedias entre la opulencia y la miseria, entre la vida y la muerte. Nacer de un lado u otro no es más que cuestión de suerte -o de mala suerte-, pero defendemos a las naciones como si fuesen inmemoriales.

            Una tragedia más. Un número horrendo -359 muertos, o 72- que se repite en la prensa y los telediarios. Por unos cuantos días el mundo entero se desgarra las vestiduras. Los políticos piden atropelladas excusas. Visitan la zona con retraso. El papa lanza mensajes flamígeros. Y luego todo queda sepultado bajo una ola de olvido. Nuestra indiferencia es idéntica a la de los miembros de la guardia costera que se contentaron con el lento rescate de unos pocos. Estamos aquí, leemos estas líneas, lagrimeamos con ellas -si acaso-, y luego volvemos a votar por esos políticos que, lavándose las manos, se acomodan ante los micrófonos para defender sus sacrosantas fronteras.  

 

Publicado en Reforma, 27.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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