Vicente Verdú
Cada vez que me toca ser jurado de algún premio, dos o tres amigos llaman para advertirme de que se han presentado. No dicen ni que les apoye, simplemente me advierten. Yo, desde luego, siempre les prometo que les apoyaré. Nunca, sin embargo, amigo alguno ganó un premio del que yo fuera jurado o, mejor, ningún amigo de los que tuvo la suficiente confianza como para informarme de su participación logró obtener el galardón. Viene a ser una casualidad y no una maldición pero la ecuación que forma la llamada de alerta y el fracaso se repite insistentemente. Todavía muchos creen, seguramente con algún fundamento, que las influencias cuentan. Podría decir, de acuerdo a mi experiencia, que es más verdad el diagnóstico de que sin amistades y conocidos se pierden oportunidades merecidas. Pintores, escritores, músicos, arquitectos obtienen distinciones no necesariamente porque alguien maquine en el jurado sino porque para el conjunto del jurado se trata de alguien que merece ser recompensado en cuanto ser humano. Porque, en las últimas deliberaciones y más cuando son reñidas, no se trata sólo de ponderar los méritos profesionales de la obra concreta sino el valor personal y afectivo que ha logrado el autor sobre el corazón y la vida de quienes componen el jurado. Algunos autores obtienen una y otra medalla a partir de que, además de ser profesionales dignos, son personas bondadosas. Los conspiradores tienen pocas opciones de ganar si son malvados pero muchas si son buenas personas. La bondad de un candidato tiene pues mucho ganado de antemano. O lo que es lo mismo: si la llamada al miembro del jurado podría incluso provocar efectos negativos debido a la mala calidad del sujeto, la silenciosa llamada a los corazones de la persona buena posee un plus que, a menudo, termina convirtiéndose en el premio más codiciado.