Vicente Verdú
La fiebre encuentra su lugar más apropiado en el interior de nuestra casa. Todos los hospitales y clínicas del mundo se hallan atestados por una infinidad de fiebres que corren de una habitación a otra, fiebres de distinta longitud y ferocidad, avanzando sin cesar o remitiendo gradualmente como erráticos gusanos que proceden de las arterias y sin salir para nada de ellas generan los primeros síntomas que colecciona en cada supuesto la enfermera, el enfermero o los doctores.
De fiebres azules, rojas, moradas, está el mundo constantemente lleno y el organismo absoluto de la especie guarda dentro de su misma funda primordial y más minuciosmente en la vena sumida en sangre una suerte de fluido reptil que ondula al compás del riego y por momentos, incluso sin causa conocida, se inflama o se dilata, se hincha su crúor dentro del conducto y, por derivación, atesta los canales, crea un atosigamiento que aturde, debilita, agota y la casa, donde hay un lecho propio, se ofrece como el estuche perfecto, el pulmón de amor y acero, para recibir apropiadamente esa indebida mutación.
Sin duda, la fiebre en cuanto el ser independiente que emerge con debilidad o con fuerza en cualquier lugar, sea en el trabajo o en la fiesta, en un lugar cerrado o a cielo abierto. De por sí la fiebre cuenta con un cobijo natural en la sima de la sangre y sus peripecia, sus encabritamientos o sus dislates son imposibles de seguir, imposibles de describir atinadamente en el momento de su aparición pero incluso puede tardar en revelar su condición a través de la mera temperatura patológica.
En el hospital, en el centro médico toman la fiebre y tratan de bajarla hasta su nivel de normalidad pero es, sobre todo, dentro de la casa donde el enfebrecido desea ser tratado y comprendido que es el principio de su bienestar.
El tratamiento casero de la fiebre es el mejor tratamiento posible, la confusión del mal con el bien, del malestar con el confort, el desasosiego con el consumo de cariño doméstico. Dentro de las maniobras que desencadena la fiebre en casa el mal que se intenta combatir no es por tanto un mal a secas sino un mal ambiguo en donde diferentes componentes se amalgaman. La fiebre en cuanto mal no es tan sólo adversidad sino un umbral que se traspasa para ser más querido, recibir una atención y, finalmente, ser encamado con un mimo insólito y sólo, a fin de cuentas, porque la temperatura ha encendido en algunos grados la piel y esa calentura, en efecto, le procure un brillo diamantino al posible enfermo.
De hecho es así como se ven los ojos del que padece fiebre, ojos que brillan más y miran como poseídos de una nueva mirada que si sigue dirigiéndose hacia fuera denota también una experiencia interior, tal como si el fulgor procediera de haberse acercado al fuego del sistema vascular enfebrecido donde al aproximarse a podido distinguir, aún brevemente, el secreto maldito y vital de la sangre y regresar después a la superficie con los ojos bruñidos quizás por la erosión de calor.
La fiebre que viene de no se sabe dónde nos conduce anhelantemente a la casa donde efectivamente el ardor del cuerpo se aviene con el calor del hogar y el grado de tristeza que la fiebre induce impulsa a hallar consuelo en el forro del hogar. La fiebre acaso no baje enseguida pero entre los tabiques conocidos y el movimiento familiar a la fiebre se la rodea de una normalidad, una rutina y una tibieza doméstica que acaso influye en su control piadoso.
En el termómetro se lee el techo bajo el cual vive la salud, la despreocupación o el éxito del no pasa nada. Por encima de esa raya empieza a serpentear la fiebre y sus inquietudes nerviosas. Efectivamente hay diagnósticos puros que atribuyen la fiebre a disfunciones neurológicas pero, en general, toda patología sobre la que la fiebre cabalga es prácticamente inseparable de la desazón que el cuerpo siente sobre su propio estado.
El cuerpo se inquieta desde un interior invisible a partir del cual sólo emerge el signo de la fiebre, una información de otra parte tan simple y objetiva como indescifrable.
En la patente simplicidad de esta medida anómala se dibuja, cara a cara, la anómala simplicidad de la existencia doméstica. Todavía sin sobresaltos, la fiebre pide instalarse en la trinchera de la casa, recibir el agua y las medicinas de casa, quedarse hasta morir en casa y morir si es preciso con el paciente entre su estuoso abrazo.