
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
Severamente herido por los franceses al defender Pamplona en 1521 -mientras, en el otro lado del mundo, otro soldado español, Hernán Cortés, conquistaba México-Tenochtitlan-, Ignacio de Loyola sufre una repentina conversión. Entregado en su convalecencia a la lectura de Ludolfo de Sajonia y Santiago de la Voragine, no decide dejar atrás su experiencia militar, como señalan sus hagiógrafos, sino ponerla al servicio de un nuevo señor mucho más poderoso que el rey de España. Más adelante insistirá en que su modelo fue san Francisco de Asís, aunque en realidad no podría haber dos próceres de la Iglesia más opuestos, tanto en sus propósitos religiosos como en sus estilos de vida.
Mientras el poveretto apenas escapó de ser tachado de hereje en una época marcada por las condenas contra los mendigos errantes que no cesaban de cuestionar el boato y la corrupción de curas, obispos y papas, la cofradía de Ignacio, bautizada con el término bélico de Compañía de Jesús, apenas tardó en ser aprobada por el papa Paulo III, quien creyó descubrir en los nuevos y aguerridos soldados de Cristo a un cuerpo rigurosamente entrenado para frenar la expansión del protestantismo en Europa.
Pocas órdenes religiosas resultan más contrastantes que franciscanos y jesuitas, por más que sus fundadores coincidiesen en su fervor místico. Si los ayunos del de Asís lo condujeron a experiencias de comunión directa con la divinidad -la neurociencia ha demostrado que la privación de alimento puede causar alucinaciones tan vívidas como los psicotrópicos-, las interminables jornadas de autoexamen puestas en marcha por el de Loyola eran capaces de provocar cambios neurológicos equivalentes en un proceso que apenas se aleja del lavado de cerebro. La mayor diferencia entre ambos se halla, como señaló Roland Barthes en su Sade, Fourier, Loyola (1971), en la manía clasificatoria del vasco. La obsesión por dirigir minuciosamente la vida interior de sus seguidores dio lugar a sus célebres Ejercicios espirituales (1548), esa suerte de psicoanálisis avant-la-lettre destinado a que cada uno de sus discípulos examinase sin tregua sus pecados y se entregase a esa obediencia castrense que habría de mantenerlo sujeto a los dictados de sus superiores.
Frente a la férrea disciplina que Ignacio exigía a sus soldados, las arengas hippies de Francisco suenan casi conmovedoras. Anhelar la pobreza o amar a cada una de las criaturas de la Tierra no se contaban entre las prioridades del primer general de los jesuitas. De allí que, a lo largo de su azarosa historia, su orden jamás haya escapado a la sospecha y a la inquina de infinitos adversarios. Responsable de reinstaurar el catolicismo en Polonia y Lituania tanto como de extender su misión evangelizadora hasta China, la India, Quebec, Paraguay o California, los jesuitas no tardaron en ser vistos como una iglesia dentro de la iglesia, una sociedad secreta cuya ambición por el poder competía con la de papas, reyes y ministros. De allí que, forzado por los ministros de España y Portugal, el papa Clemente XIV decidiese suprimir la orden en 1773, una providencia que duró hasta 1813, cuando Pío VII revirtió el decreto de su antecesor.
Desde entonces, los jesuitas han gozado de una celebridad que sólo el Opus Dei o los Legionarios de Cristo lograron arrebatarle en las postrimerías del siglo XX: la de siniestros conspiradores y hábiles políticos, maestros en el arte de la manipulación y la dialéctica. No es casual, por ello, que su máxima autoridad sea conocida con el nombre de Papa Negro. Sin embargo, no fue sino hasta el año pasado, cuatro siglos y medio después de su fundación, que un jesuita por fin llegó a ocupar el Trono de San Pedro.
Como insigne miembro de su orden, Jorge Bergoglio conoce esta historia a la perfección y su pontificado tiene que ser estudiado bajo la particular lógica jesuítica. Así se explica que, igual que san Ignacio, la primera decisión del purpurado argentino haya sido la de imitar a san Francisco, al menos en apariencia y nombre. Si a ello se suma su repentina vocación hacia los pobres (despojada del matiz izquierdista que numerosos jesuitas próximos a la Teología de la Liberación le concedieron en décadas pasadas) y su publicitada renuncia a los oropeles de su cargo, la conversión del jesuita en franciscano parecería completa. Sólo que lo que ésta revela en realidad es la argucia estratégica tradicionalmente asociada con los miembros de su orden. Frente al laicismo y los escándalos de pederastia -equivalentes a las amenazas de la Reforma-, la Iglesia requería un soldado. Un soldado dispuesto a disfrazarse de humilde pastor para emprender una nueva cruzada evangelizadora, en especial entre los pobres y los latinoamericanos, su último caldo de cultivo. Si la intención del colegio cardenalicio fue encontrar a un líder capaz de paliar el creciente desprestigio de la Iglesia, hasta el momento el astuto papa jesuita ha comenzado a cumplir con creces su objetivo.
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