Vicente Verdú
Hace treinta años, las palomas urbanas representaban un orgullo para la ciudad y no se diga ya de la estampa que componían ellas y los niños que las alimentaban ofreciendo la palma de sus manos repletas del dorado maíz. Esta belleza de la inocencia, la concordia y la paz urbana ha ido girando, sin embargo, diabólicamente en los últimos tiempos y hoy a las palomas, que ensucian a granel ventanas o voladizos y que corroen monumentos y ornamentos con su incansable defecación, se las ha llegado a llamar "ratas voladoras". La ignominia de las alcantarillas tiene su correspondencia con el oprobio del cielo cubierto de pájaros repulsivos. Queda gente que las alimenta pero hay brigadas municipales o nacionales que las persiguen, las esterilizan o las espantan hasta perderlas de vista.
Pero quedaba, todavía, mucho más que ver. Nos quedaba por presenciar, nada menos, que la hipóstasis del bien y el mal, de la ignominia y de su opuesto. Todo ello ha llegado recientemente a producirse gracias a una bacteria, casi invisible, aislada por el biólogo flamenco Tuur Van Balen que ha conseguido, nada menos, que las heces de esas aves se conviertan en detergentes. No sólo sus deposiciones no menguan el lugar que eligen para hacer de cuerpo sino que su quehacer corporal lo enaltece.
Este proyecto, financiado por las autoridades flamencas -no faltaba más- es significativamente flamenco. Flamenca la investigación, flamenco el científico flamenco, flamencas las palomas. Y no sólo como adjetivo de procedencia geográfica sino de pertinencia funcional: a la insólita aportación biológica se la ha denominado Pigeon D´Or con lo que la paloma no sólo ha reivindicado su antigua mierda sino que siguiendo las asociaciones de Freud ha convertido en oro puro la excrecencia.