Vicente Verdú
Hay, al menos, dos clases de circunstancias en las que puede ejercerse el perdón. La primera es aquélla que tiene lugar cuando el ofendido recibe una completa y hasta satisfactoria explicación de quien cometió la ofensa, voluntariamente o no.
La otra circunstancia, más ardua, es la que remite al caso en que el ofendido no recibe justificación alguna y el mal comportamiento del otro permanece latente, invariado, hiriente, sin siquiera una pista o un fragmento de donde obtener las explicaciones para la curación.
Esta segunda oportunidad de perdón es acaso frecuente pero por ello menos doliente. Uno mismo debe carbonizarse en aras del otro que no proporciona luz sobre el suceso dañino. Uno mismo debe carbonizarse y carbonizar el agravio para lograr un absoluto borrón y cuenta nueva. Un blanco del negro, un silencio en la humillación oral.
Esta clase de perdón posee, sin duda, una categoría semidivina. Es la clase de perdón del poderoso que condona la deuda al país del tercer mundo, es la acción de Dios que borra los pecados sin que los pecados hayan dejado de haberse cometido y sigan flotando en la conciencia sucia. Incluso si se han cometido como blasfemias, directa y conscientemente se perdona porque este perdón duro es droga dura. Nos chuta hacia un nivel de condescendencia fuera de todos los mercado, nos sitúa al margen del intercambio y de su mezquina productividad puesto que la rentabilidad de tal perdón proviene, sin duda, de la capacidad para sentirse más valioso que el demérito recibido. Así quien perdona sin entender la injuria y sin recibir siquiera datos para proceder al entendimiento es un asceta o un santo puros. Perdona a pecho descubierto. Da el perdón desde el fondo de su pecho santo que si antes poseía un aforo humano y concreto ahora, tras exhalar la piedad, se amplia, se vuelve musculoso y voluminoso ya que , en suma, e desde su seno ha brotado, como en los alumbramientos, una nueva concepción de sí. Nueva condición que sale como una llama que chamusca el pecado, que quema la ofensa y que nos quema a nosotros mismos, en cuanto sujetos ("sujetos") hasta el extremo de transformarnos en una suerte de esencia que da humo, un humo de aroma que parece bendición.