Vicente Verdú
Como una maldición que van acentuando los días, a un lado y otro, van enfermando gravemente los amigos y las amigas. El cáncer es el principal causante de su deterioro y, a menudo, de su devastación en apenas unas semanas. Me miro en el espejo y aún me veo libre de ese ataque pero la intensidad de la sevicia ha llegado a ser tan asidua que no me parece más probable mi suerte que mi infortunio. Simplemente el infortunio parece un efecto de la edad aunque haya quien lo desmienta irresponsablemente. Porque viene a ser, en efecto, un estrecho correlato de la edad, un suceso prácticamente ineludible si se comprueba que ya a partir de los sesenta hay quien súbitamente aparece muerto en las esquelas. Estos han arrastrado el cáncer dos o más años, algunos unos meses, quizás.
Pero también, un ejército contiguo de parientes y conocidos que han cumplido los setenta se suman a los que abate el mal en la década anterior y, finalmente, mueren por pares aquellos maestros que cumplieron los ochenta y se despiden de nosotros como si ya hubiera terminado definitivamente la lección, hubiera concluido para siempre el aprendizaje y llegados a ese punto ¿qué justificará la continuidad de nuestra asistencia al aula? A la vida, en fin, que con ellos ha cerrado el último capítulo de su libro, su magisterio, su protección, el aire vital de nuestra propia existencia ya desescolarizada y, acaso, incluso ya descatalogada.